Artículo

La familia en México en la época colonial

Autor: 
Pilar Gonzalbo Aizpuru
Institución: 
El Colegio de México
Síntesis: 
LA FAMILIA EN MÉXICO EN LA ÉPOCA COLONIAL
 
 
Centro de Estudios Históricos, El Colegio de México
 
La formación de los modelos familiares
 
El impacto de la conquista sobre el mundo mesoamericano tuvo repercusiones en todos los terrenos; la familia y las formas de convivencia doméstica no fueron excepciones. Los castellanos aportaron sus propias concepciones y costumbres, pero ya que no habían llegado a un territorio desierto se produjo el choque inevitable y el posterior intercambio entre dominadores y dominados. En Castilla era notable la diferencia entre la importancia concedida a los linajes de las "casas" señoriales y la espontánea solidaridad entre parientes de origen modesto, sin timbres nobiliarios que defender. Por otra parte, la población del México prehispánico daba gran importancia a los lazos familiares, de modo que las antiguas rutinas y tradiciones tuvieron que armonizar con los nuevos criterios.
 
Cuando los cronistas se referían a la vida familiar en Mesoamérica era frecuente la mención de la "parentela", término algo ambiguo en el que quedaban incorporados parientes consanguíneos o políticos e incluso allegados sin lazos familiares reconocidos, ya fueran o no corresidentes. Reconocían así la importancia de las lealtades familiares, compatibles con la forma más común de convivencia, que era, como en casi todos los pueblos de occidente, la familia nuclear. También es constante cuando los autores se refieren al régimen doméstico, el reconocimiento del orden imperante, bajo la indiscutida autoridad de los varones de más edad, que contaban con la dócil sumisión de las mujeres, fueran hijas o esposas. Entusiasmados al valorar aquellas costumbres afines a las recomendadas por la moral cristiana y que se fomentaban en las escuelas de los templos, los frailes evangelizadores ensalzaron la castidad de las doncellas y la austeridad de los jóvenes. La realidad era, sin duda, más compleja de lo que ellos quisieron ver, porque el rigor en la formación del carácter de los niños y el mantenimiento de la virginidad de las niñas eran exigencias impuestas a las familias prominentes, precisamente con el fin de justificar los méritos de su estirpe: los nobles y sacerdotes demostraban así su mayor perfección humana, que podían alcanzar por el hecho de ser nobles, lo cual demostrarían en el futuro desempeño de sus tareas superiores, religiosas y de gobierno. Los macehuales o gente del común practicaban costumbres más flexibles, entre las que se aceptaban las relaciones prematrimoniales y el divorcio.
 
La formalidad de los enlaces, celebrados con ceremonias precisas y con un ritual reconocido, y la monogamia generalizada inclinaron a los teólogos a considerar que las uniones de parejas anteriores a la conversión al cristianismo podían considerarse verdaderos matrimonios de derecho natural. Tan sólo se requería que los cónyuges se hubieran unido voluntariamente, con "affectus maritalis" y con la debida solemnidad. Después de arduas discusiones y estudios, se consideró que la poligamia de los nobles era una excepción, que no afectaba a la legitimidad de la institución matrimonial y que era susceptible de remediarse siempre que el marido, el único que estaba en condiciones de elegir, decidiera con cuál de las esposas había contraído verdadero matrimonio, lo que según el derecho canónico correspondía a la primera con la que se unió con el debido conocimiento, libertad e intención de mantener un afecto duradero.
 
Pese a las evidentes diferencias entre los modelos familiares mesoamericano y cristiano, la integración de ambas tradiciones no fue muy difícil, si bien dio pie al arraigo de nuevas costumbres, ajenas igualmente a ambas culturas. Salvada la resistencia de los primeros momentos, los nobles o caciques, interesados en aprovechar las ventajas que la asimilación a la sociedad colonial les ofrecía, aceptaron sin mucha resistencia, y quizá algunos simplemente fingieron el rechazo de sus creencias y de sus esposas a cambio de conservar algunos privilegios y asumir el papel de mediadores entre los conquistadores y sus propios vasallos. El aparente abandono de sus anteriores familias se resolvió, en muchos casos, al situar las viviendas de todas las que habían sido desechadas en torno al mismo patio en que ellos conservaban su residencia, compartida con la esposa elegida como única. Al mismo tiempo, la monogamia obligatoria y la creciente movilidad de que disfrutaron los macehuales propició el relajamiento del antiguo rigor, ya que desaparecía la responsabilidad de mantener a todos los hijos procreados con diferentes esposas o compañeras. Esta nueva libertad coincidía con el establecimiento de otras autoridades y la ruptura de las viejas lealtades, que había propiciado la decadencia del antiguo respeto a los superiores y de la rigurosa distinción de las jerarquías. Los funcionarios reales denunciaron los vicios derivados de la ruptura de los tradicionales lazos de obediencia a los señores locales y el debilitamiento de los mecanismos comunitarios de control.
 
A medida que la expansión colonizadora ocupaba tierras al norte de lo que había sido el señorío azteca, los castellanos encontraban poblaciones nómadas o seminómadas con costumbres muy diferentes, impuestas por las duras condiciones del medio ambiente. Los misioneros franciscanos y jesuitas aprovecharon el sistema de congregaciones o reducciones para vigilar directamente el comportamiento de los neófitos quienes, poco a poco, y ya que cambiaron su modo de vida y pudieron sobrevivir gracias a la agricultura y la ganadería, abandonaron costumbres como el aborto o el infanticidio, que habían sido inevitables durante las duras peregrinaciones por el desierto.
 
Ante las novedades americanas, la legislación civil vigente en Castilla tuvo que sufrir adaptaciones y la ley canónica se sometió a análisis y reinterpretaciones. En las Leyes de Indias hay muy pocas referencias a la familia, que a falta de disposiciones específicas debía regirse por los códigos supletorios, prescindiendo de los fueros municipales vigentes en gran parte de Castilla, que no existieron en América. En consecuencia, se recurrió a las Leyes de Toro, al Ordenamiento de Alcalá, el Fuero Real y las Siete Partidas. Las normas promulgadas por el Concilio de Trento tuvieron impacto sobre el derecho canónico, pero es importante recordar que los decretos tridentinos no se aplicaron en la Nueva España hasta después de 1585, cuando se reunió el Tercer Concilio Provincial Mexicano. Habían transcurrido más de 60 años desde la conquista y se había formado una sociedad ignorante de las novedades contrarreformistas. Durante ese tiempo se obedeció la ley civil que regulaba los amancebamientos y permitía, e incluso recomendaba, las uniones de barraganía de los militares y funcionarios que estuvieran obligados a permanecer largo tiempo lejos de Castilla en tierra conquistada. Estas uniones se formalizaban ante escribano público siempre que ambos fuesen solteros y ellas gozasen de buena fama y fueran mayores de edad. Los capitanes de Hernán Cortés que se unieron con hijas de caciques lo hicieron así, ante el capellán del ejército, en solemnes ceremonias. Los hijos naturales nacidos de estas uniones durante la primera época fueron plenamente aceptados, legalmente pudieron disfrutar de herencias y encomiendas y se incorporaron a la naciente aristocracia novohispana.[1] Muy diferente debía ser la situación de los descendientes de relaciones de concubinato, es decir, cuando al menos uno de los progenitores era casado o comprometido con votos religiosos, por lo que sus descendientes carecían de tales derechos y sólo pudieron recibir las donaciones que sus padres les hicieran en vida.
 
En la práctica las diferencias no fueron muy profundas, hasta el grado de que pocas décadas después de la conquista era difícil saber quiénes eran hijos legítimos y quienes ilegítimos, fueran mestizos o castellanos. Para cuando ya mediado el siglo XVII se impuso un mayor rechazo hacia las relaciones de amancebamiento, y la consiguiente marginación de los hijos ilegítimos, una gran parte de las familias procedía de tales uniones y no habría sido fácil acreditar la absoluta legitimidad de los linajes más prestigiados como descendientes de conquistadores.
 
La complejidad de la familia urbana
Antes de finalizar el siglo XVI ya se habían definido la ciudad y el campo como las dos grandes áreas diferenciadas tanto por el origen étnico de la población como por las diferentes costumbres y formas de relación familiar.
 
Nunca hubo un rechazo explícito a cualquier proyecto de integración de los indígenas a la sociedad española. Más bien al contrario, durante los primeros años de dominio de la corona de Castilla fueron muchos los conquistadores que solicitaron por esposas a hijas y viudas de caciques que podían aportar como dote tierras, vasallos y encomiendas. También, aunque fueron menos frecuentes, se realizaron matrimonios entre doncellas españolas y nobles indios. Aun los miembros de la élite indígena que no participaron en el mestizaje biológico, lograron insertarse en el grupo más distinguido al aceptar con aparente entusiasmo la religión cristiana, adoptar la lengua y la ropa propia de los señores españoles y al hacer uso de los recursos que la ley castellana les proporcionaba en defensa de sus bienes y privilegios. Recibieron los sacramentos de la Iglesia, educaron a sus hijos en escuelas religiosas, hicieron generosas donaciones para obras pías y participaron en cofradías y congregaciones.
 
En contraste con esta minoría, una gran parte de los indígenas "del común", los que no tenían privilegios ni bienes que defender, permanecieron apegados a sus costumbres, haciéndolas compatibles con las nuevas normas. Sólo las fueron desechando paulatinamente, y más por conveniencia e influencia del ambiente que por imposición autoritaria. De ahí que en el campo, aislados de influencias extrañas, conservasen durante siglos las rígidas rutinas de respeto a los mayores y la aceptación de matrimonios arreglados sin participación de los interesados. Obligados a bautizarse y a cumplir con los mandamientos de la religión católica, el matrimonio pudo ser una ceremonia superpuesta a su propio ritual, que incluso le daba mayor lustre y reforzaba el compromiso ante la comunidad, así como la misa dominical era la rutina propia de los días festivos. La elección de pareja (a cargo de la familia), las edades de los novios (tempranas para ambos y cercanas entre sí), el cuidado de los hijos y la residencia (generalmente patrilocal) se mantuvieron acordes con la tradición prehispánica, al margen de intromisiones extrañas. Por eso en los pueblos, haciendas y comunidades, en donde sólo podían residir los indios, se conservaron sus costumbres ancestrales, modificadas apenas por las visitas ocasionales del párroco o doctrinero que llegaba de cuando en cuando para bautizar a los nacidos durante su ausencia, casar a las parejas a quienes faltaba la bendición eclesiástica y decir unos responsos por quienes fallecieron en el mismo periodo.
 
En las ciudades la situación fue muy diferente, porque fracasó desde el primer momento la pretendida separación de las dos repúblicas, de españoles e indios. Con ella se había pretendido proteger a los naturales de los abusos y malos tratos de que eran objeto por parte de los españoles, cuyo ejemplo era sin duda pernicioso. Las precauciones fueron inútiles: a los españoles les convenía que los sirvientes y artesanos indígenas vivieran cerca, dentro de la "traza" urbana y aun en su misma casa; al mismo tiempo, muchos negociantes conseguían burlar la prohibición de que los indios vendieran sus tierras y les compraban las casas situadas en lugares propicios para el comercio. Además pronto hubo muchos españoles y mestizos pobres que se instalaron a vivir en los barrios de indios.
 
El grupo de origen africano fue el elemento decisivo en la composición urbana y el que introdujo una diferente tradición cultural. Al principio fueron muy pocos y no llegaban por trato directo, eran procedentes de Sevilla y destinados al servicio en algunas casas señoriales; pero no tardaron en multiplicarse, no sólo por la llegada de nuevos esclavos, ciertamente numerosos a partir de 1580, sino sobre todo al mezclarse con indios y españoles, con lo que paulatinamente se diluyeron entre los llamados mulatos, zambos, moriscos, lobos, coyotes, etc. La denominación de castas se aplicó originalmente a quienes tuvieran algún antepasado esclavo, aunque se generalizó a todos los que no fueran españoles ni indios, de manera que los libros parroquiales registraban como castas a cuantos reconocían alguna mezcla racial en su familia, e incluso algunos indios, que deberían haber recibido los sacramentos en su propia parroquia.
 
En las regiones agrícolas, en particular en los ingenios azucareros, fue común el empleo de esclavos como mano de obra; las condiciones de trabajo fueron muy duras y la vida doméstica dependió más de solidaridades ocasionales que de lazos de parentesco. En barracones o en cabañas, las afinidades afectivas y los recuerdos del pasado africano se combinaban para crear comunidades que sustituían a las posibles familias. La dificultad de relacionarse con miembros de otros grupos se manifiesta en la elevada endogamia étnica, que alcanzó el 69% entre los hombres y 82% entre las mujeres. Muy pocos esclavos trabajaron en las minas, sin duda porque resultaba más rentable la contratación de trabajadores libres, cuya salud no era responsabilidad del patrón y que tenían mayor empeño en obtener el mineral de mejor calidad. Y los esclavos domésticos de las ciudades pudieron disfrutar de unas condiciones mucho más favorables; la cercana convivencia con sus amos creaba relaciones de aprecio mutuo que con frecuencia culminaban en la manumisión, además de que podían ocupar parte de su tiempo en actividades lucrativas mediante las que ahorraban para comprar su libertad. Si bien no pudieron elegir pareja con absoluta autonomía, pudieron confiar en una menor intromisión en sus decisiones puesto que tenían la posibilidad de relacionarse con una numerosa población, y la convivencia conyugal no requería que se trasladasen grandes distancias. De hecho, su arraigo familiar y el apellido que adoptaban correspondían muchas veces a la familia de sus amos, que entre las mujeres no era raro que fueran también los padres de sus hijos.
 
En la capital del virreinato, y en otras ciudades con numerosa población, se reunieron representantes de todos los grupos a los que se clasificaba por su "calidad" más que por el color de su piel. Sin duda el origen étnico influía en las consideraciones de calidad, pero también la situación económica, el prestigio profesional, el reconocimiento social e incluso la legitimidad del origen familiar. La flexibilidad de este concepto facilitó el traspaso de las llamadas barreras del color, que nunca fueron tales barreras o al menos no fueron insalvables. En las últimas décadas del domino español y puesto que reconocían el fracaso de los intentos de segregación, las autoridades de la metrópoli reprendieron agriamente a los prelados novohispanos por el evidente descuido en el registro de las calidades de los feligreses de sus diócesis. Tras reiteradas reclamaciones, el arzobispo Fonte respondió sin la menor disculpa ni propósito de enmienda; por el contrario, advirtió que lo único que las parroquias debían y podían acreditar era el cumplimiento de la recepción de los sacramentos y que, por lo tanto, los comprobantes de bautizo, defunción o matrimonio no podían utilizarse en ningún caso como certificados de calidad (lo que sin embargo se hacía). Incluso explicó que los párrocos aceptaban la declaración de los interesados aun cuando fuera evidente que lo que decían era falso.
 
Sólo contadas familias entre las más distinguidas, de acreditado y limpio origen hispano, pusieron especial empeño en conservar su abolengo mediante enlaces ventajosos dentro de su propio nivel, mientras que los españoles pobres, que eran casi todos, se mezclaron sin prejuicios con miembros de las castas. Tan irrelevantes eran estas mezclas que ni siquiera se consignaban en los libros de matrimonios, en los que sólo excepcionalmente se encuentran referencias a la calidad de los contrayentes antes el último tercio del siglo XVIII. Incluso en los expedientes previos al matrimonio, tramitados en la vicaría eclesiástica, son mucho más completas las referencias a enlaces de parejas de la élite. Además, las capitulaciones matrimoniales y las cartas de dote dan testimonio de la importancia de los bienes materiales en la consolidación de fortunas familiares.
 
La dote, aportación femenina de bienes materiales destinada a contribuir a sustentar "las cargas del matrimonio", tenía también cierta trascendencia para el futuro de la esposa. Hubo maridos que justificaron su mala conducta porque ella ni siquiera había aportado dote, otros se quejaron de la actitud altanera de ellas porque su dote había sido cuantiosa, las huérfanas acogidas en el colegio de la Caridad no podían casarse sin dote, aunque el pretendiente estuviera dispuesto a renunciar a ella. La solución en algunos casos fue que aceptara dotarla él mismo previamente. Cuando era la familia quien aportaba la dote, ésta podía consistir en una parte de la herencia que le correspondería a la novia como "legítima" de la herencia que algún día habría de percibir; también podía ser una cantidad proporcionada por parientes o instituciones benéficas, siempre incluía ropa personal y ajuar doméstico. Ya fuera cuantiosa o insignificante no hay duda de que tenía cierto valor simbólico. Incluso al conceder la manumisión de algunas esclavas se añadía la donación de algunos bienes como dote que facilitaría su matrimonio. Las arras eran un tributo del novio como recompensa por la virginidad de la novia, de modo que se omitían sistemáticamente en los matrimonios de las viudas y no se mencionaban cuando el pasado de la joven era dudoso.
 
