General
Independencia y Revoluciones en nuestra América
Se trata de dos libros colectivos, coordinados por el Dr. Marco Antonio Samaniego López, director del IIH y editado por Instituto de Cultura de Baja California, la Universidad Autónoma de Baja California, el Instituto de
Investigaciones Históricas y la Comisión Organizadora del Estado de Baja California para la Conmemoración del Bicentenario de la Independencia Nacional y Centenario de la Revolución Mexicana.
El tomo 1 dedicado al Bicentenario, obliga a reflexionar acerca de los alcances de las independencias en el continente americano, la formación y consolidación de las naciones, entre otros temas. En este tomo contamos con la participación de 11 investigadores entre los que figuran Miguel León-Portilla y Marcello Carmagnani.
El tomo 2 dedicado al Centenario de la Revolución, cuenta con la participación de 19 trabajos de investigadores como Luis Aboites Aguilar y Salvador Rueda Smithers.
El lector se podrá introducir en temas como la inestabilidad política, la participación armada de los campesinos, de trabajadores y etnias y de otros actores sociales.
También se tratan temas como la educación, la relevancia de la intervención de los medios y los efectos de la guerra expresados en obras plásticas y artísticas.
Los trabajos reunidos en ambos tomos, parten de la preocupación por explorar nuevos caminos para adentrarnos en el estudio de la formación y desarrollo de estos procesos sociales que han sido claves en la definición de nuestra realidad en los albores del nuevo siglo.
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Los tres Méxicos de la historia de México. Una pista crítica para la construcción de una Contrahistoria de México.
LOS TRES MÉXICOS DE LA HISTORIA DE MÉXICO. Una pista crítica para la construcción de una Contrahistoria de México.
Carlos Antonio Aguirre Rojas
Universidad Nacional Autónoma de México
(publicado originalmente en Contrahistorias, núm. 4, marzo de 2005)
De mapas imaginarios frente a realidades geohistóricas
A pesar de que, desde hace ya más de ochenta años, los historiadores franceses de la primera y de la segunda generaciones de la célebre corriente de los Annales, nos enseñaron la fragilidad y la casi absoluta artificialidad de las fronteras nacionales, y también de los límites administrativos internos de los Estados y de los departamentos que componen a un país cualquiera [1], aún continúan proliferando, en México y en América Latina, pero también un poco en todo el mundo, la escritura de limitadas historias que toman como su marco esencial y exclusivo de referencia a esos límites oficiales de los estados interiores de un país, o a esas fronteras específicas de las distintas naciones latinoamericanas y de todo el planeta en general.
Y si bien es cierto que, durante los últimos cinco siglos, el capitalismo se ha empeñado en darle cierta vigencia y validez a esas estructuras del Estado - Nación y de las naciones, lo mismo que a esos mapas imaginarios de las divisiones políticas y administrativas externas e internas de cada conglomerado nacional, también es verdad que, por debajo y por encima de esas líneas artificiales que pretenden dividir a los Estados nacionales y a los estados interiores, persisten y se manifiestan de una manera tenaz y continua las múltiples realidades de identidades étnicas, regionales, de costumbres, de lengua, geohistóricas, de parentesco histórico y de afinidad cultural, entre muchas otras, realidades que naturalmente no respetan ni se adecuan para nada a dichos mapas imaginarios, externos e internos, de las diferentes naciones del planeta.
Por eso y frente a los mitos unificadores propagados por los propios Estados nacionales e internos, que pretenden afirmar la existencia monolítica y sin fisuras de una identidad del ser, por citar sólo un ejemplo, todos nosotros “mexicanos”, o en un nivel más local, de ser clara y contundentemente “chiapanecos”, o “sonorenses”, o “jaliscienses”, etc., hace falta recordar esa existencia profunda de una permanente tensión, y a veces hasta abierta contradicción, entre las distintas tendencias unificadoras que apuntan hacia la construcción y afirmación de esas identidades nacionales y locales, frente a las opuestas y hasta alternativas resurrecciones recurrentes de esas realidades geohistóricas, o étnicas, o culturales, etc., que sobreviven y se afirman hasta el día de hoy con la misma fuerza que dichas tendencias unificadoras y homogeneizadoras ya mencionadas [2].
Y si después de los años de 1968/1972-73, hemos entrado, como lo afirma Immanuel Wallerstein, en la etapa de la bifurcación histórica o de la crisis terminal del sistema histórico capitalista 3], entonces es claro que, entre las múltiples expresiones de esta crisis terminal, se encuentre también la crisis definitiva y el colapso final de dicho esquema global de reagrupamiento y configuración de los pueblos y de las sociedades humanas, bajo esa figura de las entidades nacionales y locales antes referidas. Lo que explica al conjunto de hechos presenciados en las últimas tres décadas, de naciones enteras que se deshacen y rehacen frente a nuestra propia mirada, a la vez que resurgen por doquier los conflictos intranacionales y hasta internacionales, conflictos que traspasan y superan de lejos a esos mapas imaginarios de las naciones externas e internas, bajo la reafirmación de esas antiguas y tenaces identidades civilizatorias y culturales de tipo supra y subnacional pero también supra y sublocal.
Porque si la nación, con sus fronteras externas e internas, es un dato reciente que sólo remonta, según las distintas zonas del planeta, a dos, tres, cinco o siete siglos de existencia 4], y es también una realidad que se corresponde claramente y de manera exclusiva sólo con la vida histórica del sistema capitalista, entonces es lógico que, junto con el ocaso histórico terminal de este mismo capitalismo, avance igualmente la desestructuración progresiva e indetenible de esas entidades nacionales de reciente construcción histórica.
Y es dentro de este horizonte general, de crisis generalizada de las estructuras nacionales en todo el mundo, y del renacimiento de las más diversas identidades culturales y civilizatorias de todo orden, que vale la pena revisar críticamente la validez que puede aun tener el mito homogeneizante y unificador que todavía subyace al enfoque dominante respecto de lo que ha sido y es la historia de México. Enfoque que al haber sido construido sobre la negación de la compleja heterogeneidad de los varios Méxicos reales que conforman al “México” homogéneo de la historia oficial, ha bloqueado e impedido el desarrollo de una visión mínimamente adecuada, por no decir más rigurosamente científica y crítica de la complicada y apasionante historia verdadera de nuestro país.
Visión simplista, anacrónica y perezosa de la historia de México, que siendo hasta hoy la versión oficial y dominante a nivel de la enseñanza primaria, secundaria y preparatoria en general, pero también a nivel de aquellas licenciaturas y posgrados de historia de nuestro país todavía dominados por las perniciosas versiones de la historia positivista, pretende hacernos creer la existencia de ese México único, homogéneo, cuasi atemporal y prácticamente idéntico a sí mismo a lo largo de siglos y siglos.
Reducida y empobrecida visión de la historia de México, asumida y reproducida también en una buena parte de las obras escritas por un gran número de autores que pasan por ser eruditos y reconocidos historiadores mexicanos, que hace falta desconstruir y superar totalmente, sometiéndola al ejercicio de pasarle por encima el benjaminiano cepillo de la “historia a contrapelo”. Y ello, en el ánimo de hacer saltar a todas las verdades ocultas que niega y encubre ese mito de la historia oficial, y en la perspectiva de construir una verdadera y radical contrahistoria de México.
Contrahistoria de México que, por el contrario, tendría que partir de la profunda y evidente diversidad y heterogeneidad estructurales de los muchos Méxicos que componen al México oficial, y por ende, de las muy diferentes historias e itinerarios complejos que se entrecruzan e imbrican dentro de esa historia otra o alternativa de nuestro país.
Historia multiforme, diversa, plural, desacompasada y divergente, que está muy lejos de la mencionada construcción de la historia oficial de México, en la que de manera simplista y linealmente progresiva se van integrando, de manera supuestamente armónica y voluntaria, todas las distintas regiones, zonas, Estados y ciudades que hoy conforman el mapa de la nación mexicana, a la vez que mediante un presuntamente terso y logrado proceso de mestizaje étnico, social y cultural, se van sumando y acomodando como en un juego exitoso del acertado proceso de armado de un rompecabezas, los distintos grupos y clases sociales que hoy habitan dentro de nuestro suelo, para ir conformando de manera maravillosa y completa, esa unidad nacional dentro de la cual todos nosotros somos hoy, “orgullosamente” mexicanos.
Pero, como es bien sabido, la contrahistoria o historia verdadera transcurre siempre por muy otros caminos que los de esas historias oficiales e imaginarias, que son siempre exageradamente heroicas, tersas, gloriosas, lineales y homogéneas. Y entonces más allá de esa historia oficial e imaginaria de México, está la historia real de las masacres y la sobreexplotación de los indígenas por parte de los conquistadores españoles, junto a la resistencia tenaz y a las constantes insurrecciones y rebeliones de los indios, pero también un proceso violento y desgarrado de un difícil mestizaje cultural y étnico 5], de múltiples caras, junto a clases sociales y grupos enteros que son sometidos y burlados después de haber sido vencidos y marginados, en complejos y vastos procesos de revolución social, y en cruentas y difíciles batallas, al lado de regiones, zonas y espacios diversos que son integrados de manera forzada, y para nada tersa y armónica, dentro del espacio y el proyecto nacionales que han sido impulsados en cada etapa de nuestra historia, por otros distintos grupos, clases, sectores, zonas y espacios sociales, diferentes de los primeros.
Entonces, de esta multifacética y muy diferente contrahistoria de México, antagónica de la limitada y todavía vigente historia oficial de México, creemos que vale la pena recuperar con más cuidado a una de sus dimensiones fundantes y más estructurales, es decir, aquella que corresponde a la profunda diversidad geohistórica de los tres Méxicos que conforman a lo que hoy se entiende como el país oficial “México”.
Las lecciones de la geografía: el México árido, el México plural y templado, y el México tropical
Todavía hoy, en este año de 2005, resulta evidente que, desde un punto de vista histórico y sociológico serio, y por lo que se refiere a hábitos culturales, prácticas culinarias, o cosmovisiones del mundo y de la vida, lo mismo que a la apariencia étnica, a los modos de vestir, y hasta a los acentos lingüísticos, un habitante del estado mexicano de Chiapas se parece mucho más a un habitante del norte de Guatemala, que a otro mexicano del estado de Chihuahua o de Sonora por ejemplo.
Y a su vez, ese sonorense o chihuahuense que habita en el norte de México, habrá de distinguirse también radicalmente, en todos esos ámbitos civilizatorios mencionados de la cultura, la comida, la concepción del mundo, la traza étnica, el vestido y el lenguaje, entre otros, tanto de los mexicanos que viven en el sur de México como de los que habitan en toda su región central.
Lo que de entrada, nos plantea varias interrogantes: ¿de dónde brotan esas profundas y marcadas diferencias civilizatorias, culturales e históricas que todavía subsisten entre los distintos Méxicos que coexisten hoy en nuestro país?. ¿Y cómo se han configurado, históricamente, estas tan marcadas y notables diferencias?. ¿Y sobre qué bases materiales, sociales, económicas y geográficas específicas?. Y ¿con qué resultados e implicaciones particulares a lo largo de la rica historia de nuestro país?.
Para avanzar en el camino de la respuesta a este problema, debemos comenzar por recurrir a las lecciones de la geohistoria braudeliana, la que en una línea que se emparenta claramente con la perspectiva de Carlos Marx e incluso con las tesis del propio Hegel, nos recuerda el papel esencial y fundante de la específica configuración de la base geográfica de todo proceso social o civilizatorio humano en general. Y así, lejos de todo “determinismo geográfico 6] simplista, Braudel nos ha reiterado, después de Hegel y de Marx, entre otros, la relevancia imprescindible de esta base geohistórica para la edificación de toda empresa social, o civilizatoria, o histórica, acometida por los hombres en cualquiera de las etapas de su ya milenaria historia global.
Entonces, y tal y como nos lo han recordado los geógrafos y los científicos sociales que se han acercado a estudiar la configuración diversa del territorio mexicano, debemos reconocer que en el espacio de lo que hoy se llama México cohabitan claramente tres espacios geohistóricos diversos, y con ellos tres Méxicos diferentes, que se distinguen claramente no sólo por el tipo de clima general dominante, sino también por el tipo de recursos naturales, biológicos, orográficos e hidrográficos que cada uno de ellos posee 7].
Tres Méxicos claramente diferenciados, cuya primera frontera real y no puramente administrativa e imaginaria, es la de la bien conocida división entre Mesoamérica y Áridoamérica, división que nos da, hacia el norte, un primer México de clima más bien árido, cruzado por dos cadenas montañosas que, como es frecuente, estarán asociadas a la existencia de recursos mineros, pero que será un México también escaso en ríos. Y por lo tanto, un espacio poco fértil para una agricultura del cereal originariamente americano que es el maíz, y más bien propicio para el desarrollo de grandes praderas de pasto, potencialmente propicias para el desarrollo de la ganadería en gran escala. Y sólo muy posteriormente, para una posible agricultura de cultivos no cerealeros, basada en modernas tecnologías y en recientes sistemas artificiales de irrigación. Un norte que, vale la pena recordarlo, se extiende mucho más allá del Río Bravo y de la actual frontera de México, para abarcar a una buena franja de lo que hoy son los Estados Unidos de Norteamérica. Un norte que habiendo pertenecido a la Nueva España, y aún a México hasta la primera mitad del siglo XIX, nos será despojado y expropiado injustamente por los norteamericanos, hace solo un siglo y medio, es decir, en un momento que forma parte del verdadero ayer histórico todavía vivo y reciente. Porque hace apenas entre cinco y siete generaciones de mexicanos que esos dos millones de kilómetros cuadrados, que nos fueron robados sucesivamente entre 1837 y 1848, eran parte todavía integrante de ese “México del norte”, delimitado en su frontera sur por esa línea climática mencionada que divide Áridoamérica de Mesoamérica [8].
A su vez, ese universo de Mesoamérica se subdivide también en dos, a partir de una línea que de manera muy general y aproximativa parecería más o menos acercarse hacia la línea del paralelo de los dieciocho grados, subiendo después para incluir a toda la península de Yucatán, línea que nos da, por un lado el México central, y por otro el México del sur, es decir los dos Méxicos mesoamericanos que abrigarán, de un lado a la civilización azteca en su momento de máximo esplendor, y del otro a la civilización de los grupos mayas, también en su respectivo momento de auge.
Existe entonces, en primer lugar, ese México central, caracterizado por su mayor diversidad y pluralidad microclimática frente a los otros dos Méxicos, y que es una zona mucho más rica en ríos y en recursos hidrológicos, y por lo tanto, mucho más fértil para el desarrollo de varias zonas de densos y abundantes cultivos de maíz. Y más adelante, también de cultivos cerealeros en general, lo que hará que sea también el México que ha albergado, en la historia lenta y milenaria de nuestro país, a la mayor cantidad de núcleos civilizatorios prehispánicos, que van desde los olmecas y los tarascos, hasta todos los grupos nahuas que, en un momento dado, han sido dominados por el imperio azteca en los tiempos de su mayor expansión.
México del centro que se constituirá en el verdadero “granero” de todo el espacio nacional, y que será el que sufra, en primer lugar, los vastos y trágicos efectos de la devastadora conquista española del siglo XVI.
Finalmente y a partir de esta diversidad geohistórica, que fragmenta en tres Méxicos reales y distintos al imaginario México homogéneo de la historia oficial, tendremos al México del sur, diferente de los otros dos Méxicos, y caracterizado por una realidad geográfica exuberantemente abundante en montañas y en vegetación. Lo que la convierte en una zona que no sólo es singularmente difícil para ser transitada e intercomunicada con el exterior y en sí misma, sino también en una zona de marcado clima tropical que, con las excepciones de los Altos de Chiapas y de las planicies de la Península de Yucatán, no será apta para la producción del maíz en gran escala, ni tampoco para una ganadería vasta e intensiva, sino más bien para el futuro desarrollo del cultivo de especies tropicales de tipo comercial.
Por eso, este sur de México será el espacio del desarrollo de la civilización maya, la que cubriendo toda la Península de Yucatán y los actuales Estados de Tabasco y Chiapas, habrá de prolongarse más allá de la actual frontera sureña de México, y hasta los actuales territorios de Guatemala, Honduras y El Salvador. Con lo cual, ese México del Sur será también mucho más vasto, hasta los inicios del siglo XIX, que el actual México sureño, artificialmente cortado por nuestra frontera imaginaria de los ríos Usumacinta y Hondo, y sobre todo de las actuales divisiones oficiales de nuestro país con el norte de Belice y de Guatemala [9].
Y puesto que todavía sigue siendo un misterio, aún no resuelto por la historiografía actual, el de las razones de la decadencia de esta civilización maya durante los siglos XIII a XV, bien podríamos aventurar la hipótesis de que, entre otros factores importantes, figure también el de una posible saturación demográfica de la población maya en relación a los medios y a las condiciones de producción alcanzadas hasta ese momento, y por lo tanto, disponibles en ese entonces. Saturación que se explicaría por esa base geográfica de clima tropical, poco propicio en general para el desarrollo de cultivos densos del maíz en gran escala. Posible saturación demográfica que, al alcanzar un cierto punto, se habría comenzado a expresar bajo la forma de guerras intestinas, de migraciones y de desplazamientos masivos obligados, y por ende, de invasiones de zonas ya ocupadas, y más en general como desarticulación y crisis de todo el tejido social y civilizatorio de estos mismos pueblos mayas. Hipótesis que, por lo demás, alude a un proceso reiterado que se ha presentado muchas veces en la historia, y a lo largo de todos los continentes del planeta, tal y como lo planteó en su momento el propio Carlos Marx 10].
Tres Méxicos geográficos completamente diversos, que a partir de estas igualmente diferentes bases atmosféricas, orográficas, hidrográficas y biológicas, se han constituido también en tres Méxicos históricos muy distintos entre si. Tres Méxicos geohistóricos que ‘nacieron’ entonces a la vida en tres sucesivos momentos de la historia, teniendo por lo tanto edades divergentes, lo mismo que itinerarios históricos heterogéneos, los que sólo lenta y accidentadamente se han ido imbricando e interrelacionando para conformar, finalmente y solo en fechas muy recientes, a esa nación que desde hace menos de dos siglos le ha dado por autonombrarse, de modo genérico y popular, como la nación llamada “México”. Tres Méxicos con historias de muy distinta longevidad y duración, que vale la pena reconocer también ahora con más detenimiento.
Las lecciones de la historia: el México indígena del sur, el México mestizo del centro y el México criollo del norte
Partiendo entonces de la diversidad geográfica de los tres Méxicos antes identificados, resulta más fácil ubicar a los tres Méxicos históricos que sobre dichos Méxicos geográficos se han ido constituyendo. Méxicos geohistóricos y civilizatorios que, como diferentes respuestas humanas a esos mismos medios biogeográficos y naturales, han ido conformando las tres alternativas de configuración civilizatoria, es decir de configuración territorial, económica, social, política y cultural que, aún hasta el día de hoy, coexisten todavía dentro de nuestro espacio nacional.
Tres respuestas geohistóricas diversas, que se hacen evidentes de inmediato, y ya al simple nivel de la arquitectura turística hoy subsistente, sorprendiéndonos aún con la clara heterogeneidad que representa pasar desde el México sureño de las bellísimas e impresionantes ruinas prehispánicas, al México central de las catedrales coloniales y de las más importantes ciudades novohispanas, y hasta el México del norte de las escasas Misiones y sobre todo de los serializados y monótonos paisajes urbanos de las ciudades modernas más recientes. Tres paisajes urbanos y rurales divergentes, que delatan también las muy distintas edades que hoy tienen esos tres Méxicos históricos o geohistóricos recién mencionados.
Porque si observamos con cuidado la figura global que hoy, en el año de 2005, tienen estos tres Méxicos, podremos comprobar fácilmente que, en esa configuración social general que ellos poseen en el presente, se refleja también su muy distinta longevidad actual, la que en cada uno de estos tres casos nos remite a también tres distintas etapas de la historia de México.
Así, el México más viejo de todos, no en términos cronológicos absolutos pero si en términos de esa configuración global todavía hoy ampliamente vigente, sería sin duda el México del sur, el que hundiendo sus raíces en la época prehispánica, y remitiéndonos por lo menos hasta los siglos III a VIII-X del esplendor de las civilizaciones maya y zapoteca, habría logrado conservarse, más allá de la conquista española y gracias a la barrera natural de la dificultad de comunicación que representan sus abundantes montañas y su exuberante vegetación tropical, como un México predominantemente indígena y permanentemente rebelde frente al mestizaje forzoso y a la imposición general del proyecto novohispano del dominio español.