Un matrimonio honorable, una esposa de alcurnia y una profesión respetable eran signos de distinción, pero no excluían la simultaneidad de otro tipo de relaciones irregulares que eran comunes entre los menos acomodados. A la hora de redactar su testamento muchos hombres y mujeres mencionaban a los hijos naturales procreados antes del matrimonio, a los ilegítimos, nacidos de una relación de concubinato, y a los expósitos recogidos o formalmente adoptados. Los varones, solteros o casados, podían incluir a los habidos con esclavas o sirvientas en contactos ocasionales. Era inevitable, por lo tanto, que en los hogares urbanos convivieran vástagos de distintos orígenes, lo que creaba conflictos frecuentes.
 
Un padre olvidadizo no tuvo la precaución de formalizar ante escribano la libertad de los hijos que había tenido con su esclava y a quienes había educado esmeradamente junto a los legítimos. A su muerte los herederos pusieron en venta a sus medio hermanos. Los hijos de un regidor de la ciudad y de una mulata con la que convivió muchos años lograron la legitimación póstuma alegando lo que de todos era sabido: que su padre siempre los había tratado como hijos, pero no pudo casarse por no menoscabar su rango con una esposa de inferior calidad. Una mujer española residente en la capital crió como hija natural a una niña que trajo con ella de Veracruz y sólo en sus últimos momentos reconoció que en realidad ella era casada y había huído del lado de su esposo con la hija de su esclava mulata. Estas complicaciones familiares no eran excepcionales cuando una gran parte de los hogares acogían a grupos domésticos formados por hijos de sucesivos matrimonios, cónyuges casados en segundas o terceras nupcias y parientes o paisanos cuya situación difícilmente se puede identificar como servil o de parentesco.
 
Las mujeres no gozaron de tantas libertades como los hombres, pero tampoco era obstáculo para conseguir marido el tener uno o más hijos naturales. Ciertamente en las familias acaudaladas o con pretensiones de hidalguía se cuidaba con mayor esmero la castidad de las doncellas. Incluso si no llegaban vírgenes al altar se defendían con la excusa de que habían cedido a las súplicas de un novio formal que les había dado palabra de matrimonio; el incumplimiento de una promesa de esta índole deshonraba más al caballero que a la dama. La reparación del daño podía limitarse al pago de una indemnización o llegar a imponer un matrimonio forzoso. En el año 1631, un oficial del séquito del virrey Marqués de Cerralvo, que cortejó a una señorita de familia honorable fue sorprendido en situación comprometida y trasladado a la cárcel de corte, de la que sólo salió directamente para casarse, sin que le sirvieran las excusas con las que intentó evadir el compromiso.
 
Los registros parroquiales dejaron constancia de los matrimonios, pero no, obviamente, de las uniones consensuales, a las que sólo podemos acercarnos a partir de las cifras de ilegitimidad de infantes registrada. Mediado el siglo XVII, cuando se había consolidado el modelo de vida urbana y se habían superado las improvisaciones de los primeros tiempos, 28,126 bautizos de niños nacidos en las parroquias más céntricas de la ciudad de México muestran un promedio de 42% de niños nacidos fuera de matrimonio. En este promedio hay que distinguir los casos extremos representados por los indios, con un mínimo de 27% y los negros y mulatos que llegaron al 52% del total de los nacidos dentro de su grupo. El peso de la población indígena es mucho más representativo, porque ellos constituían el segundo componente numérico después de los españoles. Y hay que destacar que las mujeres españolas que registraron a sus hijos naturales en su misma calidad alcanzaron el 38%, apenas unos puntos menos que los mestizos y castizos. Aunque todavía no se han completado datos de otras ciudades, sabemos que en la de Guadalajara, a lo largo del siglo se alcanzaron tasas de ilegitimidad entre 40.3% como mínimo y 64.1% como máximo. Estas cifras dan indicio de la complejidad de las estructuras familiares, oscilantes entre la rigurosa monogamia, fidelidad y respeto preconizados por la moral cristiana y la despreocupada promiscuidad de parte de la población.
 
Un siglo más tarde, finalizando el XVIII, era evidente la tendencia hacia mayor formalidad en los matrimonios, con un descenso de ilegitimidad que se redujo en las parroquias de la capital a 20.5% en promedio. Ya en esta época podemos conocer algo de los infantes abandonados, puesto que en el último cuarto del siglo se fundó en la ciudad de México la primera casa de niños expósitos, la del Señor Sant Joseph, por iniciativa y a cargo del arzobispado. La proporción de niños recibidos en esa institución muestra una mayoría de las castas, seguida muy de cerca por los españoles y con mínima presencia de indígenas. En la exposición de motivos de la fundación mencionó el arzobispo Francisco Antonio de Lorenzana el "intolerable escándalo" de que los niños nacidos de uniones ilegítimas fueran acogidos por familias honorables, que muchas veces eran las mismas a las que pertenecía alguno de sus progenitores, y así se criaban sin diferencia los hijos legítimos y los espurios.
 
La convivencia de legítimos e ilegítimos había sido normal durante más de 200 años y se daba igualmente entre los pobres y entre los ricos. Para aquéllos no había motivo de escándalo cuando casi la mitad de la población se encontraba en las mismas circunstancias, para los más distinguidos la convivencia podía pasar inadvertida porque las casas señoriales acogían a gran número de parientes y allegados cuya relación con el jefe de familia podía no estar clara. Los nobles y ricos comerciantes reunían a los grupos domésticos más numerosos de hasta 70 personas, aunque lo más frecuente era que se limitasen a 30 o 40. En cambio los menos pudientes, que ocupaban viviendas pequeñas o cuartos y accesortias, tenían en promedio 4 o 5 personas en cada hogar. La elevada mortalidad infantil contribuir a mantener el corto número de vástagos por matrimonio ya que lo más frecuente es que sólo 2 o 3 hijos alcanzasen la edad adulta y no eran pocos los que carecían de descendencia.
 
De la Colonia a la República
Al menos durante los últimos 300 años se ha hablado de modernidad en relación con la familia, pero en cada momento se ha entendido como tal algo diferente, desde la superación de viejas costumbres de origen medieval hasta la aceptación de diversas formas de enlace, ya sea indisoluble o temporal, civil o religioso. En general el paso a la familia moderna fue un proceso de larga duración en el que se adoptaron costumbres y modelos culturales que incluían formas de relación conyugal más igualitarias, espacios para la intimidad, predominio de las relaciones afectivas sobre los intereses económicos, rechazo a la injerencia de parientes y extraños en las decisiones familiares y, sobre todo, progresiva secularización de las costumbres y del vínculo conyugal.
 
En tal sentido, las familias novohispanas del siglo XVIII estaban muy lejos de ese paradigma, puesto que en gran parte se incorporaron tardíamente al ideal familiar contrarreformista, en una época coincidente con la agudización de los prejuicios étnicos y de distinción. Muy lentamente se fue generalizando el modelo basado en el matrimonio canónico, la celebración de la boda dentro de la iglesia y no en el domicilio particular de los contrayentes y la exclusión de los hijos ilegítimos del hogar conyugal. Al mismo tiempo, como rasgos incipientes de modernidad, se aceptó la participación de los hijos en la toma de decisiones sobre su matrimonio y la aproximación en las edades de marido y mujer. Desde luego que estos cambios se produjeron con diferentes ritmos y afectaron desigualmente a los distintos grupos socioeconómicos. Como había sucedido anteriormente, los "hijos de familia", aquellos que contaban con parientes prominentes, sufrían las consecuencias de los prejuicios y ambiciones de sus mayores y tenían menos libertad de elección que los más modestos para quienes la única limitación era el reducido ámbito geográfico y humano en que podían ejercer su capacidad de decisión. Los documentos muestran la frecuencia de matrimonios entre personas de una misma parroquia, entre practicantes e hijos de una misma profesión y, por supuesto, entre quienes compartían la misma "calidad" o nivel de reconocimiento social.
 
Ya a fines del siglo XVIII, un nuevo talante, influido aunque remotamente por los aires de libertad del siglo de las Luces, se alejaba de la resignación y de la aceptación del sufrimiento como mérito para la obtención del paraíso; la vida no era tan sólo un valle de lágrimas, el matrimonio no tenía por qué ser un purgatorio anticipado, se imponía la idea de que la felicidad también era posible en la tierra y no sólo en el cielo; en consecuencia, la búsqueda de la dicha personal pasaba por el disfrute de una satisfactoria unión conyugal en la que el afecto era más importante que los intereses materiales. Las expresiones de los jóvenes que protestaron ante imposiciones paternas contrarias a su gusto muestran el cambio de actitud. Ya se atrevían a hablar de amor tanto como de afición o inclinación y ya se referían al noviazgo como un derecho personal que no tenían que encubrir con eufemismos como "tener voluntad", ni debían lamentar o manifestar arrepentimiento como si el afecto hacia alguien fuera una debilidad o una culpa. No hay duda de que muchas parejas pudieron casarse según su voluntad, lo que estaba muy lejos de resultar satisfactorio para todos. Los padres podían exhibir las "desastrosas consecuencias" de los matrimonios desiguales realizados sin el consejo paterno, y tales iniciativas juveniles eran particularmente alarmantes para quienes disfrutaban de fortunas, propiedades o títulos nobiliarios, codiciados por desaprensivos y seductores galanes.
 
Las quejas de algunos nobles justificaron la promulgación de la Real Pragmática matrimonios, que entró en vigor en España 1776 y en las Indias en 1778. Las sucesivas adiciones y modificaciones a esta disposición real muestran la división interna aun en las familias aparentemente mejor avenidas. La pragmática autorizaba a los padres a desheredar a los hijos rebeldes pero no contaba con que muchas madres disponían de sus propios bienes y podían tomar partido por los jóvenes en contra de sus intransigentes maridos, así que una real cédula añadió la prohibición de que ellas los designasen como herederos o les hicieran donaciones. Poco después, y ya que la pragmática se refería a los menores de 25 años, se extendió la obligación de pedir consejo paterno a los mayores de esa edad; todavía más tarde se advirtió a los jóvenes universitarios, residentes en colegios reales y a las doncellas acogidas a establecimientos del patronato real, que requerían, además del permiso paterno (o materno en la mayoría de estos casos, puesto que muchos eran huérfanos) la licencia de las respectivas autoridades e las instituciones que los acogían.
 
Mientras entre las familias prominentes preocupaba el destino de la fortuna familiar y el lustre de los blasones, los vecinos menos afortunados de las ciudades enfrentaban el reto de sobrevivir en un medio que ofrecía pocas oportunidades de obtener un trabajo bien remunerado y un hogar confortable. La situación era doblemente difícil para las mujeres jefas de familia, que debían conseguir recursos para sustentar a las personas dependientes de ellas sin haber obtenido una preparación profesional que les permitiera alcanzar un salario suficiente. En el campo era absolutamente excepcional esta situación, ya que prácticamente no había madres solteras y las viudas y doncellas se acogían al amparo de parientes. En cambio en las ciudades los hogares encabezados por mujeres alcanzaban hasta 24% o 30% según los barrios y grupos sociales. Muy pocas de estas mujeres declararon a los empadronadores cuáles eran sus fuentes de ingresos y sólo se puede deducir que las que habitaban casas propias o principales tendrían propiedades productivas, las que ocupaban accesorias con tapanco podrían ser propietarias de tiendas, escuelas de amiga o talleres, y las demás, la gran mayoría, que vivía en cuartos modestos, de una o dos piezas, estaría formada por costureras y bordadoras, por aquellas que elaboraban comidas para su venta en la calle, las que recibían una ayuda más o menos generosa de antiguos compañeros que las tenían como auténtica "casa chica", o prestarían servicios como lavanderas, planchadoras, recamareras o cocineras sin residir en el hogar que las empleaba.
 
Lo más característico de los grupos domésticos de la ciudad de México en el último cuarto del siglo XVIII es la abundancia de hogares complejos. El padrón de la parroquia del Sagrario del año 1777 muestra el predominio de las familias nucleares, lo cual era predecible, un reducido número de viviendas con familias extensas, algo más numerosos los solitarios, con o sin sirvientes y 20% de familias polinucleares o con relaciones de parentesco y afinidad que podrían considerarse fuera de lo normal. Entran aquí los agregados domésticos con hijos naturales, adoptados o expósitos y procedentes de matrimonios previos de alguno de los miembros de la pareja principal; también, en buen número, las familias arrimadas sin relación de parentesco y las que pudieran tenerlo pero no se explica en el censo. En algunos casos estas familias polinucleares estaban consituidas por dos o más grupos de mujeres con sus respectivas hijas, que seguramente se brindaban apoyo y compartían el cuidado de los menores y los gastos de la casa.
 
Los solitarios varones eran eclesiásticos o burócratas y las mujeres casi siempre maduras sin parientes. Muchos de los solitarios varones disfrutaban de una vivienda con varias habitaciones, mientras que las mujeres ocupaban cuartos en los patios de vecindades.
 
Por las mismas fechas se multiplicaron los expedientes de divorcio eclesiástico y proliferaron las denuncias por malos tratos de los maridos. Es difícil pensar en un aumento real de la violencia doméstica, que siempre existió, pero, en cambio parece evidente que se habían movido los límites de lo considerado tolerable. De ahí la sorpresa de los maridos demandados, que lejos de negar los hechos los justificaban como castigos merecidos por esposas insumisas. La sevicia fue alegada como causal de divorcio en casi todos los casos, a veces acompañada de quejas por abandono de hogar, por adulterio, por embriaguez o por no proporcionar el dinero suficiente para la subsistencia de la esposa y los hijos. La mayoría de los juicios de divorcio fueron promovidos por esposas quejosas, aunque también hubo maridos que consideraban insoportable el mal genio, la rudeza de trato o el mal manejo del hogar por parte de sus esposas. Es interesante contrastar la inconformidad de estas mujeres del siglo XVIII con la aparente sumisión de sus descendientes en el XIX, cuando disminuyó notablemente el número de los divorcios y el de las quejas por malos tratos.
 
Los documentos apenas dejan entrever que las mujeres intentaban superar su tradicional sumisión y reclamar un trato más digno; pero no lo proclamaban como una bandera igualitaria y no es apreciable que lo hicieran como expresión de rebeldía contra las estructuras vigentes. Más bien procuraron dejar establecido que ellas no intentaban evadir sus compromisos como esposas sino que aspiraban a que los maridos cumpliesen igualmente sus obligaciones y que reconocían el derecho de ellos a corregirlas y aun golpearlas, pero sólo cuando existiera causa justa y lo hicieran con moderación. Los maridos asumían su papel dominador y el patriarcalismo, antes propio de familias encumbradas, se generalizaba entre los grupos populares e incluso se extendía por las zonas rurales. Por lo demás, la vida en el campo seguía apegada a sus rutinas tradicionales.
 
El tránsito a la vida independiente no tuvo un impacto inmediato sobre la estructura familiar ni sobre las formas de relación en el hogar. Hay indicios de que algunas concepciones autoritarias propias del sistema patriarcal se generalizaron, con el consiguiente endurecimiento de las actitudes machistas en los ambientes populares. En ocasiones pudo ser una reacción de violencia frente a las aspiraciones femeninas de lograr un trato más justo. En aspectos como los derechos de las mujeres, la legislación no precedió a los cambios sino que se generó una vez que se impusieron las nuevas actitudes. Mientras los hombres se liberaban de los lazos que los habían atado a gremios, hermandades y cofradías y obtenían el derecho a la emancipación de la autoridad paterna a partir de los 21 años, las mujeres casadas seguían en la misma situación subordinada. Poco a poco, las esposas abandonadas y las madres viudas o solteras lograron la patria potestad sobre sus hijos como un derecho propio de la maternidad. También las doncellas impusieron su voluntad al elegir novio.
 
Ya que la ley mantenía a las esposas bajo el dominio de sus maridos parecería, desde la perspectiva del siglo XXI, que la posición de las mujeres libres era envidiable; pero la realidad era bien diferente para aquéllas que encabezaban un hogar sin disponer de suficientes recursos, sin preparación para realizar un trabajo especializado ni oportunidades de conseguir un empleo en cualquier actividad honesta y bien remunerada. En esas condiciones, la búsqueda de pareja era más una necesidad económica que una inclinación afectiva; la aspiración de llegar al matrimonio se relacionaba con la necesidad de lograr un ingreso seguro y, como había sido frecuente durante la época colonial, las uniones temporales sustituían al matrimonio canónico. Los nacimientos ilegítimos se mantuvieron en proporciones elevadas, lo que muestra hasta qué punto las expectativas femeninas de conseguir un compañero que las sostuviera, se frustraban al quedar nuevamente solas y con la carga adicional de los hijos.
 
Las reformas liberales de mediados de siglo tuvieron consecuencias decisivas sobre la organización familiar, si bien la resistencia de una población casi totalmente católica contribuyó a la lenta aplicación de lo establecido por las leyes. La más importante en relación con la familia fue la expedida en 23 de julio de 1859, que establecía el matrimonio civil y el divorcio. Al rechazar la validez legal de las uniones religiosas, el gobierno de Benito Juárez atacaba frontalmente a la iglesia católica, que había sido la única responsable de refrendar los enlaces conyugales. Pero además se establecía el divorcio, con el carácter de disolución del vínculo y la opción de contraer nuevo matrimonio. Esto era muy diferente del llamado divorcio eclesiástico, que tan sólo autorizaba a los cónyuges a vivir separados, sin posibilidad de casarse de nuevo.
 