Un México del sur masivamente indio, que no es para nada arcaico, premoderno o tradicional, sino que opta simplemente por modernizarse por su propia vía original, que a la vez que preserva y mantiene por ejemplo el fuerte sentido comunitario de los grupos indígenas y parte de sus ricas tradiciones culturales prehispánicas, va incorporándose igualmente a aquellos elementos de la modernidad capitalista que considera útiles y pertinentes para esta vía propia de su singular modernización y evolución general.
Un México sureño más indio que mestizo o criollo, que parecería avanzar a lo largo de la historia del México de los últimos cinco siglos, con su propio reloj histórico particular, lo que explica el hecho de que aquí las rebeliones indígenas sean algo crónico y la presencia española sea siempre numéricamente débil y marginal a lo largo de toda la Colonia, pero también el hecho de que este sur de México no participó prácticamente de la Revolución de Independencia de 1810, y que solo se incorpore tardíamente, y siempre de modo subordinado y periférico, a la Revolución Mexicana de 1910. Pero igualmente, también el hecho de que este mismo sur mexicano abrigue ahora, y desde hace ya once años, al movimiento social más avanzado e importante de todo nuestro país [11].
México indio del sur, cuya relativa autonomía e independencia fue preservada, en parte, gracias a la riqueza desbordante de su base geográfico-natural a la que antes hemos aludido. Un México indígena singular, que sin embargo no es tan excepcional dentro del universo más global de América Latina, puesto que él encuentra, más allá de las fronteras mexicanas actuales, varios casos que le son similares o equivalentes en los indígenas de Guatemala, de Perú, de Bolivia o de Ecuador, indígenas que también en todos estos países resistieron y resisten hasta hoy de distintas formas a la conquista y a la colonización españolas y extranjeras, a la vez que preservan y mantienen sus territorios, sus culturas, sus visiones del mundo y sus tradiciones, en una lógica que lejos de mirar nostálgicamente hacia el pasado, apunta hoy más bien y cada día más claramente hacia un posible futuro postcapitalista cada vez más cercano e inminente[12].
Junto a este primer México indígena del sur, estará también un segundo México, el México del centro que hoy es predominantemente mestizo, y que siendo el más densamente poblado de todo el territorio nacional, funciona además como el “granero” productor de la inmensa mayoría de los cereales consumidos en todo el país. Y por estas razones, también, como el México que ha logrado hegemonizar en general el proceso de la construcción general de la nación mexicana, proceso que ha obligado a los otros dos Méxicos, el del norte y el del sur, a gravitar en general en torno de este México central, el que no por casualidad posee también la ciudad capital de todo el país, así como la conexión privilegiada de las principales rutas de comunicación marítima con el Océano Atlántico, y por esta vía, con todas las economías europeas y con el mundo europeo en general. Conexión atlántica, establecida para el caso de México a través del Puerto de Veracruz, es decir de una ruta interna perteneciente a ese México central, que como es bien sabido fue una conexión crucial, hasta el mismo siglo XIX, de todas las economías del continente americano con lo que hasta esa época fueron las zonas más desarrolladas y más dinámicas de toda la economía mundial, es decir con las distintas economías de Europa occidental.
México de la zona templada central, que si bien conoció desde los siglos anteriores a nuestra era, a las primeras civilizaciones indígenas de lo que hoy es México, por ejemplo a la civilización olmeca, sin embargo y en la configuración específicamente mestiza que hoy lo caracteriza como uno de sus rasgos predominantes, data apenas de hace cinco siglos de existencia. Porque obviamente, es sólo a partir de la conquista española, y del arribo masivo de los españoles a la Nueva España, que ha comenzado a crearse este México mestizo del centro, México complejo, barroco y sofisticado, que como fruto del mestizaje étnico, pero sobre todo del mestizaje cultural [13], habrá de conformar a esa rica pero complicada cultura mexicana de nuestra zona central, cultura que sabe por ejemplo decir no, matizando el modo de afirmar, y que puede igualmente decir si, con la simple entonación y gesticulación particulares con las que acompaña y modula a una supuesta negación.
Cultura barroca mestiza que complica hasta el extremo las formas de la expresión cultural, y que estando presente en la política, en la vida social, en el arte, en la vida cotidiana, y en los discursos de todos los mexicanos de esta zona central, encuentra algunas de sus figuras emblemáticas en la proliferación abundante del llamado “doble sentido” semántico, pero también en la singular actitud mexicana frente al fenómeno de la muerte.
México central, que además de esta cultura mestiza y barroca va a poseer también la ciudad capital de todo el país. Una ciudad que, lejos de ser irracional en cuanto a su emplazamiento geográfico, como podría parecerlo desde los criterios actuales, es en cambio una ciudad cuya ubicación responde, lógica y coherentemente, al hecho de que las civilizaciones indígenas prehispánicas fueron civilizaciones del maíz, y por ende, civilizaciones que para poder asentarse en densos núcleos de población, necesitaban imperativamente encontrar aquellos espacios pantanosos y húmedos que son los que permiten la producción en verdadera gran escala de esa misma planta del maíz, espacios como el que precisamente circunda y configura a la actual ciudad de México [14].
Con lo cual, y lejos de ser una ciudad construida en contra de la lógica, en la que el esfuerzo para hacer subir hasta la altura de 2,500 metros sobre el nivel del mar, a los hombres, a las mercancías, al transporte, a los animales, pero también al agua y a la electricidad, es un esfuerzo que se multiplica por varias veces frente a ciudades más bajas, la ciudad de México actual es, en cambio, el resultado histórico derivado de uno de los más fuertes y densos núcleos urbanos prehispánicos, que pudo crecer y afirmarse hasta hegemonizar a prácticamente todo ese México central que ahora referimos, gracias en parte al hecho de tratarse de una ciudad asentada en una zona lacustre muy húmeda y pantanosa, y por ende, excepcionalmente fértil y propicia para el cultivo masivo y amplio de esa planta del maíz.
Finalmente, el tercer México sería el México del norte, el más joven de todos, cuya existencia más orgánica dataría apenas de hace poco más de un siglo. Porque si bien es claro que las primeras ciudades importantes de este México norteño se fueron fundando a lo largo de toda la Colonia, siguiendo sobre todo las rutas de los caminos de los Reales de Minas, y las incipientes exploraciones iniciales de los españoles en estos territorios del norte, también es evidente que la colonización y población sistemáticas de todo este Norte mexicano se darán solamente después de la guerra de rapiña norteamericana de 1847, y sobre todo durante todos los años del Porfiriato.
Pues es sólo con las leyes porfiristas de terrenos baldíos, que se cuadriculan, reconocen y asignan todas estas tierras de ese México del norte, México que sólo hasta esas épocas se poblará de manera intensa y sistemática, para convertirse en el México de la nueva minería del siglo XX, de la ganadería sistemática en gran escala, y de la agricultura basada en modernos y sofisticados sistemas de irrigación tecnológica. México nuevo que, a partir de su matriz colonial, será mucho menos mestizo y más criollo, desarrollando esa cultura del ranchero libre que cree poco en la predestinación y mucho en el azar y en los frutos del propio trabajo, siendo más abierto a la innovación y a los cambios en general, y desarrollando niveles de alfabetización general más altos que el México central y que el México del sur.
Un México más nuevo, más ateo, más ilustrado y menos rígido en sus estructuras sociales y civilizatorias en general, que no por casualidad será el México que alimente de manera inicial y luego prioritaria, y todo el tiempo mucho más protagónica, a la importante Revolución Mexicana que estalla en 1910 [15]. Una revolución que en este México del norte no sólo alberga al vasto movimiento popular de Francisco Villa, que será finalmente derrotado por las corrientes burguesas de este mismo drama revolucionario, sino que también es el espacio original del grupo que al final terminará apoderándose de todo el país y de todos los beneficios de dicha revolución, el conocido “Grupo Sonora”.
México norteño y criollo, de mucho más reciente vida histórica que el México central mestizo y que el México indígena del sur, que al constituirse hace apenas un siglo y unas pocas décadas más, como el último componente integrante de la nación mexicana, terminará por delimitar esas fronteras generales del México global y supuestamente unitario, que es el único que aparece en las empobrecidas y reductoras versiones de la historia oficial y positivista, todavía ampliamente difundida a lo largo y ancho de nuestro país.
Y sin embargo ¡como México... ¿no hay dos?!
Aunque, naturalmente, junto a esta evidente diversidad y heterogeneidad de los tres Méxicos geohistóricos que sobreviven hasta hoy, están también presentes los múltiples efectos de un prolongado y tenaz esfuerzo unificador y homogeneizador de los poderes políticos y de los Estados y gobiernos que han existido a lo largo de la historia mexicana del último medio milenio transcurrido.
Ya que es también claro que, al lado de las profundas identidades civilizatorias y culturales que existen hoy, por ejemplo entre Chiapas y Guatemala, se da igualmente un claro conjunto de diferencias entre ambas zonas, determinadas por la vigencia de dos dinámicas nacionales, que por lo menos desde principios del siglo XX tomaron rumbos muy diferentes. Porque no ha podido ser lo mismo, por ejemplo, desarrollar un movimiento indígena importante dentro de un país que oficialmente pretende ser una democracia gobernada por presidentes civiles, que en otro país en donde gobernaron durante décadas varias brutales y sangrientas dictaduras militares.
O también resulta muy distinto, más allá de las grandes semejanzas de cultura y de costumbres de todo tipo, ser un mexicano que habita, se rebela y lucha en Sonora o en Coahuila, que un chicano que vive en los Estados Unidos de Norteamérica, por ejemplo en los Estados de Arizona o de Texas, y que junto a la explotación económica de las voraces empresas norteamericanas, padece también la falta de derechos políticos, la persecución hipócrita de las autoridades de Estados Unidos, y las múltiples formas de la racista discriminación étnica y social.
Lo que quiere decir que los Estados nacionales, a través de su continua acción histórica, también impactan y modifican de múltiples maneras a las realidades sociales que han sido generadas por esas dimensiones geohistóricas y civilizatorias a las que antes hemos aludido. Con lo cual, existen también ciertos espacios y ciertas dinámicas que son genuinamente nacionales, y que más allá de las identidades geohistóricas profundas de los tres Méxicos aludidos, se despliegan y afirman de manera efectiva en ciertas circunstancias o en ciertos momentos históricos específicos.
Y entonces, frente al belicoso e irracional maccartismo que Estados Unidos ha estado impulsando después del 11 de septiembre de 2001 [16], el pueblo todo de los tres Méxicos distintos, unido en esto como si se tratase de un único personaje singular, ha renovado y relanzado de manera unánime y masiva su profundo y recurrente sentimiento antimperialista. E igualmente, y más allá de su pertenencia al “país” del norte, del centro o del sur, hoy el pueblo mexicano todo se encuentra profundamente decepcionado de los constantes engaños y de las reiteradas burlas de las que ha sido víctima, durante más de cuatro años, por parte del gobierno de Vicente Fox.
De modo que, junto a la heterogeneidad y la diversidad de los tres Méxicos geohistóricos que componen a la historia de México, está también la existencia de esa lógica homogeneizadora y unificante de una dinámica y de un proyecto nacionales, que persiguen ser unitaria y exclusivamente mexicanos. Proyecto y dinámica que habrán de sobrevivir mientras sobreviva también ese mundo social global que les da aliento, sustento y sentido, y que es sin duda el mundo social de las realidades diversas del capitalismo mexicano.
Pero como Marx nos lo recordó hace 150 años, es un hecho contundente que “los obreros no tienen patria”, y que es más bien el capital el que dividió y fragmentó a la humanidad en múltiples “patrias” y en muy diferentes “naciones” y “países”, supuestamente diferentes los unos de los otros. Lo que quiere decir que, más allá de mapas imaginarios e incluso de los mapas reales, y también trascendiendo las divergencias y la diversidad masiva de las diferentes realidades geohistóricas de todo el planeta, está cada vez más cerca la posibilidad de intentar construir un nuevo mundo, no capitalista y no fragmentado en naciones, en donde la humanidad lleve a cabo, por primera vez en su historia, el ensayo de convivir fraternalmente y en escala planetaria, desde el respeto a la diferencia y desde la potenciación de la riqueza que implica la diversidad en todas sus formas, en un mundo distinto y cualitativamente superior, que como nos lo han recordado nuestros dignos indígenas rebeldes neozapatistas, deberá sin duda ser un “mundo en el que quepan todos los mundos posibles”.
[1] Nos referimos, por ejemplo, a los brillantes trabajos de Marc Bloch sobre la historia regional, entre los que citamos, a título de simple ejemplo, “L’Ile de France (le pays autour de Paris)” en el libro Mélanges Historiques, tomo 2, Coedición EHESS-Serge Fleury, París, 1983, así como en el libro La tierra y el campesino. Agricultura y vida rural en los siglos XVII y XVIII, Ed. Crítica, Barcelona, 2002. También en esa línea crítica avanza el análisis y la propuesta geohistórica de Fernand Braudel en su libro El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II (especialmente en la primera parte del libro y en el fragmento titulado “Geohistoria y determinismo”), Ed. Fondo de Cultura Económica, México, tomo I, 1953, y también en su libro Las ambiciones de la historia, Ed. Crítica, Barcelona, 2002. Igualmente puede verse el libro de Lucien Febvre, El Rhin, Editorial Siglo XXI, México, 2004. Sobre esta visión geohistórica de Fernand Braudel cfr. nuestro libro, Carlos Antonio Aguirre Rojas, Fernand Braudel y las ciencias humanas, Ed. Montesinos, Barcelona, 1996 (véase también la reciente versión francesa de este mismo libro, Fernand Braudel et les sciences humaines, Ed. L’Harmattan, París, 2004, que contiene una bibliografía actualizada hasta el año 2004, y también varios anexos que profundizan en esta misma visión geohistórica braudeliana, en especial el anexo num. 4 “Fernand Braudel et l’histoire de la civilisation latinoamericaine”).[]
2 Uno de los tantísimos méritos de la interesante corriente de la microhistoria italiana consiste en haber vuelto a llamar la atención respecto de esta permanente tensión que existe entre, de un lado, las tendencias unificadoras y homogeneizantes de los distintos Estados nacionales en todo el mundo, y de otra parte, esta persistencia tenaz de las múltiples identidades que, de una manera forzada y violenta pero generalmente no demasiado exitosa o solo parcialmente lograda, continúan existiendo y manifestándose a lo largo precisamente de toda la historia del moderno capitalismo. Sobre este punto, véase por ejemplo el trabajo de Osvaldo Raggio “Visto dalla periferia. Formazioni politiche di antico regime e Stato moderno”, en la Storia d’Europa, vol. IV, Giulio Einuadi Editore, Turín, 1995, y también el muy interesante artículo de Giovanni Levi, “Regiones y religión de las clases populares”, en la revista Relaciones, num. 94, Zamora, 2003. ]
3 Sobre esta tesis de la crisis terminal del capitalismo, que estaríamos viviendo en los últimos treinta años, cfr. Immanuel Wallerstein, Después del liberalismo, Ed. Siglo XXI, 1996, y también “La imagen global y las posibilidades alternativas de la evolución del sistema-mundo capitalista” en la Revista Mexicana de Sociología, vol. 60, No. 2, 1999. Véase también nuestro libro, Carlos Antonio Aguirre Rojas, Immanuel Wallerstein: Crítica del sistema-mundo capitalista, Ed. Era, México, 2003.
4 De la vasta bibliografía sobre este tema, citemos solamente aquí Eric Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780, Ed. Crítica, Barcelona, 1997; Benedict Anderson Comunidades imaginadas, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1993; Ranajit Guha, Dominance without hegemony. History and power in Colonial India, Ed. Harvard University Press, Cambridge, 1997; Norbert Elías, El proceso de la civilización, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1989; Bolívar Echeverría “El problema de la nación desde la crítica de la economía política”, Ed. IIHAA, Universidad de San Carlos, Guatemala, 1988 y Carlos Antonio Aguirre Rojas, Mitos y olvidos de la historia oficial de México, Ed. Quinto Sol, México, 2004.
5 Sobre este mestizaje cultural y étnico complejo, cfr. Bolívar Echeverría, La modernidad de lo barroco, Ed. Era, México, 1998 y Tzvetan Todorov, La conquista de América. El problema del otro, Ed. Siglo XXI, México, 1989. Cfr. también nuestros ensayos, Carlos Antonio Aguirre Rojas, “Neé en 1492 sur le nouveau continent” en EspacesTemps, num. 59 – 61, París, 1995, y “A história da civilizaçao latino-americana” en el libro Fernand Braudel. Tempo e historia, Ed. FGV Editora, Rio de Janeiro, 2003.
6 Además de los ensayos citados ya en la nota 1, puede verse tambien, sobre esta relevancia de la base geográfica o geohistórica de los procesos sociales humanos, nuestro ensayo, Carlos Antonio Aguirre Rojas “Entre Marx y Braudel: hacer la historia, saber la historia”, en el libro Los Annales y la historiografía francesa, Ed. Quinto Sol, México, 1966, y también “La visión geohistórica de las ciudades”, en el libro Ensayos braudelianos, Ed. Prohistoria, Rosario, 2000. Sobre la cuestión de la crítica a un posible “determinismo geográfico” y a lo que podría implicar esta postura braudeliana –crítica demasiado simplista y a todas luces errónea, cuando se conocen a fondo los sutiles argumentos braudelianos--, y sobre la defensa de Braudel de esta visión geohistórica, así como de la crítica del punto de vista de la actual geografía francesa, que “desespacializa” su propio análisis por el fetichismo equivocado de afirmar que “todo es social” y que toda geografía es sólo geografía de lo social, cfr. el libro de Fernand Braudel, Una lección de historia de Fernand Braudel, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1989 y también La identidad de Francia, tomo I, Ed. Gedisa, Barcelona, 1993.
7 Sobre esta diversidad de los tres Méxicos geohistóricos, cfr. los ensayos de Ángel Bassols Batalla “Consideraciones geográficas y económicas en la configuración de las redes de carreteras y vías férreas en México”, en Investigación económica, vol. XIX, num. 73, 1959, y Bernardo García Martínez, “Consideraciones coreográficas”, en la Historia general de México, tomo I, Ed. Colegio de México, México, 1976. Esta idea de la diversidad geohistórica de México estuvo muy difundida en la primera mitad del siglo XX, entre varios de los analistas más agudos de la historia de México, como puede verse consultando por ejemplo a Andrés Molina Enríquez, Los grandes problemas nacionales, Ed. Era, México, 1979, Frank Tannenbaum “La revolución agraria mexicana” en Problemas agrícolas e industriales de México, vol. IV, num. 2, abril-junio de 1952 o George Mc Cutchel Mcbride, “Los sistemas de propiedad rural en México”, en Problemas agrícolas e industriales de México, vol. III, num. 3, julio-septiembre de 1951. Después, la idea pareció olvidarse, hasta que Friederich Katz la relanzó con fuerza, como una clave esencial de sus explicaciones de la historia de México, en sus trabajos “El campesinado en la Revolución Mexicana de 1910”, en El trimestre político, vol. I, num. 4, abril de 1976, La servidumbre agraria en México en la época porfiriana, Ed. Era, México, 1980, y La guerra secreta en México, Ed. Era, México, 1982. Sin embargo, y a pesar de todos estos trabajos mencionados, la historia oficial y positivista aún dominante en México, continúa ignorando esta crucial clave de comprensión de toda nuestra historia en general. Por ello, el sentido principal de este ensayo es el de llamar la atención respecto de este olvido y laguna terribles en la comprensión, explicación, interpretación y enseñanza de la historia en México.
8 Sobre los límites precisos entre Áridoamérica y Mesoamérica, así como sobre la extensión que todavía hasta los inicios del siglo XIX tenía ese “México del norte”, cfr. el Atlas histórico de México, coordinado por Enrique Florescano, Coedición SEP-Siglo XXI, México, 1983, en particular las láminas 4 (p.16-17) y 45 (p. 98-99).
9 Y resulta ridículo que, en virtud de esta frontera imaginaria oficial de lo que hoy es el sur de México, las explicaciones que se dan de esa civilización maya se limiten a los espacios que la misma ocupó dentro de lo que hoy es México, omitiendo de plano o mencionando sólo muy marginalmente, por ejemplo a la ciudad de Tikal, hoy en Guatemala, la que sin embargo fue la capital de todo el mundo maya durante prácticamente todo un siglo. Esto es cometer, una vez más, el terrible pecado del anacronismo histórico, al trasladar las fronteras nacionales del presente como si hubiesen tenido vigencia y existencia hace diecisiete o diez o seis siglos, lo que obviamente es un absurdo total. Sobre la expansión geográfica de esta civilización maya, cfr. también el Atlas histórico de México antes citado, en especial la lámina num. 9, p.26-27.