La reacción popular, aunque no inmediata, se sintió al aumentar extraordinariamente el número de juicios de divorcio en las décadas de 1860 y 1870 (58 y 103 juicios respectivamente) pero con una disminución igualmente drástica poco después, debido a lo cual las proporciones en el conjunto del siglo no son muy diferentes: los 201 expedientes de divorcio eclesiástico durante 1800 a 1859 apenas contrastan con los 177 de los cuarenta años siguientes, de 1860 a 1900.
 
Todavía durante largos años fueron muchas las parejas que no formalizaron su relación ante ninguna autoridad, otras tantas acudieron tan sólo a la iglesia, pocas se presentaron en el registro civil y aun fueron menos las que se registraron en ambas instancias. La oposición a la secularización y al nuevo control ejercido por el gobierno se manifestó también en la renuencia de los padres a inscribir a sus hijos en el registro civil, mientras que casi todos los bautizaban.
 
Las familias de la élite, sin renunciar a su tradicional cercanía a la jerarquía católica, aceptaron con mayor facilidad las nuevas disposiciones y supieron acomodarse a la situación. Los grupos de parientes prominentes del siglo XVIII supieron diversificar sus actividades empresariales y profesionales, participaron en los gobiernos locales y consolidaron su posición. El siglo XIX fue precisamente el momento de auge de las oligarquías locales, que aprovecharon la debildad del gobierno central para afianzar su poder y aumentar su caudal.
 
La promulgación del Código Civil para el Distrito Federal y Baja California, en 1870, consagró las reformas liberales y sirvió de pauta para a legislación de los Estados de la Federación, que se aproximaron a modelo, aunque con algunos matices y tendencias propios. La diversidad legislativa era apenas un reflejo de la variedad de formas y costumbres familiares que coexistían en el país.
 
El respaldo familiar era decisivo en los malos momentos, para cubrir gastos inesperados, para recibir asistencia en una enfermedad o para proporcionar trabajo a los desempleados y alimento a los necesitados. Quien tenía parientes podía superar situaciones difíciles que hundían a los huérfanos de ese apoyo. Las estrategias de los pobres se dirigían a la supervivencia en contraste con las de los privilegiados que pretendían consolidar su poder. Siempre los grupos prominentes recurrieron a los matrimonios y a la colocación de sus hijos en órdenes regulares, cabildos eclesiásticos o conventos femeninos como medio de aumentar sus bienes y lograr mayor influencia y prestigio social, hubo quienes tuvieron éxito y mantuvieron el prestigio de su apellido junto a la prosperidad material durante varias generaciones. Comerciantes enriquecidos, mineros afortunados y funcionarios distinguidos se unieron a viejos hidalgos para asegurar una posición conspicua. Con títulos nobiliarios o sin ellos, los más acaudalados novohispanos consiguieron tejer redes de parentesco que les aseguraron el éxito en los negocios, la influencia en la vida pública y la conservación de sus privilegios. Ya en el tránsito de la época colonial a la vida independiente, quienes supieron diversificar sus posiciones y acomodarse a las nuevas circunstancias, no sólo aumentaron sus riquezas sino que ganaron poder político, favorecidos por el debilitamiento del control que se produjo con las nuevas instituciones.
 
Mientras tanto, las masas empobrecidas seguían recurriendo a la familia como apoyo en las horas difíciles de la guerra y en la pérdida de trabajo por la ruina de las empresas. Cambiaba bruscamente el régimen de gobierno, se desmoronaban lentamente las viejas instituciones y la familia evolucionaba muy lentamente hacia lo que sería la familia rural y urbana del México moderno.
 
BIBLIOGRAFÍA BÁSICA
 
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NOTAS

[1] La diferencia entre barraganas y mancebas y entre éstas y las prostitutas fue apreciable en el siglo XVI y desapareció progresivamente en las siguientes centurias. La diferencia era explícita en la Recopilación de Leyes de los Reinos de las Indias, (1943) 3 vols., edición facsimilar de la de 1791, Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica, Libro IX, título XXVI.
Categoría: 
Artículo
Época de interés: 
Colonial
Área de interés: 
Historia Social

Cultura y poder: el papel de la prensa ilustrada en la formación de la opinión pública

Autor: 
Inés Yujnovsky
Institución: 
El Colegio de México
Síntesis: 
Cultura y poder: el papel de la prensa ilustrada en la formación de la opinión pública.[1]
Inés Yujnovsky
El Colegio de México
 
Modernity as history is intimately bound to images of modernity[2]
 
Introducción.
Este trabajo está articulado alrededor de una pregunta central ¿cuál es el papel de la prensa ilustrada en la opinión pública? Para resolver este problema es necesario articular tres temas: las imágenes, la prensa y la opinión pública. Además la modernidad y la ciudad son dos aspectos importantes en esta problemática que se discuten en forma soslayada. La reflexión parte de la propuesta teórica de Jürgen Habermas[3] y luego se realiza un estado de la cuestión acerca del papel de la prensa ilustrada en México, entre mediados del siglo XIX y mediados del XX.
 
Después de una introducción teórica al concepto de opinión pública, el trabajo analiza cómo hacia la mitad del siglo XIX, la prensa ilustrada tuvo un papel central en la creación de una identidad nacional. En el siguiente apartado se estudia la prensa de caricaturas, género que fue dominante durante la República Restaurada, en el marco de un modelo en el que la opinión pública se constituía como un campo de intervención política, partidaria y de facciones. A continuación se realiza una crítica a la historiografía de la prensa durante el porfiriato, considerando que las imágenes en este período, en especial el fotograbado y la fotografía, no eran meras ilustraciones de la información sino que tenían una intencionalidad política de alabanza al régimen encabezado por Porfirio Díaz. La siguiente sección analiza el papel económico que cumplió la folletería, la literatura promocional y la prensa ilustrada para atraer inversiones y revertir la imagen de atraso y conflictividad que México tenía en el exterior. Además se observa el papel de la prensa ilustrada en la promoción del consumo. Por último, se resume brevemente la importancia de las imágenes durante el período revolucionario para pasar a la función política del fotoperiodismo en las décadas de 1930 y 1940, en el marco de un fuerte presidencialismo y del proceso de abandono de los objetivos revolucionarios.
 
Uno de los aspectos más citados del advenimiento de la modernidad ha sido el nacimiento de la opinión pública, entendida como un espacio autónomo donde las personas privadas hacen uso público de la razón, en el que la confrontación de opiniones se establece a partir de la igualdad entre los individuos. Este proceso surgió a partir de la diferenciación de lo público y lo privado, así como del proceso de individuación. Habermas señala que en el período que va entre finales del siglo XVII y mediados del XIX, mientras la burguesía va consolidando su poder, es cuando la publicidad adquiere una función política. La ciudad es el espacio público por excelencia y allí los ciudadanos son capaces de autoorganizarse y hacer valer sus intereses a través de la comunicación pública.[4] Por lo tanto se convierte en una publicidad políticamente activa.[5]
 
Citando a B. Manin, Habermas aclara que es necesario modificar radicalmente la perspectiva común tanto a las teorías liberales como al pensamiento democrático: la fuente de legitimidad no es la voluntad predeterminada de los individuos, sino más bien el proceso de su formación, es decir, la deliberación misma (...) Una decisión legítima no representa la voluntad de todos, pero es algo que resulta de la deliberación de todos. Debemos afirmar, a riesgo de contradecir a toda una extensa tradición, que la ley legítima es el resultado de la deliberación general, y no la expresión de la voluntad general.[6] Por lo tanto, los debates que se construyen y difunden a través de la prensa ocupan un lugar central en la construcción de la legitimidad política.
 
En América Latina, F-X Guerra ha señalado que el espacio público moderno surgió durante la época de la independencia.[7] Considera que la opinión pública remite, en esta primera época, a realidades diferentes: a los sentimientos o valores compartidos por el conjunto de la sociedad; a su reacción ante determinados acontecimientos o problemas; al consenso racional al que se llega en la discusión de las elites; al estado de espíritu de la población que la pedagogía de las elites o del gobierno intentan modelar; a ese sentir común impalpable que resulta de la confrontación de opiniones diversas expresadas en una prensa pluralista.[8]
 
Para Habermas, el fin de la censura es un aspecto clave en el nacimiento de la opinión pública ya que permite el libre desarrollo de la prensa. En México, la constitución de 1824 declaró la libertad de imprenta por lo que el número de imprentas en la Ciudad de México creció en forma considerable.[9] En 1826, la introducción de la técnica de la litografía repercutió en las posibilidades de impresión, modificando los formatos materiales de libros y periódicos, mejorando su calidad y permitiendo el uso de colores. En este escenario, caracterizado por una comunidad de lectores más amplia, se fueron redefiniendo las reglas que pretendían establecer el orden de producción, circulación y crítica de los libros. Espacio que no se circunscribía solamente a México sino que participaba ampliamente en las disputas intelectuales europeas y americanas. Como señala Habermas no es posible hablar de público en singular sino más bien de lucha de facciones ya que se produce una coexistencia de publicidades en competencia.[10]
 
Todavía en el período de la independencia no existían revistas o periódicos ilustrados, sin embargo es importante analizar este período porque ha sido caracterizado como el de nacimiento de la opinión pública moderna. En América Latina, es en este momento en que la prensa, como espacio de deliberación de las opiniones racionales de los individuos, adquiere un carácter político. El análisis de la prensa ilustrada debe realizarse teniendo en cuenta estas modalidades de la prensa en general.
 
La prensa ilustrada protagonista en la invención de una imagen nacional.
Hacia la mitad del siglo XIX, como señala Tomás Pérez Vejo, la prensa ilustrada fue la protagonista en la invención de una imagen nacional, que la difundía entre las clases medias alfabetizadas, sujeto privilegiado del proceso nacional decimonónico.[11] Es importante tener en cuenta que la conformación de una idea de identidad nacional es algo más complejo de lo que puede suponerse a primera vista ya que conlleva una serie de supuestos que no son siempre evidentes. Una identidad nacional presupone dos premisas: la de unidad (es decir, la existencia de ciertos rasgos comunes que pueden reconocerse por igual en los connacionales de todos los tiempos, regiones y clases) y la de exclusividad (que tales rasgos distinguen a éstos de los miembros de las demás comunidades nacionales). Una característica adicional es que tal principio particular debería ser, sin embargo, reconocible como universalmente valioso, es decir, encarnar valores incuestionables que justifiquen por sí su existencia y su defensa ante cualquier posible amenaza interior o exterior. Este tipo de historia nacional (a la que se puede denominar genealógica) tendrá un carácter decididamente autocelebratorio.[12] Las revistas ilustradas fueron algunos de los mecanismos que las elites mexicanas utilizaron para enfatizar la unidad, la exclusividad y la autocelebración.
 
A mitad del siglo XIX, El Museo Mexicano, El Album Mexicano, La Ilustración Mexicana y Los Mexicanos pintados por sí mismos fueron algunas de las publicaciones ilustradas más importantes del período.[13] Las primeras tres fueron revistas misceláneas que incluían imágenes de tipo costumbristas como tipos y escenas moralizantes, reunidas por Ignacio Cumplido, uno de los editores más importantes del siglo XIX, en México. A semejanza de similares proyectos europeos, Los Mexicanos pintados por sí mismos (editada por primera vez en 35 entregas) realizaba descripciones literarias y litográficas de los tipos característicos de la sociedad mexicana como el arriero, el aguador, la chiera, la china, entre otros.[14] Estas publicaciones ocuparon un lugar central en la construcción y difusión de los rasgos comunes de la sociedad mexicana que creaban el supuesto de unidad y al mismo tiempo otorgaron el sentido de exclusividad. Los tipos, como por ejemplo el jarocho o la tehuana, eran descripciones abstractas para mostrar normas colectivas que distinguían a los mexicanos de españoles o franceses. Las escenas mostraban las virtudes a seguir y criticaban los vicios de la sociedad mexicana. De todos modos, es significativo señalar que en este primer período muchas de las imágenes publicadas no eran mexicanas. Europa y lo europeo eran vistos no como algo ajeno sino como un elemento más de la propia tradición histórica y cultural.[15] Asimismo, los artistas viajeros tuvieron un papel relevante en la conformación de los imaginarios nacionales. Los europeos que atravesaban las distintas regiones de México definían rasgos típicamente mexicanos, en relación con su propia identidad.
 
Por lo tanto, la imagen de la nación a partir de una historia, una cultura, un paisaje y unas costumbres nacionales, difundidas por la prensa ilustrada, fueron las que terminaron de dibujar en el imaginario social, la idea de una comunidad nacional distinta y diferenciada de las demás.[16] Siguiendo a Tomás Pérez Vejo, se puede decir que el papel de la prensa ilustrada, hacia la mitad del siglo XIX, fue el de consolidar una imagen distintiva de lo mexicano, en el proceso de invención de la nación. Y en consecuencia tuvo un rol significativo en la conformación de la identidad mexicana.
 
Por otro lado es relevante mencionar otra característica del papel de las imágenes en este período. Frances Yates ha hecho notar la importancia de las imágenes en el desarrollo del arte de la memoria.[17] Este arte fue inventado por los griegos, de allí pasó a Roma y así a la tradición europea. Cicerón, interesado en la retórica, se preocupó en gran medida por el arte de la memoria. Consideraba que los espacios y las imágenes eran recursos mnemotécnicos utilizados para recordar. Primero había que fijar en la memoria una serie de lugares (los sistemas de arquitectura eran muy utilizados pero no los únicos) cada uno de las cuales representaba un tema: el ancla temas navales, un arma cuestiones militares y así se aseguraba también el orden del discurso. Además de insistir en el orden de la memoria, Cicerón consideraba que era la vista el sentido más poderoso; ver los espacios y las imágenes ayudaba a traer a los labios las palabras de su discurso.[18]
 
Fuertemente influenciados por los autores de la antigüedad clásica, los intelectuales del siglo XIX heredaron ciertas preocupaciones del arte de recordar. Aunque transformado por la difusión de la imprenta y del libro escrito que permitía dejar de lado la centralidad del arte de la memoria, los intelectuales latinoamericanos de este período tenían un fuerte interés en la retórica y leyeron asiduamente a Cicerón. En consecuencia, se puede pensar que la prensa ilustrada también tenía el propósito de fijar en la memoria, de quienes veían las imágenes, ciertas normas, códigos morales y los rasgos típicamente mexicanos que fueron construyendo la identidad nacional.
 
La prensa y las caricaturas como arma política.
Para comprender el sentido que el concepto de opinión pública adquirió en México, Elías Palti ha propuesto un análisis a partir de dos modelos sucesivos en el tiempo. A fines del siglo XVIII, surgió lo que este autor denomina el modelo jurídico de opinión pública, concebido como un tribunal de opinión neutral que tras evaluar la evidencia disponible y contrastar los distintos argumentos en pugna, accedía idealmente a la verdad del caso.[19] Este modelo se mantuvo vigente hasta aproximadamente la mitad del siglo XIX. Durante la República Restaurada, es decir entre 1867 y 1876, llegó a su punto culminante un modelo diferente, denominado por Palti proselitista, en el que la opinión pública se constituía como un campo de intervención y espacio de interacción de argumentaciones. La prensa se empleaba como arma política y el periodismo constituía un modo de discutir y al mismo tiempo de hacer política. La prensa periódica buscaba constituir la opinión pública.[20]
 
En 1849, apareció El Tío Nonilla, un periódico de caricaturas caracterizado por ideas radicales en contra de la sociedad religiosa y opuesto a las costumbres hipócritas de la época. En las caricaturas se ridiculizaba a los frailes, se ironizaba contra los anhelos monarquistas de los conservadores y se mofaba del gabinete de Santa Anna.[21] Pero fue después de la Constitución de 1857 cuando el género de las caricaturas políticas llegó a su máximo esplendor ya que los sucesivos gobiernos tuvieron que acceder a la libre expresión mediante la libertad de prensa.[22]
 
En un libro ya clásico que compila caricaturas provenientes de diferentes diarios, Salvador Pruneda considera que “El arte de que nos ocupamos sirvió indistintamente, de desahogo de resentimientos y válvula de escape para atacar y defender determinados principios, o dar salida a las encontradas pasiones de liberales y conservadores.”[23] Numerosos periódicos surgieron en estos años haciendo hincapié en la ironía, las bromas y el sarcasmo.[24] De esta forma se oponían a sus contrincantes políticos, a las obras o inoperancias del gobierno y la opinión pública se constituía como un campo de intervención. Aunque en los inicios del gobierno de Porfirio Díaz la diversidad de opiniones fue vista como una debilidad del gobierno, este fue el período en que la lucha de facciones se produjo con mayor énfasis gracias a la coexistencia de publicidades en competencia. En México, durante este período, la ley legítima era el resultado de la deliberación general y la caricatura participaba ampliamente en el proceso de debate. Incluso, como ya lo había señalado Cosío Villegas, debido a la existencia de las caricaturas, la prensa alcanzaba a un público más popular que las publicaciones puramente doctrinarias.[25] Por lo tanto, el proceso de deliberación política incluía también a sectores más bajos de la sociedad y no sólo a los políticos e intelectuales.
 
La prensa de información y la prensa política durante el Porfiriato.
Diversos autores han señalado las transformaciones radicales que sufrió la prensa durante el porfiriato. La idea que a fines del siglo XIX las transformaciones técnicas crearon un periodismo que daba prioridad a la rapidez y ya no se preocupaba por el contenido, el debate político y el estilo literario se ha reiterado acríticamente en los diversos trabajos acerca de la prensa en este período. El motivo principal por el cual la prensa habría dejado el debate político para dedicarse a la información “a secas” era la política represiva de la dictadura porfirista sobre la oposición.[26] Lo que aquí se sugiere es que la aseveración tan tajante de considerar que al pasar a ser prensa de información deja de ser prensa política ha oscurecido los mecanismos de construcción de la legitimidad política durante el porfiriato.
 
En un importante trabajo de cuantificación de los periódicos que circulaban durante el Porfiriato en todo el territorio de México, Florence Toussaint ha procurado demostrar el paso de la prensa política a la prensa industrial.[27] La autora considera que antes de 1896 la prensa política se caracterizó por su ánimo político y analítico, a partir de entonces la fórmula cambió su diseño. A través de la penuria económica fueron silenciados muchos órganos de prensa. La transformación del periodismo dio origen a la prensa industrial y con ella la tradicional decimonónica fue lentamente extinguiéndose. La industria de diarios y semanarios llevó consigo un cambio en los propósitos y contenido de los periódicos: la información y la noticia pasaron al primer plano desplazando casi totalmente al editorial, el artículo y el litigio.[28] Toussaint ha mostrado que en 1876 existían en México 434 periódicos (182 correspondían a la Ciudad de México) y que en 1910 sólo quedaban 142 (28 en la Capital). A simple vista estas cifras parecen contundentes y no se puede negar que la política represiva y de subsidios tuviera un efecto poderoso sobre la reducción de la prensa. Sin embargo, es necesario detenerse brevemente en las mismas cifras que aporta esta autora. Entre 1884 y 1900 la caída no es tan drástica como lo evidencian los años de inicio y fin elegidos por la autora. Realizando un promedio de la cantidad de periódicos que circulaban en todo México, en estos 33 años, resulta que a cada periodo (propuesto por Toussaint) corresponderían 221 periódicos y salvo los años de inicio (434) y de fin (142), ninguno se aleja tanto de ese promedio.[29] Para el caso de la Ciudad de México las cifras son un poco más oscilantes pero la tendencia es similar. El promedio en circulación sería de 63 periódicos, salvo la fecha de inicio (182), entre 1881 y 1896 la cantidad es muy cercana al promedio. A partir de 1897 circularían un 60 % del promedio, es decir unos 40 periódicos por ciclo y hacia 1909 un 44 %. Lo que cabe preguntarse entonces es la particularidad de las fechas de inicio y fin, ambos períodos críticos para el régimen.
 
Por otro lado es necesario analizar la tirada de los periódicos. Se ha estimado que en 1905 El Imparcial publicaba 75 000 ejemplares, El Mundo 30 000 y un diario como The Mexican Herald (destinado al público de habla inglesa) sacaba 10 000 ejemplares. El promedio de los periódicos de tamaño medio editaban 6 000 ejemplares, si se multiplica esta cifra por la media de 221 periódicos da un total de 1 326 000 ejemplares. Una cantidad poco despreciable para una población de 10 millones de habitantes.[30] Además hay que tener en cuenta que la lectura en aquella época no era silenciosa e individual como lo es hoy en día. Era habitual que se leyera en voz alta y los cafés, las tertulias o diversas instituciones tenían un periódico que era leído por distintas personas a lo largo de uno o varios días.
 
Por lo tanto, a partir de una revisión de los datos cuantitativos es necesario matizar las afirmaciones de la agonía de la prensa política durante el porfiriato. La política represiva tuvo un efecto importante pero la prensa de oposición logró mantener abiertos ciertos canales y tanto los periódicos que estaban en contra como aquellos que estaban a favor del régimen fueron importantes herramientas de expresión. Los diarios continuaron siendo instrumentos insoslayables para quienes aspiraban a tener alguna influencia en la vida política.
 
En un trabajo escrito en 1974 María del Carmen Ruiz Castañeda resume la política represiva del gobierno contra la prensa. En 1883, la reforma de los artículos 6to y 7to de la Constitución dispuso que los periodistas fueran juzgados por los tribunales de orden común. De este modo se realizaron diversos procedimientos represivos como sanciones pecuniarias, castigos corporales y sentencias de confiscación de prensas y útiles de trabajo. Paralelamente a esta política, el gobierno aplicó una serie de subvenciones para ayudar a aquellos periódicos cuya responsabilidad era la defensa de la administración y su política.[31] En forma implícita, el trabajo de Castañeda asume que la fuerte represión fue la mecha que encendió la participación de estos sectores en la revolución. La autora también señala que el surgimiento de El Imparcial en 1896 implicó el nacimiento de la prensa industrial pero aporta un matiz significativo. Menciona que este periódico usó el amarillismo como señuelo y se consagró a la defensa de las clases en el poder.[32]
 
En este sentido, Jacqueline Covo ha señalado que los períodos de severa represión exigen del historiador una atención especial de descifrar, bajo la expresión anodina, las siempre posibles y valientes tentativas de dar a conocer posiciones disidentes. Por ejemplo, durante la dictadura de Santa Anna, Le Trait d´Union se valía del uso del idioma francés y de la ironía para engañar a los censores y ridiculizar a “Su Alteza Serenísima”, alabándolo exageradamente. También Francisco Zarco, en el mismo periodo, aprovechaba la inocua crónica de “modas” para deslizar ataques indirectos.[33]
 
A diferencia de los trabajos mencionados, Irma Lombardo retrocede el surgimiento de la prensa de información al período de la República Restaurada.[34] Considera que ya en ese momento se adoptaron innovaciones técnicas pero sobre todo, explica, es en este período cuando comenzó a utilizarse la técnica del reportaje. Esta autora no menciona la desaparición de la prensa política ya que este período es el de mayor efervescencia partidaria pero su análisis de los reportajes no se detiene en los aspectos políticos que se esconden en este tipo de información. Señala que a fines de los años 80 del siglo XIX las páginas de la prensa mexicana se llenaron de tinta roja, robos, asesinatos, incendios, estrangulamientos, inundaciones, descarrilamientos de trenes, inauguraciones, descripciones de paseos y monumentos así como entrevistas a literatos distinguidos. La noticia se impuso y la entrevista se transformó en el mecanismo idóneo para obtener información veraz, actual y de primera mano. Dos conceptos, presentes hasta nuestros días, caracterizaron la información en este período: la imparcialidad, actualmente denominada objetividad y el sensacionalismo.[35] Sin embargo, su análisis excluye lo que Castañeda denominó señuelo. Por ejemplo, en su descripción de un reportaje sensacionalista explica los móviles y detalles del crimen, al final menciona que el texto señala las obligaciones de las autoridades de continuar cumpliendo con su deber para asegurar la tranquilidad de las familias, pues numerosos maleantes atentan en contra de la sociedad.[36] Pero no se detiene en el análisis del mensaje que implica este tipo de afirmaciones periodísticas. Lombardo no se detiene en la intencionalidad política de este tipo de información; no observa, como advierte Covo, los mensajes ocultos detrás de las noticias. Es clarísimo el carácter prescriptivo de este tipo de notas periodísticas: el criminal recibiría su castigo y el estado era el único actor que podía hacer uso legítimo de la fuerza.
 
En un trabajo de temática similar al de Lombardo pero con una propuesta más analítica acerca de los reportajes policíacos en México durante el Porfiriato, Alberto del Castillo señala que una de las funciones de las notas gráficas (todavía ilustradas con grabados) era la de “presentar un conjunto de rasgos físicos desaliñados y miradas duras y feroces que supuestamente evidenciarían el tipo de delito que habían cometido. En esta misma línea, la gráfica de El Universal inauguró una sección titulada “Galería de Rateros”, en la que se presentaban grabados con los retratos de delincuentes y criminales, acompañados de textos en los que se alertaba a la ciudadanía y se describía el tipo de delito en el que se especializaba el sujeto en cuestión.”[37]
 
El análisis de este autor acerca del periódico Gil Blas muestra que la gráfica realizada por el conocido caricaturista José Guadalupe Posada[38] pretendía realizar una crítica irónica a los distintos sectores sociales; a diferencia de las elites porfiristas, el periódico tenía cierta simpatía por los grupos populares y atacaba a las clases altas. Además la crítica al gobierno era sostenida y reforzada por las imágenes.
 
Alberto del Castillo adhiere nuevamente a la idea del surgimiento de una prensa mercantil-noticiosas reemplazando al periodismo político – doctrinal. Sin embargo, su análisis de El Imparcial concluye que “el mensaje de estos relatos tenía una dirección bien definida que reforzaba la idea de que todo crimen recibía finalmente un castigo y el Estado constituía la única instancia legítima para administrarlo.”[39] Es decir, que los supuestos relatos de un hecho criminal tenían un trasfondo político o vinculado a la legitimación del régimen como el único actor que podía usar la fuerza en forma legítima.
 
El primer trabajo en manifestar la noción del paso de la prensa política a la informativa es la Historia Moderna de México, cuya primera edición es de 1972. Allí se afirma que la efectividad de la prensa de oposición fue declinando entre 1888 y 1910 por dos razones: la falta de periodistas incisivos pero sobre todo por “el factor nuevo, y que en mayor medida explica la ineficacia creciente de la prensa oposicionista, es la aparición, por primera vez en México, de la industria editorial del periodismo, o del diario comercial, es decir concebido y tratado como un negocio mercantil.”[40] El objetivo principal de El Mundo y El Imparcial, se afirma en la Historia Moderna, era darle una decidida preeminencia a la noticia, a la información, desplazando a un plano muy secundario la doctrina o la disputa ideológica. Pero también se aclara que cuando los editores de esas dos publicaciones creían necesario manejar alguna, era siempre una opinión simpática a las miras y los procedimientos del gobierno.[41] Incluso se sostiene que “El gobierno recibe una inesperada ayuda de la prensa industrial. Por una parte, ésta va ganando día a día más lectores; por otra, la lectura que ofrece información y no doctrinaria, distrae la atención de la conducta política del régimen.”[42]
 
A diferencia de los estudios posteriores, que en muchos casos han simplificado las afirmaciones de la Historia Moderna coordinada por Cosío Villegas, esta obra analiza el surgimiento de la prensa concebida como negocio mercantil en el marco de las relaciones de poder establecidas en el Porfiriato. El objetivo del tomo en que se hace mención a la transformación de la prensa es observar cómo Porfirio Díaz fue adueñándose de los resortes del poder, cómo la oposición llegó a ser impotente y cómo la propaganda hizo de Porfirio un gobernante necesario, insustituible que poseía prendas excepcionales de político y administrador.[43]
 
Aunque surgió una nueva política informativa, el abandono del debate político, ideológico o faccioso en gran medida era utilizada como una máscara para mostrar los avances del régimen. Una parte de la información cotidiana, crónicas, relatos de “hechos” y las imágenes que acompañaban o “ilustraban” esa información tenía el propósito político de elogiar al régimen y por lo tanto ampliar la base de su legitimidad.
 
En diversas ocasiones los periódicos relataban y mostraban fotografías de las visitas o inauguraciones que Porfirio Díaz realizaba en los más recónditos paisajes de México. El aspecto simbólico del ferrocarril mostraba a un presidente a la vanguardia de la civilización, su presencia hacía que el progreso pareciera haber llegado a las ciudades del interior. Además, Porfirio era esperado por sus partidarios en las estaciones del tren enfatizando el apoyo que la gente de las provincias le daban al régimen. Las fotografías de estos viajes presidenciales eran reproducidas mostrando fragmentos congelados de aquellos momentos inolvidables de la llegada del héroe de la “paz y el progreso”. Es decir que al poner a la vista los logros del ejecutivo y el apoyo que le brindaban los ciudadanos, un simple relato de los viajes del presidente formaba parte del proceso de legitimación.
 
En relación con los viajes, Cosío Villegas ha señalado lo que aquí se propone respecto a las imágenes, Porfirio Díaz y sus amigos comenzaron a enaltecer la personalidad de Porfirio para identificarla con los intereses del país y de la Nación misma.[44] Díaz instauró el culto a su propia personalidad. “Era menester darse a conocer en todo el ámbito nacional además con estos viajes podía cerciorarse de la estimación real de que gozaban en la localidad sus adelantados, los gobernadores; recibir quejas de ellos y ofrecerse a los intereses locales como un recurso de segunda instancia en caso de no darles satisfacción la autoridad local. Los gobernadores, por su parte, querían traer a sus ínsulas al presidente, pues eso les daba ocasión de lucirse ante la autoridad suprema lo mismo que ante sus feligreses, sin descontar la posibilidad de sacarle a la Federación alguna ayuda técnica o financiera. En fin, una forma ostensible de demostrar objetiva y espectacularmente que la paz estaba arraigada y el país bien comunicado, era que el Presidente abandonara tranquilo y confiado el asiento de su gobierno para exhibirse en los lugares apartados.”[45]
 
En este sentido, las numerosas imágenes que se publicaban de homenajes, recepciones, banquetes, fiestas, diplomas y obsequios así como inauguraciones y descripciones de paseos y monumentos (que Lombardo caracterizaba como simples noticias imparciales y objetivas), tenían aquellas finalidades señaladas por Cosío Villegas: eran parte del culto a la personalidad del presidente para identificarla con los intereses de la nación, servían para confirmar la estimación local, demostrar que la paz estaba bien arraigada y que el camino hacia el progreso se encontraba consolidado. Incluso las ilustraciones servían para fijar estos aspectos en la memoria de los receptores.
 
En un trabajo acerca de la prensa en los primeros años de la revolución mexicana, Ariel Rodriguez Kuri aporta cierto giro a la reiterada afirmación del punto de quiebre (en 1896) como el momento clave de la transformación de la prensa ya que utiliza un marco conceptual poco tenido en cuenta en otros trabajos. [46] Para este autor, la aparición de El Imparcial marca la consolidación de la prensa “metropolitana” en México. Este modelo propuesto por Gunther Barth estaría caracterizado por la producción industrializada, el abaratamiento de precios y aumento de la cantidad de ejemplares, la ampliación de la denominada crónica o el relato de los hechos y la cobertura cada vez más amplia de los detalles de la vida cotidiana de la gran ciudad.[47] Aspectos que se consolidan con la aparición de El Imparcial. De todos modos, en México no se produjo, como también señala Barth, la independencia de grupos políticos gracias a la rentabilidad de los nuevos periódicos. El conjunto editorial dirigido por Rafael Reyes Espíndola estaba directamente vinculado con los científicos (el grupo político más influyente durante los últimos 20 años del Porfirato) y recibía subsidios estatales.
 
Pero el centro de atención del trabajo de Rodriguez Kuri está puesto en la percepción que tuvo El Imparcial de la Revolución y el gobierno maderista entre 1911 y 1913. Su conclusión es que, a partir de 1911, El Imparcial se dedicó a impulsar la “socialización del pánico” y adoptó una política beligerante, propositiva y contestaria. Dirigió sus baterías a atacar los puntos flacos del maderismo, a defender las tesis centrales de un antimaderismo conservador y a reordenar alrededor de sí las líneas aún dispersas de éste ultimo.[48] Es cierto, que entre 1909 y 1911 se desplegaron una serie de acontecimientos que transformaron por completo la sociedad y la política en México y ello podría explicar también el cambio en un periódico que pasó de ser oficialista a oposicionista. Sin embargo, continuando la línea de argumentación aquí propuesta, es decir que la prensa de información escondía una línea política de legitimación del gobierno, se podría entender mejor un giro menos profundo en la propuesta editorial de El Imparcial.
 
“México próspero”, los roles económicos de la prensa ilustrada durante el porfiriato
Interesado en las relaciones internacionales durante el Porfiriato, Paolo Riguzzi, considera que debido a la “imagen desastrosa” que México tenía en el exterior, los grupos dirigentes del Porfiriato debían “realizar una auténtica reevaluación de la imagen que imperaba en la opinión pública, la prensa y la comunidad económica internacional.”[49] “Se buscó acreditar una imagen positiva y progresista del país, difundiendo materiales propagandísticos, comisionando y financiando periódicos y periodistas, personalidades y asociaciones que se expresaran a favor del reconocimiento diplomático y el abandono de una política agresiva y que difundieran las grandes perspectivas económicas, que gracias al curso político, se abrían para la canalización “pacífica” de las inversiones norteamericanas.”[50]
 
En consecuencia, se puede observar que la prensa ilustrada también tuvo un papel preponderante en la conformación de una imagen nacional que mostrara la estabilidad institucional y las posibilidades que México podía ofrecer a las inversiones externas.[51] En un trabajo anterior, mi propia investigación procuró observar el papel económico de la prensa ilustrada durante el porfiriato.[52] En 1892, después de veinte años de reactivación, la prensa estaba en condiciones de poner a la vista una serie de adelantos, que debían transformar la imagen, todavía perdurable, de constantes revoluciones, inestabilidad y fuerte déficit financiero.
 