10 Sobre esta hipótesis de la saturación demográfica como motor fundamental, primero del progreso y más adelante de la decadencia de muchos pueblos en la historia, cfr. Carlos Marx, La ideología alemana, Ed. Pueblos Unidos, Buenos Aires, 1973, y también Elementos fundamentales para la crítica de la economía política. Grundrisse 1857-58, Ed. Siglo XXI, tres volúmenes, México, 1971-1976.
11 Sobre este rol histórico singular de esta ‘macroregión’ del sur de México, y en especial sobre su papel dentro de la Revolución Mexicana, cfr. nuestro ensayo, Carlos Antonio Aguirre Rojas, “Chiapas y la Revolución Mexicana de 1910-21. Una perspectiva histórica” en el libro Para comprender el mundo actual. Una gramática de larga duración, Ed. Centro Juan Marinello, La Habana, 2003.
12 Sobre esta actitud con vocación de futuro de dicha América indígena rebelde, que en los últimos lustros se ha constituido en un protagonista central de los movimientos anticapitalistas actuales, cfr. Immanuel Wallerstein, “Pueblos indígenas, coroneles populistas y globalización” y “Bolivia, Bush y América Latina”, comentarios números 33 (año 2000) y 124 (año 2003), que pueden encontrarse en el sitio del Fernand Braudel Center, en la dirección de Internet: http://fbc.binghamton.edu. También el texto de Adolfo Gilly “Historias desde abajo”, incluido como introducción en el libro colectivo Ya es otro tiempo el presente, Ed. Muela del Diablo, La Paz, 2003, y la entrevista “Ahora que lo pienso, 50 años después...: Adolfo Gilly recuerda a mineros, mitos y la revolución en Bolivia” en la revista Historias, num. 6, La Paz, 2003, así como nuestros ensayos, Carlos Antonio Aguirre Rojas, “Chiapas, América Latina y el sistema-mundo capitalista” en el libro Chiapas en perspectiva histórica, Ed. El Viejo Topo, Barcelona, 2002, y “Encrucijadas actuales del neozapatismo. A diez años del 1 de enero de 1994” en la revista Contrahistorias, num. 2, 2004.
13 Sobre este complejo proceso de mestizaje cultural, y sobre las complicadas dimensiones que abarca la cultura en general, además de los ensayos citados en la nota 5, puede verse también Bolívar Echeverría, Definición de la cultura, Ed. Itaca, México, 2002, Carlo Ginzburg, El queso y los gusanos, Ed. Océano, México, 1998, Historia nocturna, Ed. Muchnik, Barcelona, 1991, y Ojazos de madera, Ed. Península, Barcelona, 2000. Véase también Carlos Antonio Aguirre Rojas, “El queso y los gusanos: un modelo de historia crítica para el análisis de las culturas subalternas”, incluido como ‘Introducción’ en el libro de Carlo Ginzburg, Tentativas, Ed. Prohistoria, Rosario, 2004.
14 Fernand Braudel ha explicado muy claramente este punto en su brillante libro Civilización material, economía y capitalismo. Siglos XV-XVIII, Ed. Alianza Editorial, Madrid, 1984, (especialmente tomo I, capítulo II, “El pan de cada día”).
15 Para una interpretación más general de esta Revolución Mexicana, desde esta clave esencial y crítica de los tres Méxicos, cfr. nuestro ensayo, Carlos Antonio Aguirre Rojas, “Mercado interno, guerra y revolución en México. 1870-1920” en Revista Mexicana de Sociología, vol. 52, num. 2, 1990.
16 Sobre este maccartismo absurdo y peligroso, que lamentablemente parece que se prolongará por algunos años más, a partir de la reciente reelección de George Bush Jr., cfr. nuestro ensayo, Carlos Antonio Aguirre Rojas, “El maccartismo planetario. América Latina después del 11 de septiembre” en el Suplemento Masiosare del diario La Jornada, del 7 de julio de 2002, “El 11 de septiembre en perspectiva histórica” en el diario electrónico La Insignia, Sección ‘Diálogos’, del 20 de noviembre de 2001, en el sitio http://www.lainsignia.org, y también “11 de septiembre. Balance crítico un año después” en Le Monde Diplomatique, (Edición Colombia), de septiembre del año 2002.
La encrucijada de los tiempos premodernos, modernos y postmodernos en Latinoamérica
Wallerstein, Immanuel (1997) “¿Cambio social? El cambio es eterno, nada cambia jamás.”Memoria No. 100. P del cemos. México, junio 1997.
sobre Oscar Flores Torres, "Monterrey Industrial 1890-2000"
Habla Melesio. Reseña de varias obras
sobre Zárate Toscano, Los nobles ante la muerte en México. Actitudes, ceremonias y memoria (1750-1850),
sobre Verónica Zárate Toscano, Los nobles ante la muerte en México. Actitudes, ceremonias y memoria (1750-1850), México, El Colegio de México, Instituto Mora, 2000.
Por Oscar Iván Calvo Isaza,
Posgrado en Historia y Etnohistoria ENAH
<enchinchados@aol.com>
LA MUERTE EN FUGA, LA MUERTE PRESENTE
Preliminar
Este breve ensayo recoge algunas anotaciones que he realizado a partir de la lectura del libro Los nobles ante la muerte en México. Aquí he preferido explorar de forma libre y no repetir el contenido de la investigación de Verónica Zárate, con la intención de enriquecer y sugerir alternativas para su lectura, sin adelantar una reseña en un sentido formal; así, muchas veces, presento análisis o desarrollos sobre la problemática que son de mi propia responsabilidad y que no aparecen explícitamente en su texto. Trato de señalar un problema relevante para la tanatología histórica en México (que aquí voy a denominar “nacionalización de la muerte”) como una opción interpretativa, en un contexto preciso, de los planteamientos del libro Los nobles ante la muerte. El objetivo de este escrito será indagar, proponiendo algunas hipótesis muy generales, cómo se produjo una mayor diferenciación de en las maneras de aprehender la muerte a partir del siglo XVIII, con referencia al “movimiento” en la sociedad y la cultura novohispana de la época.
La nacionalización de la muerte
El interés sobre la muerte en Europa se relaciona con los cambios geopolíticos que se precipitaron en la segunda posguerra, especialmente tras la descolonización de Asia y África, cuyas implicaciones fueron visibles en planteamientos sobre la otredad con un claro enfoque antropológico. Roto el nexo colonial de viejo cuño, el interés de los investigadores se desplazó de las sociedades no occidentales hacia los países industriales para descubrir, esta vez, lo otro, lo exótico y lo anacrónico que habían sido acallados por el progreso capitalista. Los muertos, reprimidos del pensamiento, esterilizados en los hospitales, arrojados a los extramuros o pulverizados en las cámaras crematorias, tuvieron entonces algo que decir sobre cómo se había gestado la modernidad. Y así, desde la década de los setenta, historiadores franceses como Chaunu, Vovelle y Ariés, propusieron metodologías y modelos interpretativos que sugerían, justamente, la necesidad de estudiar las transformaciones de las actitudes ante la muerte, comprendidas a la manera de estructuras de larga duración.
Hace veinte años, en 1981, Juan Pedro Viqueira afirmaba que " [...] nadie ha hecho una reconstrucción histórica de las actitudes ante la muerte en México, basándose en fuentes primarias [...]." y que esta carencia presuponía observar la originalidad del trato mexicano con la muerte a la manera de un hecho atemporal y común a todos grupos sociales. Ya aquí Viqueira señalaba, aunque sin comprenderlo plenamente, el problema teórico fundamental para la apropiación de la tanatología histórica en la mayor parte de América Latina y, por supuesto, en México: para nuestros países, en oposición a los de Europa occidental, la muerte no es sólo un asunto del pasado, de pura historia o sui generis; se trata, en cambio, de un evento que todavía articula las prácticas sociales de millones de personas y cuyo influjo trasciende, incluso, en formulaciones modernas de nacionalidad.
Con esto no quiero decir que la muerte sea un fenómeno común o invariable entre todos los latinoamericanos y, para saldar dudas, voy a adelantar una definición sintética. La muerte es un acontecimiento que sólo adquiere vida por medio de la actividad humana y cuyo significado únicamente es comprensible en sociedad. La suspensión completa e irreversible de las funciones orgánicas es inherente a la vida de la especie humana, es un hecho biológico, pero no en todas las épocas ni aún en todas las sociedades se ha entendido o entiende idénticamente el fin de la existencia. Nadie sabe cuando nace que la muerte le espera: el óbito, al igual que la vida de los hombres y las mujeres, toma forma por medio del aprendizaje y en esa medida también es un lugar privilegiado para observar en distintos niveles la cohesión y la diferenciación social o cultural.
Siguiendo esta definición puedo arriesgar una hipótesis, a saber, que en la mayor parte de Latinoamérica (con sus límites entre los Andes centrales y Mesoamérica) las actitudes ante la muerte están ampliamente diversificadas histórica, social y culturalmente, o en otras palabras, constituyen un palimpsesto con capas que se sobreponen tanto en el tiempo como en el espacio. Para nosotros la muerte no es un asunto pretérito, pues en nuestros países aún conviven el trabajo ritual con los muertos y al tratamiento aséptico de los cadáveres, atravesados por múltiples estrategias de hibridación cultural, sin que ninguno pueda ser considerado periférico, anacrónico o exótico. A grandes rasgos esto podría ser lo común, pero todavía queda corroborarlo a la luz de los matices que pueda ofrecer cada país o región desde una perspectiva comparada, tarea que sin duda sería uno de los desarrollos deseables y necesarios para enriquecer nuestros conocimientos acerca de la muerte, sin perder de vista su conceptualización problemática como un aspecto particular de los estudios sobre la sociedad y la cultura.
Por lo pronto es posible destacar la singularidad de México, que es el país relacionado directamente con el objeto del presente ensayo. Ésta no se debe, como se cree usualmente, a una mayor cercanía de los mexicanos con su destino trágico, debido a la presencia antigua y la persistencia histórica de las sociedades mesoamericanas. Aunque de hecho tal familiaridad ancestral con los muertos es indiscutible, en otras regiones del continente (v.g. Bolivia) se podría corroborar, con todos los matices, una situación similar. El problema definitivo en el México contemporáneo es más bien la nacionalización de la muerte, como una tradición inventada en los términos propuestos por Eric Hobsbawm porque, precisamente, "nada parece más antiguo, y ligado a un pasado inmemorial" en este país que el culto a los muertos. Me refiero a un proceso por el cual la historia nacional reestructuró las imágenes del pasado, alquimia que le permitió convertir al trabajo con los muertos en una fiesta patria: "La adaptación tomó el lugar de los usos viejos en condiciones nuevas y por el uso de modelos antiguos para propósitos nuevos."