La expansión de la prensa económica fue parte de un proceso de redefinición de concepciones que establecían la autonomía del espacio económico. La información de la ‘riqueza nacional’ se fue transformando en un instrumento de conocimiento público, a partir del cual la clase política y la opinión pública podía elaborar su propia opinión y fundamentar su juicio acerca de las decisiones económicas.[53] La difusión de las fotografías y de la prensa ilustrada debe ser insertada en este contexto y aportó una serie de imágenes con características propias.
 
La difusión de las imágenes del ferrocarril y los puertos tenía el propósito de mostrar la magnitud de los nuevos tipos de emprendimientos complejos y costosos. La movilización del estado y de múltiples agentes económicos, nacionales e internacionales era necesaria para llevar a cabo la construcción de esa infraestructura. Por lo tanto, las fotografías de los puentes se convirtieron en iconos de la modernidad. Pero además, la interrelación entre ferrocarriles y puertos ponía en evidencia la existencia de una red fluida de transportes, un mercado integrado, con diversos puntos de conectividad entre puertos y ferrocarril y éstos con carros y tranvías que permitían el diario transporte de personas y mercancías. Aquella imagen predominante, durante todo el siglo XIX, de la naturaleza excepcional y privilegiada se mantuvo pero mientras que antes se insistía en su desaprovechamiento ahora se vislumbraba la posibilidad de obtener beneficios gracias a los modernos medios de transportes que permitirían la utilización de los magníficos recursos naturales de las zonas que antes se mantenían fuera de la producción capitalista.
 
Las imágenes de las industrias también resaltaban la inversión en capital fijo, mostrando la existencia ‘real’ de sus capacidades. Las industrias se estaban adaptando a las nuevas tecnologías y formas de organización empresarial, por lo que se podía concluir que eran ‘industrias que progresan’. Esta adaptación consistía, primeramente, en la utilización de electricidad, aspecto de suma importancia en México ya que el carbón, como fuerza motriz, era escaso y caro. También era relevante la cercanía de las fábricas al ferrocarril. Las obras de desagüe, saneamiento y salubridad mostraban la aplicación de las nuevas concepciones resumidas en el higienismo. Las fotografías de los trabajadores mostraba locales amplios, limpios y con mucho aire y luz, tales eran conceptos sobresalientes que debía preservar la nueva higiene. Se proponía la imagen de una fuerza laboral disponible, consistente en trabajadores no calificados, obreros calificados y, desde ya, gerentes y empresarios mexicanos. Se insinuaba que los industriales tenían la capacidad de absorber los conflictos y resolverlos conforme al marco institucional existente. Estos aspectos certificaban la seguridad de las inversiones.
 
Se promovía una imagen social positiva del empresario y las empresas ya que la expansión económica generaba un aumento en las fuentes de trabajo y de riqueza pero también porque aportaban beneficios sociales como la contribución de insumos para las obras de riego y desagüe. Se establecía la interrelación entre empresas, sociedad y gobierno para contrarrestar las posibles concepciones negativas de la maximización de beneficios.
 
La propaganda económica resaltaba las transformaciones urbanas necesarias para el apropiado desarrollo de los negocios. Los servicios que los inversores podían encontrar en ciudades como México o Chihuahua iban desde las nuevas comunicaciones como el correo y el telégrafo, la educación, el esparcimiento hasta la red bancaria. La prensa y la folletería, que incluía fotografías, tenían la ventaja de ofrecer una imagen ‘real’ de la infraestructura, el capital fijo y la capacidad de transportes, industrias y servicios urbanos.
 
Las imágenes eran producto del punto de vista de un fotógrafo, la edición en las revistas y se insertaban en un discurso mayor donde los textos complementaban las fotografías. Pero esto no quiere decir que la realidad presentada fuera falsa, tenía una intencionalidad económica y política. Desde el punto de vista económico, pretendían atraer inversores y ampliar el consumo. En lo político fueron herramientas que mostraban los logros obtenidos: la infraestructura, los transportes, la diversidad de la industria y el comercio, así como la capacidad de absorber los conflictos por la vía institucional eran algunos de los elementos que ponían en evidencia la marcha de México hacia el progreso y por ello legitimaban el régimen de Porfirio Díaz.
 
También desde el punto de vista económico pero a partir de las nuevas propuestas de la historia del consumo, algunos investigadores han comenzado a realizar estudios acerca de la publicidad y la fotografía en la primera mitad del siglo XX.[54] En este período, el consumo y el esparcimiento se multiplicaron. La ciudad creció junto a las tiendas como el Palacio de Hierro y nuevos productos inundaron las calles. Bajaron los precios de diversos productos importados. Se impuso la moda francesa: paraguas y quitasoles, bastones, cristalería, cigarreras, entre otros cientos de productos, se vendían en los grandes almacenes. La prensa ilustrada jugó un papel destacado en la promoción de los nuevos productos. Las imágenes eran de carácter persuasivo, sugerían, creaban necesidades, excitaban la fantasía y el deseo y debían convencer. Su omnipresencia y poder residían en los medios de comunicación forjadores de la cultura masiva propia de las sociedades modernas, en las que el consumo es la pieza clave para su funcionamiento y conformación. Los bienes y servicios tuvieron que buscar al consumidor y convencerlo de que valía la pena adquirirlos, surgiendo así el concepto publicitario moderno propiamente dicho.[55]
 
Las imágenes publicitarias y muchas de las imágenes que se difundieron en la prensa periódica pueden ser analizadas como vidrieras de la ciudad; permiten al lector convertirse en flaneuers de la modernidad y observar los cambios en los patrones de consumo que se dieron a fines del siglo XIX.[56]
 
La prensa ilustrada entre la revolución y la postrevolución.
Durante la revolución mexicana, la prensa ilustrada capitalina utilizó la fotografía para mostrar las amenazas que constituían los insurgentes zapatistas y los villistas.[57] Las imágenes negativas de la revolución mexicana también fueron reproducidas por los soldados y el gobierno norteamericano, que después de un primer período de alabanza a Pancho Villa se dieron cuenta que no era posible establecer una alianza con este líder, quien comenzó a ser visto como un bandido sin capacidad de establecer un gobierno nacional.[58]
 
Pero no todas las imágenes fueron negativas, aquellas de la entrada de zapatistas y villistas a la Ciudad de México también se convirtieron en iconos de la presencia del mundo rural dentro del mundo urbano en proceso de modernización. En este período las innovaciones técnicas de la prensa permitieron la reproducción masiva de las fotografías en los periódicos y se difundieron otros medios como las tarjetas postales lo que produjo un gran auge de imágenes que se detuvieron en los nuevos sujetos de la modernidad. Las fotografías del revolucionario a caballo, la soldadera, las escenas que incluían cientos de campesinos en armas, la guerra civil y la decena trágica recorrieron México y el mundo, abriendo una ventana a la nueva realidad mexicana.[59]
 
Entre 1930 y 1950, las fotografías tuvieron un gran prestigio en las revistas. Este período ha sido estudiado por las excelentes investigaciones de John Mraz quien se ha interesado en el fotoperiodismo de este período.[60] Hoy, Rotofoto, Mañana y Siempre! fueron las revistas ilustradas más importantes de este período. A partir de la presidencia de Alemán (1946-1952) el gobierno mexicano hizo un giro hacia la derecha a partir del nuevo proyecto nacional de abandono de los objetivos revolucionarios. La prensa se fue convirtiendo en un poder cada vez mayor y jugó un rol fundamental en mantener la “paz social” tan necesaria en el proyecto de industrialización de Alemán.[61] Hoy y Mañana fueron aliados incondicionales del gobierno mientras que Rotofoto demostraba una irreverencia distintiva contra el presidencialismo lo que finalmente provocó su cierre por parte del gobierno.[62] Las revistas que estuvieron a favor del presidencialismo adularon reiteradamente su figura como el gran patriarca de una cultura que todavía estaba dominada por la tradicional estructura familiar. El mensaje visual de los hombres de gobierno en traje y corbata, inaugurando obras públicas, sentados en banquetes, apareciendo en asambleas públicas o simplemente en su vida privada era claro: eran personas importantes y el camino más claro al reconocimiento público era pertenecer como miembros del PRI y encontrar su lugar en la escalera de la dominación patriarcal.[63]
 
Una de las fuentes de control más importante del gobierno fue realizada a través del uso de recursos públicos para publicidad. Cada dependencia tenía dinero para relaciones públicas y pagaban por cada mención de cualquier cosa que tuviera que ver con un funcionario particular, por ejemplo obras públicas. El gobierno fue de lejos el anunciante más grande del país, incluso proveyendo ricos subsidios para la impresión de ediciones especiales. La interferencia del régimen en los periódicos no sólo se limitaba a generar noticias favorables, también se aseguraban que ciertos hechos no llegaran a ver la luz del día.[64] Los controles de la dictadura del PRI mantuvieron una fachada de existencia de prensa independiente tan convincente que muchos creyeron que era cierta. Recién hacia la década de 1970, cuando realmente surgió una prensa independiente fue desenmascarada el servilismo de oficial de la prensa entre 1930 y 50.[65]
 
Este brevísimo recorrido por las imágenes de la revolución mexicana y el fotoperiodismo del período de abandono de los objetivos revolucionarios permite adentrarse en el siglo XX para observar algunas líneas de continuidad así como las grandes transformaciones que tuvo la prensa ilustrada entre 1850 y 1950.
 
Conclusiones.
A partir del análisis de la bibliografía existente se han podido observar las transformaciones de la función de la prensa ilustrada en las distintas épocas en México. Siguiendo las propuestas de Jürgen Habermas, la opinión pública es entendida como un espacio de deliberación donde los individuos confrontan sus ideas, a través del uso público de la razón. La ciudad ha sido el ámbito por excelencia donde se producen los debates. La prensa era desde fines del siglo XVIII y a principios del XIX, con la aplicación de la libertad de expresión, el canal principal a través del cual los individuos podían expresar libremente sus ideas. En este sentido, la prensa ilustrada jugó un papel específico participando activamente en los procesos de deliberación.
 
Hacia la mitad del siglo XIX, la prensa ilustrada en México fue la protagonista en la invención de una imagen nacional. La identificación de una historia, una cultura, un paisaje y unas costumbres nacionales fueron las que terminaron de dibujar en el imaginario social, la idea de una comunidad nacional distinta y diferenciada de las demás. Las imágenes tenían la virtud de resguardar en la memoria de un mayor número de personas las normas, códigos y rasgos de exclusividad mexicanos que fueron conformando la identidad nacional.
 
El período conocido como la República Restaurada fue el momento en que la prensa pudo desarrollarse más libremente como espacio de confrontación de las opiniones. Allí se reflejaron los debates partidarios y los periódicos colaboraron en la creación de las redes facciosas. Las caricaturas tuvieron un fuerte auge durante este período ya que a través de la broma y la ironía se podía criticar a la iglesia, a los conservadores, a la administración pública, a ciertas medidas ineficaces tomadas por el gobierno y hasta examinaron a los diversos grupos sociales. Es interesante señalar que los diarios que incluyeron caricaturas tuvieron un público más amplio que las elites intelectuales, por ello se podría afirmar que los sectores populares participaron en cierta medida en las diputas electorales. Tanto la prensa como las caricaturas fueron utilizadas como armas políticas en los debates partidarios.
 
La historiografía sobre prensa durante el Porfiriato ha señalado la importancia de la política represiva y de subsidios para acallar a los periódicos de oposición. También se ha insistido en que la aparición de El Imparcial, en 1896, marcó el surgimiento de la prensa mercantil, caracterizada por la producción industrializada, el abaratamiento de precios, el aumento de la cantidad de ejemplares y la preferencia por las noticias y la información. Esta transformación, junto a la política represiva del gobierno, aducen los diferentes autores, habrían hecho sucumbir al periodismo político, las expresiones de oposición, las formas editoriales de expresión, la doctrina y las disputas ideológicas. Sin embargo, los regímenes totalitarios deben mantener abiertos ciertos canales de la esfera pública para demostrar la existencia del apoyo y la adhesión al sistema de poder. En este trabajo se sostiene que en el caso del Porfiriato la prensa de información, subsidiada por el gobierno, sirvió para alabar al régimen y generar mayor consenso gracias a los éxitos que obtenía la administración gubernamental. Las fotografías publicadas en la prensa acerca de las inauguraciones, paseos, banquetes, recepciones o viajes que realizaba el presidente tenían el propósito de mostrar a un gobernante a la vanguardia de la civilización, identificar la personalidad de Porfirio Díaz con los intereses de la nación, confirmar la estimación local y demostrar que la paz estaba arraigada y el camino hacia el progreso en vías de consolidación. En forma similar a los períodos anteriores, las imágenes permitían que los sucesos que ellas retrataran permanecieran más fácilmente en la memoria que un texto escrito, por ello también entre sus receptores incluían a sectores más amplios de la población.
 
En términos económicos la folletería, la literatura promocional y la prensa ilustrada tuvieron tres funciones principales. En primer lugar, sirvieron para revertir la imagen negativa que se tenía de México como un país de disturbios civiles y administración ineficaz. En consecuencia, las imágenes reforzaron los logros obtenidos en el desarrollo de la infraestructura, del transporte y comunicación y en la creación de un mercado integrado. También se señalaron los avances en materia industrial, comercial y de servicios existentes en las ciudades como el sistema bancario, la educación, la salud y el esparcimiento. Asimismo se promovía una imagen positiva de los empresarios y de los diferentes grupos de trabajadores. Por lo tanto, el segundo rol de esta propaganda era de alabanza al régimen, aunque fuera presentada como simple información lo que repercutió en las lecturas de gran parte de la historiografía posterior. La tercera función económica de la prensa ilustrada fue la de estimular el consumo de los nuevos productos que inundaban las calles, las imágenes persuadían al consumidor de los efectos positivos que produciría la adquisición de un producto.
 
Durante la revolución mexicana, la prensa ilustrada capitalina utilizó la fotografía para mostrar las amenazas que constituían los insurgentes como los zapatistas o los villistas. Pero las imágenes de la entrada de estos grupos a la Ciudad de México también se convirtieron en iconos de presencia rural en el mundo urbano en proceso de modernización. En este período las innovaciones técnicas de la prensa permitieron la reproducción masiva de las fotografías en los periódicos. Además se difundieron otros medios que incluían fotografías como las tarjetas postales lo que produjo un auge de imágenes que se detuvieron en los nuevos sujetos de la modernidad. Las fotografías del revolucionario a caballo, la soldadera, las escenas que incluían cientos de campesinos en armas, la guerra civil y la decena trágica recorrieron México y el mundo, abriendo una ventana a la nueva realidad mexicana.
 
Entre 1930 y 1950 las fotografías tuvieron un gran prestigio en las revistas. A partir de la presidencia de Alemán el gobierno mexicano hizo un giro hacia la derecha con el nuevo proyecto nacional de abandono de los objetivos revolucionarios. La prensa se fue convirtiendo en un poder cada vez mayor y jugó un rol fundamental en mantener la “paz social”, tan necesario en el proyecto de industrialización de Alemán. Las revistas ilustradas rindieron culto al presidencialismo y fueron aliados incondicionales del gobierno ya que éste fue de lejos el anunciante más grande del país. Durante este período, los controles de la dictadura del PRI mantuvieron una fachada de existencia de prensa independiente tan convincente que muchos creyeron que era cierta.
 
Este recorrido por un siglo de prensa ilustrada en México ha permitido observar los diferentes roles que las imágenes cumplieron en el mantenimiento y enmascaramiento de una opinión pública que, aunque a veces estuvo fuertemente amenazada, nunca sucumbió por completo a los controles de la dictadura. Para mantener un control hegemónico, hasta los gobiernos dictatoriales tuvieron que mantener abiertos los canales de la esfera pública y gastar amplios recursos en que las imágenes estuvieran a su favor.
 