¿Cómo y cuándo se desplegó esta tradición inventada? ¿Será hija del nacionalismo revolucionario y su "México Mestizo"? Si este es el caso, la inversión de significados que genera esta nacionalización, concepto moderno, en una época en la cual la muerte aparece desvalorizada, muestra muy bien la síntesis histórica y cultural mexicana, original y universal a la vez; mientras en otros países se enmarcan las prácticas funerarias de grupos sociales dominados o excluidos como frutos folclóricos, exóticos o de la superstición, en México los muertos hacen parte de los bienes inalienables de la Nación. Pero como en todas las composiciones de esta especie, la voz que llena el espacio sagrado de la patria puede silenciar la presencia de múltiples rumores y, al armonizar tal polifonía, la nacionalización de la muerte hace parecer que ni en el presente ni en el pasado los mexicanos percibiesen la muerte de maneras disonantes.
Hasta aquí no he mencionado en ningún lugar el trabajo de Verónica Zárate Toscano y con premeditación dejé para el final de este apartado mi primer comentario. Además de la impresionante documentación y la versatilidad del texto, cosa que abordaré en el final del siguiente apartado; el mérito más sobresaliente del texto es emprender con gran valor un viaje al pasado, sin caer en la tentación de lo que aquí he denominado la nacionalización de la muerte. No deja de producir sospechas que la historia y la antropología hayan descuidado en nuestro medio investigar las cultura de los grupos dominantes. Situado pues en un contexto historiográfico, como el que intentamos esbozar en las líneas anteriores, se puede comprender la profundidad histórica de un libro que se ha volcado a decir cómo eran las actitudes, ceremonias y la memoria entre un grupo que incorporaba las principales actividades productivas de su época y concentraba buena parte de la riqueza, en qué forma se comportaban, en fin, Los Nobles ante la muerte en México.
Muertos en movimiento, muertes diferentes
Es en el siglo XVIII cuando se verifica el inicio de un largo proceso de separación entre los muertos y los vivos, que sólo puede ser corroborado en la larga duración. La clave que introdujo la Ilustración, a través del pensamiento racional, fue el funcionamiento mecánico del universo; para los contemporáneos dios, el único relojero, no jugaba a los dados, y por eso resultaba posible descubrir la ley fundamental del movimiento. Entonces se consideró al cuerpo humano como una máquina y la ciudad como un organismo viviente, en un continuo más o menos definido entre mecanismo y medio ambiente. Prevalecía, sin embargo, una concepción humoral de la enfermedad, correspondiente a los cuatro elementos que constituían el mundo: agua, fuego, tierra y aire. La inmovilidad del aire, al cual se le adjudicaba una composición orgánica, fue así comprendida a la manera de un peligro inminente para la salud humana; la desorganización de la materia, el incontenible paso de la muerte sobre la tierra, arrojaba a la atmósfera partículas olorosas o miasmas, invisibles pero letales para el equilibrio humoral del cuerpo humano: entonces, la lucha contra enfermedades epidémicas fue asociada al movimiento, único estado que podía purificar el aire y liberarlo de su carga putrefacta.
A través de la razón se pobló todo el universo de fuerzas y agentes dañosos o, incluso se previó la necesidad de purificar la ciudad limpiándola de la pobreza. Higienizar las ciudades requirió hacer que los fluidos circularan libremente y remover la materia orgánica en descomposición, esto es, todo aquello que secretaba la urbe, y esto implicó por primera vez considerar a los cadáveres como desechos orgánicos infectos. Desprovistos de movimiento aparente, difuntos en fin, su enterramiento y exhumación constante en las iglesias producía exhalaciones telúricas, cuya percepción queda clara en la siguiente sentencia de 1793:
Con Dardos aún más activos
Que allá en la Troyana Guerra
Desde el centro de la tierra
Los muertos matan los vivos.
Era preciso moverlos hacia afuera, aislarlos, para librar las ciudades de la enfermedad y, en ese sentido, la formación de cementerios fue par de la apertura de avenidas, la disposición de basureros en extramuros y la construcción de atarjeas, como estrategia de evacuación general de los peligros que acechaban la vida social.
Aunque el carácter insalubre asignado a los cementerios era un lugar común desde el siglo XVI, sería el pensamiento ilustrado el que articularía una nueva actitud ante la muerte, forjada inicialmente en la Francia ilustrada. Después de varias medidas locales en este sentido, finalmente Luis XVI dictó en 1776 una providencia para prohibir, con notables excepciones, el entierro de cadáveres en las iglesias. Con alguna dilación, el imperio español ordenó también en 1778 -Real Cédula del 3 de abril- la construcción de cementerios comunes en un lugar ventilado fuera de las ciudades, y reiteró las prescripciones anteriores con respecto a las personas que podían ser enterrados en las iglesias (aquellas por cuya muerte se siguieran procesos eclesiásticos de virtudes y milagros). Es de notar que esta Cédula Real sería, por lo menos en Nueva Granada, Venezuela y México, la base de la legislación en materia funeraria de las nuevas repúblicas en el siglo XIX. La presencia del cólera después de 1830 (primera manifestación transnacional de esa enfermedad), aunada a la persistencia del tifus, entre otras enfermedades epidémicas, puso de presente tal sincronía. Por lo pronto, esta leve comparación nos permite entrever que durante las últimas décadas del régimen colonial y las primeras del republicano, la medida en cuestión fue adoptada como recurso de contingencia frente a las epidemias y no produjo necesariamente la edificación de cementerios fuera de la ciudad, aunque sí la disposición de camposantos especiales para los cadáveres infectos.
En cada ocasión que se presentaba una crisis de mortalidad abundaban los panfletos, las rimas y los llamados oficiales, a la vez que se aprestaban nuevos terrenos destinados a fosas comunes "bien aireadas"; terminada la epidemia o la hambruna, tal agitación desaparecía y los fondos asignados para edificar cementerios se esfumaban, hasta que aparecían nuevos signos de contagio, infección o escasez. En general, la persistencia del enterramiento elitista ad ecclesia y la definición del cementerio como fosa común estuvo dominada por una inversión de la norma: las "licencias" de inhumación en las iglesias debían precaver el dinero para la edificación del cementerio extramuros. Aunque el conocimiento actual sobre la etiología de las enfermedades epidémicas (derivado de la revolución microbiológica pasteuriana) no concuerda en nada con las definiciones de la época, se puede indicar que la continuidad cíclica del régimen demográfico del "antiguo régimen" coincide en términos generales con los periodos sucesivos en los cuales se difundieron y aprendieron nuevas maneras de vivir la muerte. Si desde finales del siglo XVIII la ciencia ilustrada empezó a trastocar las conductas humanas ante la muerte e introdujo la idea de que ésta podía ser combatida con medidas de higiene, las crisis periódicas de mortalidad -que anulaba total o parcialmente el crecimiento natural de la población-, sirvieron a la manera de umbrales para su significación social.
En la Nueva España la política de "reconquista" borbónica, introducida a cuentagotas en el transcurso del último tercio del XVIII, intentó acomodarse al ciclo de crecimiento mundial entre la segunda y la octava década de 1700: si en ese periodo la minería representó la actividad más dinámica de la Nueva España, encadenando sectores como la agricultura, la producción textil y el comercio, en la misma proporción, los comerciantes urbanos fueron el grupo de empresarios que jalonaron la integración de los mercados regionales en la economía novohispana, y de ésta con el comercio oceánico. Esta época de "prosperidad" y expansión de los mercados estuvo respaldada por una mayor disponibilidad de mano de obra, pero el notable crecimiento demográfico de los dos primeros tercios del siglo XVIII se había detenido ya casi por completo hacia 1770 debido, por una parte, a los episodios de hambre y enfermedad que sufrió la colonia en las décadas siguientes y, por otra, acaso más significativa, a una transformación de las relaciones de la población con los recursos totales disponibles y de la población con los medios producción. La tendencia al alza en los precios y la baja elasticidad de la oferta de alimentos se debió al rezago tecnológico de la agricultura, que impidió un incremento de su productividad y bloqueó una expansión que pudiera tomarle el paso al crecimiento de la mano de obra. A su vez, la continua importancia de la "economía de subsistencia" como estrategia para mitigar las oscilaciones de la economía de mercado, acrecentó los problemas de abastecimiento en las ciudades y llevó la producción de cereales a manos de grandes productores, quienes pudieron especular a su antojo en tiempos difíciles. Este contexto, la persistencia de los precios elevados y las hambrunas en las últimas décadas de la colonia, permite calificar el periodo posterior el "año del hambre" como "una larga crisis de subsistencia de 25 años de duración, puntuada por disminuciones de corto plazo."
El inicio de este periodo crítico coincide a grandes rasgos con la introducción de las nuevas prédicas higiénicas en México, lo que indica una notable contradicción, porque mientras se quería poner a la muerte en fuga, quizá muy pocas veces estuvo tan presente para quienes eran más susceptibles al hambre y la enfermedad. Pero la expansión de la economía ya había dejado una huella definitiva: ¡los ricos se vuelven más ricos y los pobres más pobres! Esto significó que la mayoría de la población se aferrara a sus muertos para intentar combatir a su lado los avatares de un presente incierto, mientras que para las élites una nueva actitud ante la muerte no sólo reportaba la transferencia o imitación de los valores ilustrados europeos, sino su apropiación compleja como elementos de distinción y prestigio en una trama social ampliamente diferenciada. Por eso sería conflictivo comprender la prédica ilustrada sólo con referencia a la enfermedad, pues, en realidad, la racionalización del pensamiento religioso jugó también un importante papel en las políticas que propendían por la exclusión de los cadáveres de las ciudades y la represión del pensamiento de la muerte. En 1766 la Real Audiencia prohibió la asistencia a los cementerios y reforzó la prohibición de ingerir bebidas embriagantes después de la nueve de la noche; en la década siguiente, el administrador del Hospital Real de Naturales cerró el camposanto anexo y prohibió cualquier ingreso. Este hospital, donde se trataban los indígenas enfermos de la ciudad y de los pueblos vecinos, albergaba los cadáveres de aquellas personas que habían fallecido allí, incluso durante las epidemias. Al reiterar tal decisión el virrey argumentó, en 1779, que el culto se convertía en una fiesta, en la cual se comía y bebía en relación directa con los sepulcros. Medidas como éstas para erradicar el trabajo con los muertos de la ciudad, ponen de relieve el repudio de las élites ilustradas a las prácticas funerarias de los indígenas (comprendidas también cómo una oportunidad de trasgresión social) y la nueva versión de la fe que pretendían imponer.