 
 
 

NOTAS


[1] Quiero agradecer a Ariel Rodríguez Kuri por haberme sugerido la pregunta central de este trabajo y por las sugerentes problemáticas que me propuso resolver, muchas de las cuales aún quedan pendientes.[]
2 “La modernidad como historia está íntimamente ligada a imágenes de la modernidad” Saurabh Dube, “Introduction: Enchantments of Modernity”, Saurabh Dube (Special Issue Editor), Enduring Enchantments, The South Atlantic Quraterly 101:4 Fall 2002, pp. 729-755, aquí p. 743.[]
3 Jürgen Habermas, Historia y Crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la vida pública. (Barcelona, Ed. Gili, 2002).[]
4 Op. Cit Jürgen Habermas, Historia y Crítica de la opinión pública, p.11.[]
5 Ibídem, p. 21.[]
6 Citado por Ibídem, p. 26: B. Manin, “On Legitimacy and Political Deliberation” Political Theory, vol. 15, 1987, p. 351.[]
7 Francois Xavier Guerra, “De la política antigua a la política moderna. La revolución de la soberanía”, François-Xavier Guerra, Annick Lemperiere et al, Los espacios públicos en Iberoamérica: ambigüedades y problemas, siglos XVIII-XIX (FCE-Centro Francés de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, México, 1998).[]
8 Ibídem, p. 139.[]
9 Anne Staples señala que entre 1821 y 1853 se establecieron 200 nuevas imprentas en la ciudad de México Anne Staples, “La lectura y los lectores en los primeros años de vida independiente”, Seminario de la Historia de la Educación en México, Historia de la lectura en México (El Colegio de México, México, 1988), pág. 118.[]
10 Op. Cit Jürgen Habermas, Historia y Crítica de la opinión pública, p. 5.[]
11 Tomás Pérez Vejo, “La invención de una nación: la imagen de México en la prensa ilustrada de la primera mitad del siglo XIX (1830-1855)”, Laura Suárez de la Torre (Coord. Gral.) Empresa y cultura en tinta y papel: 1800-1860 (México, Instituto Mora - Instituto de Investigaciones Bibliográficas UNAM, 2001), pp. 395-408, aquí p. 396.[]
12 Estos tres aspectos los profundiza y discute Elias Palti, La nación como problema. Los historiadores y la “cuestión nacional” (Argentina, FCE, 2003), p. 132.[]
13 El Museo Mexicano fue una revista periódica ilustrada publicada entre 1843 y 1844, El Album Mexicano apareció entre 1849 y 1850 y La Ilustración Mexicana entre 1851 y 1852 y reanudada en 1854. En 1838, Cumplido abrió su propia imprenta y en 1841 comenzó la publicación del periódico El Siglo XIX, además de las revistas mencionadas. Véase Ramiro Villaseñor, Ignacio Cumplido, Impresor Tapatío (México, Gobierno de Jalisco, 1987) y María Esther Pérez Salas, “Los secretos de una empresa exitosa: la imprenta de Ignacio Cumplido”, Laura Suarez de la Torre, Constructores de un cambio cultural: impresores - editores y libreros en la Ciudad de México 1830-1855 (México, Instituto Mora, 2003), pp. 101-182.
[14] Puede verse una reedición en Juan de Dios Arias, Los mexicanos pintados por si mismos (México, Centro de Estudios de Historia de México CONDUMEX, 1989).
[15] Op. Cit. Tomás Pérez Vejo, “La invención de una nación: la imagen de México en la prensa ilustrada de la primera mitad del siglo XIX (1830-1855)”, p. 403.[]
16 Ibídem, p. 396.[]
17 Frances Yates, The Art of Memory (Chicago, Chicago University Press, 1966).[]
18 Ibídem.[]
19 Elías José Palti, “La Sociedad Filarmónica del Pito. Opera, prensa y política en la República restaurada” (México, 1867-1876), Historia Mexicana, Vol. LII, Núm. 4, (abril-junio, 2003), pp. 941-978, aquí p. 945.[]
20 Ibídem, p. 946.[]
21 Así lo señala Salvador Pruneda, La caricatura como arma política (México, INEHRM, 2003)[1958], p. 17.[]
22 Esther Acevedo considera que la caricatura política floreció en los periódicos de México a partir de 1861 con la publicación de La Orquesta. Véase Esther Acevedo, La caricatura política en México en el siglo XIX (México, Conaculta, 2000).[]
23 Op. Cit. Salvador Pruneda, La caricatura como arma política, p. 20.[]
24 Por ejemplo algunos subtítulos de diversos periódicos muestran esa faceta: San Baltasar, que apareció entre 1869 y 1870 a favor del general Porfirio Díaz decía ‘periódico chusco, amante de decir bromas y grocerías, afecto a las convivialidades, y con caricaturas’. El Padre Cobos que apareció en 1870 y tuvo una publicación intermitente hasta 1880 resurgiendo en 1910, también a favor de Porfirio Díaz en las elecciones de 1871, tenía el siguiente subtítulo, ‘periódico alegre, campechano y amante de decir indirectas... aunque sean directas’. Ambas citas tomadas de Ibídem, pp. 43-45.[]
25 Esta idea la señala refiriéndose a El Hijo del Ahuizote, Cosío Villegas, Historia Moderna de México. El Porfiriato. La vida polítca interior, parte 2 (México-Buenos Aires, Hermes, 1972), p.239.[]
26 Una de las principales autoras que ha enfatizado en diversos trabajos esta postura es María del Carmen Ruiz Castañeda pero otros autores han continuado esta línea. Por ejemplo un trabajo acerca del auge de periódicos que aparecían en los períodos de elecciones durante el porfiriato señala que “no puede ser considerada prensa de partido pues su aparición efímera y su apego a la defensa de intereses específicos así lo indican. Tampoco era una prensa de oposición, pues sus vínculos y cobijo en el poder así lo sugieren.” Romeo Rojas Rojas, “Periódicos electoreros del porfiriato”, Revista mexicana de ciencias políticas y sociales, Año XXVIII: 109, julio – septiembre 1982. Como si el apoyo al régimen encabezado por Díaz no implicara la existencia de compromisos políticos y a contrapelo de toda su evidencia empírica Rojas desmerece esta prensa por responder incondicionalmente a las reelecciones de Díaz. []
27 Florence Toussaint Alcaraz, Escenario de la prensa en el Porfiriato (México, Fundación Manuel Buendía, 1984).[]
28 Ibídem, pp. 34-35.[]
29 Véase el cuadro realizado por Toussaint, Ibídem, p. 21. La autora ha dividido los períodos según los años de elecciones, además de los años mencionados que se alejan del promedio, entre 1881-1884 habían 177 periódicos y entre 1901-1904 habían 166, los demás momentos están bastante cercanos al promedio de 221 periódicos.[]
30 Toussaint utiliza las cifras de población estimadas en la Historia Moderna de México, en 1877 habían 9 389 461 de habitantes y en 1910 15 160 369, considerando que el 10% de la población consumía periódicos Ibídem p. 67.[]
31 María del Carmen Ruiz Castañeda, El periodismo en México: 450 años de historia (México, UNAM, 1980)[1974], pp. 231-232.[]
32 Ibídem, p. 243.[]
33 Jacqueline Covo, “La prensa en la historiografía mexicana: problemas y perspectivas”, Historia Mexicana, XLII: 3, 1993, pp. 689-710, aquí p. 701.[]
34 Irma Lombardo, De la opinión a la noticia. El surgimiento de los géneros informativos en México (México, Ed. Kiosco, 1992), p. 18.[]
35 Ibídem, p. 91.[]
36 “El plagio Del Sr. Cervantes. Nuestros informes” El Federalista, 5 de julio de 1872, pp. 1-3, citado por Ibídem, p. 29.[]
37 Alberto del Castillo Troncoso, “El surgimiento del reportaje policíaco en México. Los inicios de un nuevo lenguaje gráfico (188-1910). Cuicuilco 5:13, Mayo-Agosto, 1998, pp. 163-194, aquí, p. 170.[]
38 La bibliografía acerca de Posada es muy amplia, sólo para mencionar un ejemplo véase Monografía. Las obras de José Guadalupe Posada, con introducción de Diego Rivera (México, Mexican Folkways, 1991).[]
39 Op. Cit. Alberto del Castillo Troncoso, “El surgimiento del reportaje policíaco en México”, p. 184.[]
40 Aquí ya se hace referencia al año 1896 como el momento clave en la transformación de la prensa debido al surgimiento de El Imparcial, sin embargo se agrega un detalle significativo, descartado por los trabajos más recientes. Este año también fue el de la desaparición del diario El siglo XIX, que acababa de celebrar su cincuentenario, ibídem, p. 525-527.[]
41 Ibídem, p. 526.[]
42 Ibídem, p.531.[]
43 Estos objetivos se plantean al inicio del apartado denominado “El Necesariato” justamente aludiendo a la idea de Porfirio como una figura necesaria e insustituible, Cosío Villegas, Historia Moderna de México, p. 313-314.[]
44 Ibídem, p.362.[]
45 Ibídem , p. 374. []
46 Ariel Rodríguez Kuri, “El discurso del miedo: El Imparcial y Francisco I. Madero” Historia Mexicana XL:4, 1991, pp. 697-740.[]
47 Citado por Op. Cit. Ariel Rodríguez Kuri, “El discurso del miedo: El Imparcial y Francisco I. Madero”, p. 699: Gunter Barth, City People. The Rise of Modern City culture in Nineteenth-Century America (Nueva York, Oxford, Oxford University Press, 1980), p. 28-57,[]
48 Ibídem, p. 705.[]
49 Paolo Riguzzi, “México próspero: las dimensiones de la imagen nacional en el porfiriato”, Historias, 20 (abril-septiembre 1988), pp. 137-157, aquí p. 137.[]
50 Ibídem, p. 139.[]
51 Un trabajo excelente acerca de la política de propaganda que México produjo para el exterior es el libro de Manuel Tenorio Trillo, Artilugio de la nación moderna. México en las exposiciones universales, 1880-1930. (México, FCE, 1998).
[52] Inés Yujnovsky “Industrias que progresan” El papel de la propaganda ilustrada en la reducción de los costos de transacción, México 1892-1910.” Mimeo, trabajo presentado para el seminario Historia Económica de México, 1820-1940 dictado por la Dra. Sandra Kuntz Ficker, El Colegio de México, Marzo-julio 2004.
[53] Esta es la propuesta de Marcello Carmagnani, Estado y mercado: la economía pública del liberalismo mexicano, 1850-1911. (México, Fondo de Cultura Económica, 1994), en especial capítulo I “Riqueza Nacional, derechos económicos y regulación estatal”, pp.25-55.[]
54 Por ejemplo Julieta Ortiz Gaitán, “Inicios de la fotografía en el discurso publicitario de la prensa ilustrada”, Alquimia, 7:20, enero-abril 2004.[]
55 Ibídem, p. 7-8.[]
56 En las primeras décadas del siglo XX, Walter Benjamin realizó una de las primeras y más incisivas mirada crítica a los fenómenos de expansión del consumo de la sociedad burguesa europea, analiza el mundo burgués en el que predominaba el sentido de la vista. Las vidrieras, los pasajes el panorama, la fisiognomía, la luz a gas, el humo son algunas de sus descripciones que dan prioridad a la vista en el mundo moderno. En consecuencia propone la figura del flaneur como un caminante que observa la ciudad desde el anonimato que le otorga la multitud; mirar las vidrieras era una de las actividades principales del paseante. Walter Benjamin, Iluminaciones II (España, Taurus, 1972), pp. 173-174.[]
57 Este tema es ampliamente desarrollado en la tesis doctoral de Ariel Arnal, Fotografía del zapatismo en la prensa de la ciudad de México entre 1910 y 1915 (Departamento de Historia Universidad Iberoamericana, México, 2001). Véase también su artículo Ariel Arnal, “Construyendo símbolos-fotografía política en México 1865-1911”, EIAL 9:1 (1998).[]
58 Respecto a las visiones norteamericanas reproducidas en imágenes véase, Paul Vanderwood y Frank Samponaro, Los rostros de la batalla. Furia en la frontera México-Estados Unidos, 1910-1917 (México, Conaculta-Grijalbo-Camera Lucida, 1993) y Margarita de Orellana, La mirada circular (México, Artes de México, 1999).[]
59 Un libro interesante que reproduce imágenes de las soldaderas es Elena Poniatowska, Las Soldaderas. (Ed. Era INAH, Pachuca-México, 1999).[]
60 John Mraz, “Today, Tomorrow, and Always: The golden Age of Illustrated Magazines in Mexico, 1937-1960”, Gilbert M. Joseph, Anne Rubenstein and Eric Zolov (ed.) Fragments of a golden age. The politics of Culture in Mexico since 1940. (Durham and London, Duke University Press, 2001), pp.116-157, aquí p. 116.[]
61 Ibídem, p. 121.[]
62 Ibídem, p. 118.[]
63 Ibídem, p. 126.[]
64 Ibídem, p. 123.[]
65 Ibídem, p. 151-152.

Categoría: 
Artículo
Época de interés: 
Porfirismo y Revolución Mexicana
Área de interés: 
Historia Cultural

La transición al periodismo industrial de tres periódicos mexicanos. Finales del siglo XIX y principios del XX.

Autor: 
Celia del Palacio Montiel
Institución: 
Universidad de Guadalajara
Síntesis: 
La transición al periodismo industrial de tres periódicos mexicanos. Finales del siglo XIX y principios del XX.
 
Celia del Palacio Montiel
Departamento de Estudios de la Comunicación Social
Universidad de Guadalajara
 
 
En el presente trabajo procuraremos analizar los procesos de transformación del periodismo decimonónico al periodismo industrial a principios del siglo XX en tres regiones de México: La Gaceta de Guadalajara, en Jalisco; El Correo de la Tarde en Sinaloa y El Diario Comercial, en Veracruz, procurando dar cuenta de las diferencias regionales de los procesos.
¿Por qué analizar estas regiones?
 
Después de realizar estudios en torno a los inicios de la prensa en diversos lugares del país, estoy convencida que mucho depende del carácter regional y otras determinaciones que tienen qué ver con el desarrollo material y cultural de las diversas regiones el cómo y cuándo se inicie con la tarea de imprimir libros y producir periódicos y el desarrollo que la prensa tendría posteriormente.
 
Antes que nada, resulta imperativo definir el concepto principal que se aborda aquí: región. Resulta sin embargo difícil establecer qué concepto se usará, ya que las regiones a que me refiero aquí no corresponden siempre a los “estados”: denominaciones territoriales basadas en criterios jurídicos y políticos, históricamente determinados, que actualmente conocemos.
 
No quiero aquí, sin embargo, abundar demasiado en la definición de región, que ha ocupado a diversos historiadores y teóricos[1]. Si nos ceñimos a la definición más elemental, región es la división que se hace de un territorio para su estudio, tomando en cuenta sus características o elementos que la identifiquen como tal. Así, dentro de México como país existen diversas regiones culturales, geográficas, gastronómicas que no siempre coinciden con las denominaciones territoriales jurídicamente conformadas. En el caso del presente artículo, adoptaré esta definición elemental y procuraré probar que, en efecto, existen algunas características regionales que diferencian a un lugar de otro y que estas características dan un carácter distintivo a cada una de las regiones estudiadas y las maneras que tuvo cada una de ellas de establecer primero y utilizar después la tecnología (es decir la imprenta) para producir impresos y posteriormente periódicos (el producto cultural propiamente dicho).
 
Se ha preferido el enfoque comparativo ya que creemos que éste puede proporcionar al estudioso de la historia, elementos que permitan encontrar qué hay de específico, de único en un fenómeno, en una región y dónde pueden encontrarse regularidades y patrones.[2] Así, podría llegarse a conclusiones más certeras respecto a la historia de la prensa y del periodismo en México, ya que hasta hace muy poco tiempo, estas historias pretendían homogeneizar todo el territorio del país e igualarlo a lo sucedido en la ciudad de México.
 
Por otro lado, estamos entendiendo como moderno, al periodismo que comenzó a circular a finales del siglo diecinueve en México y que a diferencia de los órganos inminentemente políticos del siglo XIX, empezó a tener algunas de las características de los periódicos que hasta hoy conocemos.
 
Como algunos otros estudiosos de la prensa,[3] pensamos que la génesis de las características de la prensa actual se manifiestan hace un siglo, precisamente en esa etapa histórica que todavía define muchos de los rasgos de la organización social presente: el Porfiriato.
 
Fue a partir de 1880 que la prensa tuvo un fuerte empuje. El periodismo de combate tuvo una libertad casi absoluta durante la primera etapa gubernamental, pero Díaz fomentó las subvenciones a los periódicos oficiosos y dio empleos y prebendas a los periódicos adictos, al mismo tiempo que procuraba hacer el vacío oficial respecto a los disidentes. Se dio luego una segunda fase de la lucha contra la prensa de oposición que fue práctica: consistió en reformar las legislaciones de imprenta, por lo que los periodistas quedaron en manos de los jueces, expuestos a toda clase de represiones.
 
Durante estos años, se operó un cambio decisivo que culminaría más adelante en la prensa de masas. De momento, se inició una nueva concepción de la empresa periodística.
 
Esta nueva situación se vio reforzada con la aparición en 1888 de El Universal (julio) fundado por Rafael Reyes Spíndola. En él se suprimieron todas las firmas editoriales y los demás artículos que eran característicos de la prensa hasta entonces. Spíndola fracasó económicamente, pero había iniciado una nueva forma de concebir la empresa periodística.
 
El Universal pasó a manos de Ramón Prida, convirtiéndose en el órgano oficial del Partido Científico, periódico tristemente célebre por haber llegado a consagrar el fraude político. Otros periódicos que pueden ser considerados precursores de la modernidad periodística en México fueron El Federalista que desde 1872 comenzó a desarrollar en México los géneros periodísticos de la noticia y el reportaje. Otro periódico importante fue El Noticioso, de Manuel Caballero, que ha sido llamado “el primer repórter de México”; este salió a la luz en 1880.[4]
 
Por otro lado, también fue en el Porfiriato, y con la paz conseguida, que se estabilizaron las tendencias literarias de la época y se produjo el lento deslizamiento hacia el modernismo.
 