Cabe resaltar que la iglesia católica compartía la racionalización de las prácticas mortuorias como parte de una religión más personal y más íntima, opuesta a la exuberancia barroca. Pero otra idea tenían en mente los gobernantes ilustrados para quienes la muerte confería un poder extraordinario al clero. No se puede perder de vista, por un lado, que muchos conventos y parroquias obtenían la mayor parte de sus ingresos a través de los pagos por el derecho de inhumación y, por el otro, que los legados testamentarios (el más común en forma de capellanías) permitieron al clero amasar grandes capitales y controlar el crédito en la Nueva España. Al invertir los términos en que las ha estudiado la economía histórica, podríamos comprender de una manera alternativa estas instituciones basadas en el dominio del más allá: si la prohibición en 1770 de los legados adjudicados in articulo mortis expresa ya la tensión que podía generar la economía de la salvación, la consolidación de vales reales y la redención de capitales en manos muertas (1804) fue una fórmula radical de enajenación de las oraciones para los difuntos por parte de un poder terrenal.
Todo esto lo podemos comprender mejor con el libro de Verónica Zárate, quien, a través de un cuerpo documental muy sólido, analiza la manera cómo un grupo social determinado, la nobleza, pensaba, actuaba, sentía, imaginaba y moría en México entre 1750 y 1850. La huella que articula su investigación es el testamento (el punto de vista del testador), pues a partir de él se construye un tejido de relaciones complejas con diversos materiales (otros puntos de vista) y se crea una fuente original de análisis cuantitativo: la base de datos Nobleza Mexicana. La autora comprende y explica con claridad los alcances y limitaciones de los testamentos (actores, tipos, estructura y contenido), por y para quiénes, cuándo y cómo fueron producidos estos documentos. La parca está allí, pero los documentos no sólo refieren a ella. Al considerar "[...] que las actitudes ante la muerte reflejan características de un grupo social determinado.", se remite al estudio de la nobleza (origen, actividades, sustento, titulación, prestigio y honor), para descubrir que los estereotipos dominantes después de la independencia (ociosidad y parasitismo) pueden ser cuestionados o, por lo menos matizados, acudiendo a la información disponible. Incluye también en su trabajo a la familia (cónyuges, descendencia, allegados y criados), en cuanto ésta representa un medio social de aprendizaje clave para estudiar las tradiciones y la memoria que promueven o desestiman ciertas actitudes y conductas entre la nobleza; además, ofrece datos valiosos sobre la concepción patrimonial del parentesco y el dominio patriarcal del clan de élite.
Por medio de los testamentos, cómo no, Verónica Zárate nos guía por las encrucijadas del alma entre algunos nobles (mundo divino, santos, intercesores celestes y terrestres), para describir la manera en qué el "más allá" obra milagros en el "más acá" construyendo templos y legando un dinero obligado para varias misiones; erigiendo, asimismo, cuantiosas capellanías para que los párrocos rezaran millones de padrenuestros y oficiaran miles de misas por el eterno descanso de su alma. La autora relata con pormenores del transe fatal (enfermedad, agonía, confesión, comunión, extremaunción, expiración, comunicación de la muerte y el duelo) y los rituales funerarios solemnes (procesión, formas y lugares de enterramiento, misas, honras, piras y epitafios).
Un aspecto que vale notar acerca de este libro es la acertada inclusión de un balance historiográfico de las investigaciones sobre las actitudes ante la muerte entre la nobleza francesa española y americana, definiendo desde una óptica comparada su problema de investigación. En el siglo de Las Luces esto tenía un significado especial porque las imágenes cortesanas metropolitanas eran el punto de referencia obligada para la aristocracia titulada en América. El aparato bibliográfico trabajado por la autora le permite, además de notar las comunidades con la nobleza ultramarina, destacar cuando es preciso las diferencias y la especificidad del caso novohispano.
En Los nobles ante la muerte la constitución de una aristocracia titulada corresponde a un proceso tardío en América, particularmente marcado en el siglo XVIII. Los nobles refrendaron su posición en la sociedad a través del honor, el prestigio y el parentesco, exteriorizados en el boato y la distinción que están presentes en todos los actos de su vida; la muerte, justamente, representa un acontecimiento en el cual se pueden observar los nexos entre lo terrenal y lo celeste, lo privado y lo público, lo colectivo y lo individual, como requerimientos específicos de cohesión de este grupo social, aprendidos y memorizados eficazmente. Al testar los nobles precavían los asuntos terrenos, pero también debían ocuparse de sus almas, así “pueden distinguirse -afirma Zárate- al menos tres distintos momentos en torno a la muerte. El primero, de naturaleza más intima, tenía características tan específicas como la familia en cuyo seno se producía el deceso. El segundo rompía el ámbito de lo familiar y permitía la intervención de elementos externos que sancionaban la muerte desde el punto de vista religioso, político, médico, jurídico, social. Finalmente, el difunto ingresaba totalmente al dominio público y se hacía acreedor a todo tipo de demostraciones hacia su persona y sus sobrevivientes.”
Verónica Zárate plantea que las observaciones de Vovelle sobre la descristianización de las actitudes ante la muerte no se reprodujeron en México en el periodo de su estudio (1750-1850), pero admite que sí se generaron nuevas conductas ante la muerte, correlativas a una fe liberada de sus ataduras mundanas: “la piedad se fue manifestando paulatinamente en una forma más íntima, menos apegada a los detalles materiales”. Hacia el final del siglo XVIII se hizo perceptible un interés cada vez mayor por ser enterrado sin el fausto que caracterizó las celebraciones barrocas, prefiriendo un cierto anonimato (que no deja de ser ostentoso) y las misas por sus almas.
Una sugestiva propuesta, no desarrollada en Los nobles ante la muerte, se deriva de la cesación de títulos nobiliarios en 1826 y el cambio del estatus jurídico de los nobles en la república. Aunque los aristócratas participaron en ambos bandos durante la lucha de independencia, algunos se asimilaron rápidamente al nuevo régimen. Aún más, unos valores sacros hasta entonces no reconocidos se perfilan ahora en epitafios de los antiguos nobles: "distinguido y virtuoso ciudadano" o "firmó el acta de independencia de México". Lo anterior indica la importancia que adquiere la madre patria, como significante de la muerte, y ella misma en tanto portadora de los valores sagrados de la patria. Una imagen especial, ya no de un noble blanco sino de un mestizo mexicano, encajada en un cementerio del centro de la ciudad de México, revela este proceso con claridad: es una piedad, pero no ya la cristiana sino la piedad de la patria, sobre cuyos brazos descansa el benemérito Benito Juárez.
Conclusión
Cuando investigamos sobre la muerte nos arriesgamos a excavar fragmentos de nuestra vida y siempre encontramos señales de nuestra propia muerte, acaso por la impronta trágica de la historia. Y es que la muerte es un problema capicúa para el saber sobre el pasado, porque los muertos sólo existen en la memoria de los vivos y, la historia, al estructurar una memoria dispersa y otorgarle sentido para el futuro y el presente, vitaliza las reliquias de los seres humanos que nos precedieron. ¿No es una paradoja que la muerte se constituya en una de sus preocupaciones? ¿Toda las historias son tanatológicas? Si como afirmamos en principio la representación de la muerte como algo "muy mexicano" es histórica y está inextricablemente unida el proceso de la construcción de la nación, se deducen algunas preguntas posibles y necesarias para la historiografía. Pero el vacío encontrado por Viqueira en 1981, veinte años después se ha transformado en un nuevo espectro de interpretaciones sobre la muerte, enriquecidas por la demografía, la antropología y la historia de la ciencia. Su continuidad, no obstante, más allá del actual auge del tema en nuestro medio, depende de la capacidad de plantear problemas universales desde una perspectiva nacional y latinoamericana, sin participar a ojo cerrado en las tentativas para homogeneizar (o en el extremo opuesto, para hacer completamente irreconciliables) las maneras como se ha comprendido y comprende la muerte, aquella que esta en fuga, la de los otros, la nuestra, la presente.
Referencias Bibliográficas
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Oscar Iván Calvo Isaza,
Etnohistoria ENAH,
enchinchados@aol.com
sobre Rodríguez-Shadow y Shadow. "El pueblo del Señor: las fiestas y peregrinaciones de Chalma"
Rodríguez-Shadow, María J. y Robert D. Shadow. El pueblo del Señor: las fiestas y peregrinaciones de Chalma, México, Universidad Autónoma del Estado de México, 2002.
1-EL SEÑOR DE CHALMA
Glorioso Señor de Chalma
padre de mi corazón
adoro con toda el alma
tu dichosa aparición
En las cosmovisiones socioculturales de los pueblos, la religión juega un importante papel: la concepción del universo, las fuerzas divinas, los ritos y prácticas cotidianas o festivas, desde lo personal hasta lo colectivo, las identidades y las subjetividades. La religión constituye básicamente un sistema de creencias y prácticas relacionadas con lo sagrado, como ya señaló Durkheim.
Y dentro de la religión, la religiosidad popular es un campo enorme y fascinante, y seguramente en auge en los últimos tiempos, según se observa cotidianamente e nuestro alrededor. Sobre religiosidad popular y en torno a la imagen del Señor de Chalma gira el libro de María J. Rodríguez-Shadow y Robert D. Shadow. Un viaje histórico y actual en torno al Santuario, el Señor y los diversos sujetos sociales, relaciones y procesos que tienen lugar en su honor o a su alrededor, en el pasado y especialmente en nuestros días. Un trabajo descriptivo y minucioso que narra peregrinaciones, danzas, fiestas, así como el contexto histórico, geográfico y social. Se sumerge en fuentes bibliográficas y registra trabajo de campo en el lugar. Abarca así de una forma compleja y completa, diversos acercamientos que completan un buen trabajo antropológico.