En 1894 surgió la Revista Azul, que fundaría en México la idea del suplemento cultural encartado los domingos en el periódico. Se le ha llamado la primera publicación moderna donde se propone la construcción de un gusto cultural y un canon literario.[5] En este mismo sentido, en 1898, surgió la Revista Moderna (1898-1911).
 
Los distintos adelantos tecnológicos aparecidos en el transcurso del siglo XIX, como la litografía, introducida a México en 1826 y que se volvió de uso cotidiano en los periódicos desde 1876; o la prensa rotativa de Hoe que empezaría a usarse en México en la última década del siglo, resultaron especialmente significativos. Otros adelantos aplicados a la prensa fueron el telégrafo (1844), el teléfono (1876), así como la máquina de escribir; aunque sería sin duda el linotipo el más importante de ellos. Éste llegó a México en 1885 y dio un vuelco a los talleres tipográficos de la época aumentando la velocidad de tiro hasta en 1,700 y 3,500 ejemplares por hora.[6]
 
El desarrollo económico trajo consecuentemente un avance importante en las técnicas de impresión, lo cual permitió la aparición de múltiples diarios. Este mismo crecimiento impulsó actividades especializadas y sus respectivas ediciones periodísticas. Por tanto, el espectro temático, formal, ideológico de la prensa en el periodo era enorme y difícil de abarcar.
 
Todos estos adelantos transformaron la manera de concebir al periodismo, la prensa periódica en general y los contenidos de la prensa; esto permitió que en 1896 naciera el periodismo moderno con la aparición de El Imparcial, de Reyes Spíndola.
 
Entendemos por periodismo moderno a los inicios de la prensa industrial, en la que en el mismo lugar se desarrollan todas las fases de la producción, hay una relativa especialización de los trabajadores (director, redactor en jefe, redactores, reporteros y gacetilleros) y cuyo fin fundamental es la comercialización y la masificación del producto comunicativo gracias a una tecnología que así lo permite.[7]
 
El Imparcial, a diferencia de sus antecesores El Monitor Republicano y El Siglo XIX, comenzó a utilizar esta nuevas técnicas y se valía de otros ardides para su venta, que estaban muy cercanos a los del periodismo amarillo norteamericano de la época: publicación de temas de interés para el gran público, reducción de los precios de venta (el primero de los famosos periódicos de un centavo) y aumento de la publicidad en todas sus páginas.
 
Con este periódico se inició pues, la etapa del periodismo industrializado en México bajo la protección oficial.[8]
 
Esta situación de protección por una parte y de éxito debido al amarillismo y al abaratamiento del precio, por otra, contribuyó a que la prensa independiente se viera obligada al cierre, como le sucedió precisamente a El Monitor Republicano, que desapareció ese año.
 
La táctica de las persecuciones políticas no sólo no iba a disminuir a principios del siglo XX, sino que solía aumentar a medida que se aproximaban las nuevas elecciones. En 1908 tuvieron eco importante los movimientos sociales registrados en Coahuila y Chihuahua, a lo que se sumó el incremento de la actividad política suscitada por las declaraciones de Díaz al periodista norteamericano James Creelman, en cuanto a que su gobierno había sido una dictadura provisional para educar al pueblo mexicano para la democracia, en la que él mismo creía, y aseguró que se retiraría al terminar el periodo constitucional, pues el pueblo estaba listo para la vida democrática.
 
La última reacción violenta del gobierno, desencadenando la represión hacia la prensa independiente, fue a partir de septiembre de 1908, permitiendo que el aparato judicial aplastara a los periódicos de la oposición que se vieron obligados a desaparecer, entre ellos, el famoso Diario del Hogar.
 
Así como El Imparcial inició la era del periodismo moderno en la ciudad de México, en otros estados de la república la modernidad periodística no se hizo esperar mucho tiempo: La Gaceta de Guadalajara, de 1902, fue la que emuló al periódico de Reyes Spíndola, ayudada por la llegada del linotipo a la ciudad de Guadalajara en 1904. En el estado de Veracruz, el periodismo moderno comenzó a desarrollarse desde 1880 con El Diario Comercial y de manera definitiva, con El Pueblo, de 1915, aunque el linotipo llegó al puerto en 1909, para ser utilizado por el hasta hoy decano de la prensa nacional: El Dictamen[9]. Mientras que en Sinaloa, tocó el privilegio de inaugurar el periodismo moderno a El Correo de la Tarde, que comenzó a presentar signos de modernidad desde su nacimiento en 1885.
 
Guadalajara.-
La instalación de la imprenta en Jalisco (Nueva Galicia en ese momento) tuvo lugar a fines de 1792 con Mariano Valdés Téllez Girón. Debido a la enorme centralización que siempre ha operado en el estado, hablar de los inicios de la prensa en Jalisco es, en verdad, hablar de los inicios de la prensa en Guadalajara.
 
Nunca se albergó ninguna duda respecto al lugar donde la imprenta debía establecerse: Guadalajara era el centro de la actividad comercial y social del occidente, ninguna otra población de la zona llegaría a tener una importancia relevante desde el punto de vista de publicaciones, hasta casi finales del siglo XIX. Existía San Juan de los Lagos con su enorme feria comercial, sin embargo la actividad de la población se reducía a unas pocas semanas al año. Por otro lado, Lagos de Moreno, cuna de cierta actividad intelectual, a pesar de ser un punto importante de los circuitos comerciales del Caminio real de Tierra Adentro, no desarrollaría ninguna actividad periodística sino hasta entrado el siglo XIX.
 
El segundo taller de imprenta de Guadalajara fue el de Mariano Rodríguez, que empezó a funcionar con parte de la maquinaria de la imprenta de Fructo Romero en 1821. En esta imprenta salieron a la luz más de 89 impresos entre 1821 y 1824. Este taller siguió funcionando con distintos nombres hasta 1936.
 
En el mismo año de 1821 se fundó el tercer taller de imprenta, bajo la mano de Urbano San Román, quien lo puso a disposición del Gobierno de Jalisco. De esas prensas saldría la mayor parte de la producción de periódicos y opúsculos federalistas.[10]
 
En Guadalajara, el proceso de transición hacia la prensa industrial fue lento y la ruptura con la época dorada del periodismo decimonónico no se da con la misma virulencia que en Veracruz o en la ciudad de México; los cambios en las publicaciones periódicas fueron graduales y no se puede hablar, sino hasta entrado el siglo XX, de periodismo moderno. A pesar de que algunas empresas editoriales de fin de siglo modifican sus técnicas de impresión y aumentan el tiraje, los formatos y contenidos no cambian fundamentalmente sino hasta años después. De hecho, el primer periódico que puede considerarse “moderno” es La Gaceta de Guadalajara, que empezó a aparecer en 1902 y que sin embargo no incorporó el linotipo ni las estrategias comerciales a su elaboración y venta, sino hasta 1904.
 
Precisamente en ese periodo es cuando se consolida la ya inminente emigración hacia la ciudad de México de intelectuales pertenecientes a la burguesía ilustrada; esto, aunado a la represión ejercida contra los periodistas y escritores, da como con resultado una prensa que no refleja las inquietudes políticas ni literarias de los tapatíos.
 
Al acercarse las elecciones de 1909, los periódicos toman partido, los grandes diarios reducen considerablemente el espacio dedicado a otros temas y se convierten en instrumento de propaganda política. Es importante pues recalcar que además de aquellos periódicos llamados “electoreros”, todos los grandes periódicos se convertían en instrumento de promoción del dictador.
 
Entre las publicaciones más importantes y longevas de la época, encontramos al bisemanario La Libertad (1898-1909), que se presenta como “bisemanario netamente independiente dedicado a la defensa de los derechos sociales”, bajo la dirección de Francisco L. Navarro. En sus 1,095 números encontramos artículos de fondo, literatura y crónicas citadinas.
 
El Correo de Jalisco, diario de la tarde, dirigido por Victoriano Salado Álvarez y Manuel M. González, nace en 1895; en 1896 pasa a manos de José Ignacio Cañedo y adquiere, a través de su jefe de redacción Antonio Ortiz Gordoa, “el carácter de radical con ribetes de jacobino”.[11] En 1897 publica una edición matutina llamada El Correo, de 1899 a 1901 una edición ilustrada llamada El Domingo, y en 1905 una literaria de gran importancia: El Correo Literario, bajo la dirección del poeta modernista Manuel Puga y Acal. En ella colaboraron famosos literatos como Victoriano Salado Álvarez, Jesús María Flores, Joaquín Gutiérrez Hermosillo e Higinio Vázquez de Santa Ana. En julio de 1909, el periódico pasa a ser el órgano vocero del Club Reeleccionista Ramón Corral, que apoya la candidatura de este político a la vicepresidencia de la república. Los editores son enviados a prisión y “apaleados por los esbirros” del gobernados Curiel.
 
El tercer gran periódico de la época es La Gaceta de Guadalajara, que aparece en 1902, y que tendría una larga vida, hasta la entrada de las tropas obregonistas a Guadalajara el 8 de julio de 1914. Primero bajo la dirección de Luis Manuel Rojas (luego fundador de Revista de Revistas en la ciudad de México), pasó luego a ser propiedad del político colimense Trinidad Alamillo, bajo cuya dirección el órgano se convirtió en un periódico “moderno”, con linotipos y estrategias comerciales de venta, que lo hicieron el más importante de su tiempo. La Gaceta de Guadalajara tuvo desde 1902 su propio taller de imprenta, funciones especializadas para sus trabajadores, y a partir de 1904, funcionó con el flamante linotipo y sus máquinas eran movidas por su propia planta eléctrica. Ya antes de 1910, el periódico tenía su propia “marcha”, su propio noticiero en los cines locales y concursos de diferentes materias que auspiciaba. Los sorteos donde se rifaban objetos a los suscriptores eran muy frecuentes y llegaron a asegurar tener un tiraje de casi quince mil ejemplares en sólo su edición matutina (ya que tenía una vespertina y una dominical) antes de 1914.
 
La Gaceta de Guadalajara, en su formato y contenidos puede decirse que tenía un patrón casi actual y sin duda fue la empresa periodística más grande e influyente de su tiempo hasta la entrada de las tropas obregonistas a Guadalajara en 1914.
 
Veracruz.-
La llegada de la imprenta al primer puerto del país, Veracruz, data de la última década del siglo XVIII. El primer impreso que se reconoce como veracruzano, son unas Alabanzas a San José, impresas en 1794 por Manuel López Bueno. El periodismo en el estado de Veracruz se inició en 1795 con la Gaceta del Real Tribunal del Consulado, editada por el mismo López Bueno, aunque el primer periódico en toda forma que se conserva es El Jornal Económico Mercantil de 1806.
 
Este estado, a diferencia de otros de la república conserva desde principios del siglo XIX una diversidad de órganos de prensa distribuidos según sus diferentes regiones en varias ciudades. A lo largo del siglo XIX encontramos periódicos de alguna importancia en por lo menos cinco ciudades (Veracruz, Xalapa, Orizaba, Córdoba y Tlacotalpan), mientras que se publicaban algunos periódicos en otros trece lugares.
 
Este desarrollo de la imprenta se debe a la tendencia de regionalización particular de Veracruz, la cual obedece a la peculiar geografía de aquel estado, a la cual hay que aunarle la dificultad en los transportes y escasez de carreteras que comunicaran a todo el territorio; el estado sufrió una fragmentación importante, lo cual dio lugar a regiones autónomas con necesidades económicas propias, manifestaciones culturales particulares y también periodísticas.
 
Desde los inicios del periodismo en Veracruz se pueden apreciar algunos rasgos de modernidad y de adelanto en relación con el de otras partes de la república, sin embargo sería también en las últimas décadas del siglo XIX que se percibirían las mismas características del periodismo moderno señaladas más arriba.
 
También en Veracruz, como en el resto de la república, vemos que coexistieron en esa época los diarios políticos sobrevivientes de la Reforma como los ya mencionados Siglo XIX y Monitor Republicano (en el caso de Veracruz, fue El Conciliador el que ocupó ese papel), aunque también los periódicos políticos o propiamente “electoreros”[12] con los nuevos periódicos escritos bajo otros principios: privilegio de la ligereza informativa por encima de la polémica y la inclusión de políticas comerciales del periodismo amarillo norteamericano. Aunque el periodismo en el estado surgió ejerciendo el diarismo, luego sufrió la tendencia contraria: alrededor de 1840 aparecerían más semanarios, hecho que se prolongó hasta fines del siglo diecinueve.[13]
 
1878 fue el año de mayor producción periodística en todo el país. De los 238 órganos de prensa nacional, a Veracruz corresponden 31. La mayor parte de estos órganos de prensa son efímeros, muchos de ellos sólo alcanzaron a vivir unos meses, sobre todo aquellos con finalidades electorales o de coyuntura política, que una vez pasado el acontecimiento, dejaban de publicarse. Hay un crecido número de periódicos en 1879-1880 y 1883, años que coinciden con las luchas electorales en el estado. No se puede averiguar mucho acerca de los tirajes y suponemos que deben haber sido bajos.
 
En este periodo ya existían muchas imprentas en las ciudades que hemos mencionado. En el puerto de Veracruz localizamos 13, en Córdoba cinco, en Orizaba doce y en Xalapa cinco Existían por supuesto dificultades para la circulación y ésta se efectuaba a grandes distancias a pesar de todo. Los lectores de periódicos seguían siendo las élites: los mismos periodistas, políticos, administradores, comerciantes, industriales, maestros y algunos estudiantes adinerados. Sin embargo, no se pueden dejar de lado algunas otras posibilidades no convencionales de lectura, como la colectiva. De hecho, este último acercamiento al periódico es mucho más común de lo que se piensa, es decir, a través de una persona que lee para el grupo o bien por medio de los comentarios que se hacen en torno a las noticias en ciertos centros de reunión.[14]
 
En ese momento el contenido de las publicaciones era político. La ausencia de partidos que auspiciaran la participación pública o su reducción a reducidos sectores, hizo de la prensa un buen sustituto para la organización política. Era considerado como deber del periodista criticar al gobierno desde la prensa. Éste, a su vez, utilizó a la prensa para justificarse y darle sustento a sus decisiones.
 
La estructura de tales periódicos privilegiaba al editorial, el artículo de opinión y la crítica. Costaban de cuatro páginas, generalmente ocupando la primera y la segunda con textos largos. En los periódicos de Veracruz de esa época no aparecen grabados o ilustraciones. Las noticias eran de poca importancia y aparecían en la tercera y cuarta página bajo el nombre de “generala”. La mayor parte de ellas eran locales o nacionales siendo muy pocas las internacionales. Sin embargo, incluso en la sección informativa hay una clara intención política.
 
También circulaban periódicos que se han confundido con obreros, pero estos últimos aparecerían hasta años más tarde en el estado.
 
En la década de 1880, abundaban aún los semanarios y comienzan a surgir con mayor fuerza las revistas especializadas, en especial las culturales y literarias. La prensa científica y literaria forma un brillante capítulo de ese periodo, gracias a la reorganización de las escuelas primarias y preparatorias, así como a la creación de las sociedades literarias al calor del renacimiento literario de los años setenta. Por otro lado, la reforma en la enseñanza primaria iniciada por Carlos A. Carrillo, Enrique Laubscher y Enrique Rébsamen, trae una serie de trabajos que se reflejan en la publicación de periódicos educativos.
 
Podemos afirmar que fue a fines de los años noventa cuando comenzó a desarrollarse el periodismo moderno en Veracruz. En la escena periodística, como en toda transición, coexistía en la última década del siglo, el periódico “moderno”, que recibía protección de Porfirio Díaz y a su vez defendía a las clases en el poder, junto con otros periódicos artesanales de poco tiraje y largos editoriales y artículos políticos que por no poder defender su independencia, fueron muriendo poco a poco.
 
En Veracruz, en 1898, el gobierno estaba en manos de Teodoro Dehesa, quien se distinguió por el impulso que le dio a esta entidad en todos los ramos administrativos y por su odio implacable a los científicos.[15] Sobre todo se destaca por haberle dado un gran impulso a la instrucción pública. Se respiraba un aire de paz y prosperidad en el puerto de Veracruz: a la vuelta del siglo, el patriciado porteño estaba de plácemes, no sólo por el agitado movimiento comercial que vivía la plaza, sino porque a lo largo del Porfiriato, nunca hubo conflictos importantes. Las clases subalternas sufrieron en Veracruz mucho menos que en otras regiones el monopolio de la violencia que el Porfiriato impuso sobre sus opositores.[16]
 
El auge material e intelectual del Porfiriato se reflejó en la prensa: al igual que en la ciudad de México y Guadalajara, Veracruz comenzó a presentar los adelantos técnicos que definieron esta transición de taller artesanal a manufactura. Serían de vital importancia la utilización del linotipo y el uso de la electricidad en la maquinaria; asimismo, la integración de país por el sistema de ferrocarriles constituiría un factor importante para la mayor distribución y alcance de la prensa. Este surgimiento de una estructura manufacturera de relativa importancia, que también tuvo su representación en los talleres donde se elaboraba el periódico, estaba localizado sobre todo en las principales ciudades como México, Guadalajara y Puebla, o en sitios que se volvieron estratégicos por el tendido de líneas férreas, y en caso de Veracruz, en Orizaba.[17] No es pues nada extraño que después de Veracruz Puerto, la ciudad donde más publicaciones periódicas encontramos, es en Orizaba.
 