Leyendo este libro recordamos nuestras visitas al santuario, reelaboramos lo que habíamos visto de forma superficial, comprendemos sintiendo y nos explicamos analizando, ese microcosmos que es reflejo de un universo social, cultural y religioso que nos envuelve. Nos vemos entre los comerciantes, los peregrinos, los danzantes, junto a las cruces, frente al atrio, y ante la talla del Cristo ofreciendo veladoras, cuyo humo se lleva y le comunica nuestros sueños y nuestros más íntimos deseos. Así, miles de gentes encuentran consuelo y protección, un cachito de esperanza en sus vidas, como otros lo hallan ante un psicólogo o una amiga; además de fiesta y diversión, convivencia, recreación y espiritualidad.
El santuario de Chalma al sureste del Estado de México (municipio de Malinalco) se encuentra en una zona pobre y aislada. Hoy cuenta con 12,000 habitantes, que se dedican a actividades mercantiles, especialmente al comercio -fijo o ambulante-, y en menor medida agrícolas. Allí llegaron los agustinos en la época colonial, y como en varios rincones del continente americano, encontraron una conversión formal más que real por parte de la población indígena de la región, por lo que se hizo necesario -según ellos- suplantar a los dioses indígenas por el "verdadero". La fundación del pueblo de Chalma surge en función del convento, con las personas que le servían o trabajaban para él.
Sobre la aparición o hallazgo de la imagen del Señor, hay varias fuentes y relatos que circulan. Lo que se cree es que ya el lugar era un centro de peregrinación prehispánico -con la supuesta adoración a Ostoc Téotl-. Alrededor de 1539 en una cueva tuvo lugar un suceso entre indígenas idolátricos y frailes, que dio lugar a la presencia del santo Cristo que hoy se adora, o a la talla original del mismo -ya que fue destruida parcialmente en un incendio en el siglo XVIII-, con posterioridad trasladada al santuario.
"Esta imagen es verdaderamente impresionante; es la viva representación del sufrimiento, con la que sin duda se identifican muchos de los fieles que le rezan con fe" (pg. 41). Por supuesto, lo importante no es la historia o la autenticidad de los hechos, la relación de los fieles con la imagen es básicamente emocional, como señalan María J. Rodríguez-Shadow y Robert D. Shadow.
Varios son los milagros narrados con que cuenta en su haber el Señor de Chalma. Y como en todo santuario peregrino que se precie se encuentra la presencia de pintura votiva y exvotos, a modo de testimonio de los beneficios recibidos por el Señor.
"El culto local al santo patrono se halla habitualmente en manos de los pobladores, organizados en grupos corporados denominados mayordomías, organizaciones religiosas de gestión laica que muchas veces actúan al margen de la tutela de las autoridades eclesiásticas, en ocasiones contra ella y en otras, a pesar de ellas" (pg. 94). También hay un "segundo tipo de visitas al santuario es el de las peregrinaciones puramente circunstanciales, es decir, que no están estructuradas por una mayordomía. En este caso los devotos pueden llegar en camión o incluso caminando en grupos de familiares, amigos, vecinos o compañeros de trabajo, y los singulariza su carácter masificado, inorgánico y extremadamente fluido" (pg. 94-5).
El ciclo de fiestas y peregrinaciones religiosas es rico y variado, como indican los autores en una descripción pormenorizada de las mismas. Está la Feria de Reyes (del 4 al 7 de enero); Feria del Primer Viernes de Cuaresma (del 9 al 17 de febrero, fecha variable); Feria de Semana Santa (del 24 al 31 de marzo, fecha variable; Feria de Pascua de Pentecostés (12 al 19 de mayo, fecha variable); Fiesta del Primero de julio; Feria de Navidad (21 al 26 de diciembre).
Algunas fiestas son acontecimientos más festivos, otras, se centran en cuestiones de carácter penitencial ligado a mandas y promesas, peticiones y pagos de favores ya recibidos. El paseo por las cruces situadas en los cerros aledaños, levantadas por los fieles producto de una promesa por un favor recibido, es una tradición. Como lo es la peregrinación que llega a las puertas del santuario ante la imagen del Señor.
Las danzas de diversa índole son ritos centrales. "Los grupos de danzantes están organizados según el patrón de los cargos tradicionales, en torno a una imagen que puede coincidir (o no) con el patrono del pueblo. En algunos casos el grupo constituye una verdadera hermandad socio religiosa en cuyo ámbito los danzantes se desenvuelven en casi todos los aspectos de su vida" (pg. 167). La danza Gitana, la de Los cañeros, la de Los doce pares de Francia, entre otras, son luchas entre moros y cristianos u otro tipo de representaciones dancísticas colectivas. Alegres y coloridas, gustan al visitante.
Las mayordomías y la organización de las festividades y el culto comunitario están bien asentados alrededor de las peregrinaciones y ferias. El sistema de cargos, originalmente impuesto por los conquistadores a los pueblos indígenas para su control, ahora se utiliza "Para llevar adelante los festejos religiosos de cada barrio, en los que rendían culto a un santo que les representaba, se nombraba un mayordomo. Éste podía solventar económicamente los gastos de la fiesta o solicitar el apoyo de los vecinos" (pg. 170). "Las mayordomías de los pueblos que organizaron a los grupos que asistieron de manera corporada al santuario de Chalma colaboraron de diversas maneras en el lucimiento de las ferias a las que asistieron, ya sea con sus danzas, con las "portadas" que colocaron, con la música de mariachis o de banda que aportaron, con los "regalos" que les llevaron, ya fueran florales, de ceras o pecuniarios" (pg. 172).
Eso sí, basura y contaminación, reina en el lugar, ante la indiferencia de los agustinos o las autoridades. Estos frailes utilizan un lenguaje abstracto ininteligible para sus fieles, los cuales parecen escuchar distraídos e ensimismados. Pero eso no importa, lo que es de verdad central es su relación directa con el Señor de Chalma, sus peticiones personales y familiares, su viaje en colectivo, su recreación cultural y espiritual. Otra cuestión importante es la constatación de la devoción entre los sectores populares menos favorecidos, por decirlo de alguna manera, por el aspecto que tienen, los relatos en las entrevistas sobre sus ocupaciones, etc.
Los autores concluyen que "Existen posibilidades de que las celebraciones, fiestas, sistemas de cargos y peregrinaciones que conforman el eje de la religión popular continúen siendo un mecanismo privilegiado de la vida social y la organización económica, política e ideológica de los pueblos y las comunidades indígenas de Mesoamérica. Y en virtud de que estas estructuras no permanecerán estáticas, los sistemas rituales y religiosos populares se modificarán, adoptarán nuevas y creativas modalidades, en suma, se transformarán en formas inéditas" (pg. 175). Y es que ante la crisis -intrínseca al sistema- la religiosidad popular goza de buena salud, y los centros de peregrinaje religioso, cada vez parecen más solicitados por turistas, viajantes, creyentes y personas con problemas que piden y agradece, vuelven a solicitar y vuelven a dar las gracias, en una espiral de necesidad y fe.
Lo que se busca en este caso, como en otras expresiones o manifestaciones de la religiosidad popular, "en su acercamiento al ser divino no es la salvación de su alma, sino una ayuda de tipo práctico: protección contra enfermedades y accidentes, tanto para ellos como para sus seres queridos y sus animales, recibir las lluvias a tiempo, alejar el granizo de sus cultivos y otros favores y beneficios de carácter personal. Por ello, la imagen divina aparece como un personaje que prodiga sus dádivas entre este estrato subordinado de la sociedad. Dar y recibir a través del personaje sagrado representa el punto de partida del evento religioso popular: todo se organiza en torno a ello: las danzas, la peregrinación, los cuetones, la música, las aspersiones, la misa, las flores, la comida, las bendiciones, el establecimiento del parentesco ritual y las procesiones" (pg. 177).
Y es que "en términos generales puede decirse que los santuarios constituyen lugares privilegiados para el estudio de estas expresiones de religiosidad popular, ya que el santuario se considera un centro sagrado en donde reside la imagen venerada, lugar que debe ser visitado para implorar y buscar seguridad y protección. Estos lugares que pueden ser, como en este caso, cuevas, grutas o fuentes constituyen, al mismo tiempo, puntos de contacto con el cielo, así como el inframundo. Estos sitios son sumamente especiales porque son espacios favorables para la súplica y la propiciación de las fuerzas sobrenaturales, por el tipo de circulación de energía que se establece. La imagen sirve para transmitir la energía humana de amor, adoración, compromiso y ofrenda y devuelven la energía divina en forma de consuelo, gracia y milagro" (pg. 177).
Por su parte, como se menciona en la obra, las peregrinaciones son un drama cultural, variable y ambiguo, un "ritual de agradecimiento por el favor obtenido o el gesto de la súplica en el momento de la angustia. Para otros puede tener un sentido de reto: "(Apuesto) ¡A que sí llego caminando hasta Chalma!" Para otros más puede tener un sentido lúdico, como de "salir de vacaciones", "ir de pachanga", con el sentido de realizar una actividad para romper la cotidianidad. O de la reactualización de un compromiso" (pg. 179).
Otra cuestión que subrayan los autores es el carácter laico de la gestión ceremonial. Las marchas rituales que constituyen las peregrinaciones van del espacio no-sagrado al sagrado que es el santuario, lugar de condensación de esto último. "La motivación de esta marcha es la posibilidad de establecer un contacto con lo divino, bien para beneficiarse de su poder mediante el establecimiento de un pacto de reciprocidad sellado con la realización de ritos propiciatorios: ofrendas, sacrificios y plegarias, o bien, para reproducir acontecimientos ya realizados en otro tiempo y en otro lugar; esa marcha debe tener además un claro sentido ascético y penitencial" (pg. 180). Todo este ritual de ofrendas, sacrificios, plegarias y limosnas tienen la función de sellar el pacto de ayuda entre los seres humanos y las fuerzas sobrenaturales.
Y es que hay momentos en la vida de las personas o la de los pueblos, que se hace necesario elevar la mirada a los cielos, buscar ayuda en el más allá, confiar en seres divinos, porque la dureza de la vida cotidiana es tal, que destruye cualquier esperanza, ahoga soluciones, asesina sueños, despierta fantasmas. Y sólo las imágenes y rituales religiosos despiertan ya a confianza. Eso, sin olvidar o perder de vista el carácter compensatorio de recreo, convivencia y fiesta que una peregrinación al santuario también significa. Porque no todo es llanto en esta vida, como y tampoco, todo es risa y alegría.
Adiós Cristo milagroso
adiós brillante lucero
adiós santuario dichoso
hasta el año venidero
Anna Fernández Poncela
Investigadora y docente del Departamento de Política y Cultura de la UAM