Decíamos más arriba que el proceso de modernización de los periódicos no se dio del mismo modo en Veracruz que en otras partes del país, ya que en general el periodismo veracruzano conservó una tendencia mucho más progresista, dando gran importancia a las noticias, procurando una mayor circulación y cierta importancia a la publicidad. Sin embargo los mayores tirajes y el menor precio de venta se registraron hasta los últimos años del siglo XIX.
 
Entre estos periódicos modernos o en vías de serlo, se encuentra El Diario Comercial. Este periódico comenzó a publicarse en 1880 y sobreviviría hasta 1907. Defendería “los intereses morales, mercantiles y materiales de la localidad”; en sus contenidos encontramos sobre todo publicidad, hermoseada con grabados que anunciaban ya los productores extranjeros de enorme popularidad como la Emulsión de Scott y diversos elíxires para curar todo mal. Este periódico fue un caso interesante por su longevidad, ya que a través de él podemos ver cómo se iban operando las transformaciones en la prensa: del periódico poco atractivo y tedioso del siglo XIX, a aquél que atendía primordialmente a los intereses comerciales del siglo XX. Un artículo publicado en él resaltaba los intereses del periódico “moderno”: mejor elemento tipográfico, más esmerada factura, la introducción y profusión de fotograbados. En cuanto a contenidos, se aprecia la variedad de noticias nacionales e internacionales, sin embargo, esta modernidad del periódico era lamentable si se considera que se leía por sus artículos amarillistas, mientras que las materias más serias apenas tenían cabida, por el nulo interés de los lectores.[18]
 
Afirmaban tener corresponsales para publicidad de toda Europa en la casa M.M: Mayence y Cie. En París. Otros elementos que aseguraban su modernidad ya en 1906 eran las reseñas sociales en primera plana (“Lazo de rosas” crónica de una boda) o bien, la nota roja, espectacular y enorme, con titulares de mayor tamaño, fotografías o gráficas (“Crímenes espectaculares: 5 niños degollados”) entre otros muchos.
 
Es precisamente este tipo de elementos, al decir de los mismos articulistas del periódico, lo que aseguraría su lectura y la evolución del periódico “de información y reportazgo” hacia la modernidad, mientras que la prensa especializada apenas había hecho algún progreso. Haciendo una reflexión sobre la permanencia de dichos contenidos, aquel autor asegura que son los lectores los que los piden, por ello “eso es lo que tiene que servir el periódico que desee ampliar su circulación”.[19]
 
Otro elemento, eran los artículos de mejoramiento social, que se enfocaban a combatir los vicios, el juego, el alcoholismo y la estulticia en todas sus formas.[20] Este tipo de artículos, presentes en los nuevos periódicos de todo el país, provenía de la herencia de instructor que tenía el periódico y que le fue inculcada desde los inicios del periodismo en México y que, sin embargo, había quedado adormecida por las discusiones políticas a todo lo largo del siglo.
 
El Dictamen es un caso muy interesante para analizar la modernización de la prensa veracruzana. Comenzó a publicarse en 1898, como semanario, bajo el nombre de El Dictamen Público, que seguía muchos de los parámetros del periodismo decimonónico, aunque ya movido por una prensa de vapor. No fue sino hasta 1904 que el periódico sufriría los cambios más radicales: ya se publicaba en forma cotidiana y en este año, comenzó a circular, además, una versión matutina del mismo, con mayor espacio dedicado a las noticias y una “sección popular” donde los lectores podrían enviar sus comentarios. Durante 1905, el periódico llegó a publicar tres ediciones diarias, sostenidas únicamente por las suscripciones y la publicidad. En 1909, El Dictamen se convirtió en el primer periódico veracruzano que utilizó el linotipo, logrando tirar “hasta ocho mil ejemplares por hora”.[21] De esta manera, los contenidos del periódico se vieron también modificados, ocupando a partir de entonces las noticias, los reportazgos y la nota roja, el mayor espacio dentro del cotidiano. Es importante recalcar además, que la publicidad llegó a ocupar en este periodo, el 75% de la superficie del periódico.
 
Concluyendo el ciclo de modernización de los periódicos en Veracruz, está El Pueblo, de 1915, que contaba ya con un servicio telegráfico directo para conseguir las noticias de la revolución. Sus diferentes departamentos como empresa periodística estaban ya perfectamente diferenciados (se mencionaba incluso un departamento de publicidad), tenía secciones definidas, columnas específicas, grabados y fotos, lo cual constituyó un adelanto considerable respecto a los periódicos anteriores. Su tiraje manifiesto es de 19,000 ejemplares, de los cuales destinan a la venta local 5, 400, a los agentes foráneos 11,875 y al extranjero y varios (donación a bibliotecas, por ejemplo) 1,725. Su precio, cinco centavos. Anuncian, además, que son “el único periódico de la localidad que tienen noticias directas del extranjero”. Se había ya llegado en Veracruz a la modernidad periodística en toda forma.
 
Sinaloa.-
Las gestiones iniciales para llevar una imprenta a Sinaloa comenzaron con el gobierno de Guadalupe Victoria, en octubre de 1824. El presidente adquirió una pequeña imprenta con valor de 4,500 pesos al presbítero Joaquín Furlong. El vicegobernador Francisco de Iriarte y Conde, hombre culto educado en Guadalajara, fue el encargado de gestionar la compra y el traslado, vía Zihuatanejo, de la imprenta destinada a la provincia de Sinaloa. Fue también él quien contrató los servicios del impresor José Felipe Gómez, tipógrafo descendiente de Ignacio Gómez, primer impresor de Michoacán. Don José Felipe había servido a los hermanos Rayón e incluso a José María Morelos y Pavón.
 
No se tiene noticia exacta de la fecha en que salió la imprenta de la ciudad de México, pero parece ser que la tardanza de los trámites oficiales, la contrata de los impresores, el empaque y traslado a lomo de mula del taller de imprenta hasta el puerto guerrerense, retardó la llegada de la imprenta a la Provincia de Sinaloa hasta octubre de 1825.
 
El primer impreso de Sinaloa fue la Convocatoria para las elecciones y las Bases Generales para la integración del Congreso, ley publicada y sancionada el 8 de noviembre de 1825.
 
La imprenta funcionó en la ciudad de El Fuerte, desde el día 8 de noviembre de 1825 hasta el 28 de agosto de 1826, en que se hizo el cierre de sesiones del primer periodo del Congreso Constitucional de Occidente.
 
Después el taller estuvo inactivo ya que fueron trasladados los poderes al Real de Minas de Cosalá, Provincia de Sinaloa, por el levantamiento armado de los indios yaquis y mayos instigados por el cura párroco de Cocorit.
 
El señor Gómez reinstaló la imprenta en la población de Cosalá con alguna tardanza motivada por la desintegración del Congreso, pero volvió a trabajar de nuevo el día 27 de diciembre de 1826, permaneciendo hasta el 30 de noviembre de 1827.
 
El Congreso de Occidente, en Cosalá, señaló capital y residencia de los poderes del estado al Mineral de Álamos, con fecha de 26 de octubre de 1827, pero debido a las discordias entre los legisladores, anduvo la Asamblea errante por la ciudad Asilo del Rosario, hasta establecerse en el Real de la Purísima Concepción de los Álamos el 18 de enero de 1828, lugar donde volvió a funcionar el taller de imprenta y permaneció en este sitio hasta que se hizo la división de Estado de Occidente en dos entidades federativas: Sinaloa y Sonora, el 13 de marzo de 1831.
 
Los materiales publicados en estos primeros años de la imprenta sinaloense, son decretos, contrataciones, circulares, estado de las rentas del estado, memorias de tesorería, informes de la administración pública, aranceles, dictámenes diversos y leyes.
 
El primer libro impreso en Sinaloa fue la Colección de decretos expedidos por el Honorable Congreso de Occidente, editada en 1826 bajo la dirección de José Felipe Gómez.
 
La cuna del periodismo en Sinaloa fue el Real de Minas de Cosalá, donde se publicó el primer periódico titulado El Espectador Imparcial en febrero de 1827. En la población de El Fuerte, el primer periódico fue Celajes, que todavía se publicaba en 1829. En Culiacán, capital del Estado después de la separación de las dos provincias, se publicó Los Gracos, en agosto de 1832.[22]
 
El Correo de la Tarde apareció en Mazatlán en 1885, fundado por Miguel Retes e impreso en el taller de este mismo. Pocos meses después de su aparición, la Cámara de Comercio de Mazatlán lo toma como su órgano oficial. “El periódico se convierte desde entonces hasta 1905 en vocero de ese grupo.”[23] Precisamente ese año, Miguel Retes vendió su empresa periodística a Francisco Valadés y Andrés Avendaño, comerciantes del puerto. Figuró como decano de la prensa nacional, ya que circuló hasta fines de los años setenta del siglo XX.
 
Es sin duda, uno de los periódicos más importantes de fuera de la ciudad de México por diversas razones. La imprenta en la que nació, se consideraba ya en 1898 como digna competidora de las mejores de Estados Unidos. Desde 1892, tuvo una caldera de vapor de dos caballos para mover las prensas y el mayor capital de la ciudad y en 1898, tenía máquinas de rayar, de grabados, estereotipos, así como un sinfín de aparatos modernos. Las prensas eran de cilindro y de pedal y la maquinaria, como ya se ha dicho, se movía por vapor. Desde 1900, el taller se convierte en la “Imprenta, papelería y librería de Miguel Retes y Compañía”.[24] El Correo de la Tarde está considerado como el más moderno de la región noroeste de México
 
Por las características de su proceso técnico de impresión, formato, organización de su espacio, sistemas informativos que posibilitan su interconexión con otros periódicos, la presencia de repórters, corresponsales y fotógrafos para la caza de noticias, su sistema de abonados y su diversidad tipográfica, entre otros.[25]
 
Algunas de estas características se presentaron en el periódico desde su nacimiento, pero otras fueron presentándose con el tiempo, y por lo tanto, la modernidad del diario puede considerarse como gradual y sin embargo precursora en la región de noroeste. Fue significativo que este periódico no saliera a la luz en Culiacán, la capital, sino en Mazatlán, puerto importante para el comercio, donde llegaban las mercaderías y las noticias a través de los barcos y las diligencias, así como del correo y posteriormente del telégrafo. El Correo de la Tarde contó con este servicio desde 1886 y con teléfono desde 1898. La presencia en Mazatlán del señor Antonio Verdinez, agente de periódicos de diversos lugares de México y del extranjero fue crucial para el periódico, que se enriqueció con esta información y pudo aumentar su circulación mucho más allá de las fronteras del Estado y del país.
 
Todo esto repercutió naturalmente en los formatos y contenidos del periódico. Desde 1896 se encuentran ilustraciones (grabados y fotografías) en la primera página y gran cantidad de publicidad, no sólo local, sino nacional e internacional.
 
Sin embargo una característica que hace especial y diferente a este órgano periodístico, es la posición crítica que guarda el periódico respecto a los gobernantes en general, a excepción de Porfirio Díaz. Los mismos gobernantes porfiristas se quejaron muchas veces de la posición crítica del periódico.
 
Conclusiones.-
Después de este recorrido a vuelo de pájaro por tres distintas regiones de México y ver el desarrollo de su periodismo y la manera en que las publicaciones periódicas se fueron modernizando a finales del siglo XIX, podemos concluir que si bien no son tan importantes las diferencias regionales, ya que los periódicos presentan más o menos las mismas características de modernidad, los mismos contenidos y los mismos formatos, el punto que parecería tener mayor importancia, es que la modernidad periodística no empezó con El Imparcial en 1896, como se ha repetido durante años en las historias del periodismo en México.
 
Vemos que desde 1885 en Mazatlán El Correo de la Tarde contaba con una serie de ventajas materiales para la realización de un periódico en vías de ser moderno, así como algo parecido ocurría en Veracruz desde 1880 con El Diario Comercial. Parecería en este sentido que la población más rezagada fue paradójicamente, Guadalajara, segunda en importancia en la República Mexicana, cuya modernidad periodística se inició en 1904, con la utilización del linotipo por parte de La Gaceta de Guadalajara, sin embargo, el carácter propiamente industrial de la prensa no se llegaría a consolidar hasta después de 1917 (año de la fundación de El Informador, periódico más longevo de la entidad y uno de los más importantes hasta la fecha).
 
La posición geográfica privilegiada de los dos puertos, uno del Pacífico y el otro del Golfo de México, ayudó a hacer posible la modernidad periodística.
 
Vayan estas reflexiones, todavía muy preliminares, como el intento de hacer otra historia, alternativa, del periodismo en México, contándola desde las regiones.
 
 
Bibliografía.-
 
AGUILAR PLATA, Blanca. (1982), “El Imparcial, su oficio y su negocio”, en Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales. Núm.109 (julio-septiembre, 1982), México. Facultad de Ciencias Políticas. UNAM.
BONILLA, Laura (2002), “Manuel Caballero, precursor del periodismo moderno. Historia y periodismo. (1876-1889)”, Tesis de maestría en Historia, UNAM. México.
BRIONES FRANCO, Jorge. (1999), La Prensa en Sinaloa durante el Cañedismo (1877-1911), Universidad Autónoma de Sinaloa- DIFOCUR
BRIONES FRANCO, Jorge. (2003), “El Correo de la Tarde, un periódico de empresarios”, en Pineda Soto, Adriana y Celia del Palacio, La Prensa decimonónica en México, UdeG. CONACYT- Univ. Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, pp. 195-218
BURKE, Peter (1997), Historia y Teoría Social. México, Instituto de Investigaciones José María Luis Mora, 1997.
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DEL PALACIO, Celia (1997), “El nacimiento del periodismo moderno en Veracruz”, Revista Sotavento, Universidad Veracruzana, N.-2. Verano, Xalapa, Veracruz.
DEL PALACIO, Celia (1999), Índice Hemerográfico Veracruzano, Universidad Veracruzana, Xalapa, Veracruz.
GARCíA, Clara Guadalupe (2003), El periódico El Imparcial. Primer diario moderno de México 1896-1914, CEHIPO, México.
IGUíNIZ, Juan B. (1955), El periodismo en Guadalajara, Biblioteca Universitaria.
Guadalajara, Jalisco.
LOMBARDO, Irma (1992), De la opinión a la noticia, Editorial Kiosko. México.
LóPEZ DOMíNGUEZ, Miguel, “La caricatura política en el periódico El Dictamen, 1902-1911”, Tesis de Licenciatura en Historia. Universidad Veracruzana. En proceso.
OLEA, Héctor R. (1995), La Imprenta y el periodismo en Sinaloa, 1826-1950, UAS-DIFOCUR, Culiacán, Sinaloa.
PéREZ GAY, Rafael (1995), “Literatura y política nacional”, Sección Palomar, Nexos, Núm 215, noviembre, pp. 88-90
PéREZ HERRERO, Pedro (1991), Región e Historia en México (1700-1850), México. Instituto Mora. 1991
ROJAS, Romeo (1982), “Los periódicos electoreros del Porfiriato”, en Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, N.-109, julio-septiembre, México, UNAM.
 
 
 
NOTAS

[1] Para el caso de México, resulta útil consultar la recopilación que hizo Pedro Pérez Herrero, a manera de “manual” para el estudio de la región, donde incluye artículos de los autores más representativos en la corriente de la historia regional: Luis González y González, Carol Smith, Eric Van Young, Guillermo de la Peña, P.E. Ogden, Robert Sack y Marcello Carmagnani, para diferentes factores que determinan la regionalidad: los demográficos, económicos y políticos entre otros. Otra colección de artículos que puede resultar muy útil, es la hecha en la Revista Relaciones del Colegio de Michoacán en otoño de 1997.[]
2 Burke, 1997. p.34[]
3 Florence Toussaint, 1989. Esta autora fue la primera en recalcar la importancia de estudiar los órganos de prensa de este periodo histórico para encontrar las bases fundacionales de la prensa contemporánea. []
4 Se han estudiado últimamente con mayor profundidad estos antecedentes de El Imparcial, cuya modernidad hasta hace poco parecía surgir de la nada. Ver Bonilla, 2002 y Lombardo, 1992.[]
5 Esta revista fue elaborada por Carlos Díaz Dufoo y Manuel Gutiérrez Nájera, siendo su editor Apolinar Castillo, ex gobernador de Veracruz y editor también del periódico capitalino El Partido Liberal. Fue, de hecho, a sugerencia suya que surgió esa idea. Rafael Pérez Gay, “Literatura y política nacional” Sección Palomar, Nexos, Núm 215, noviembre de 1995, pp. 88-90[]
6 Ver. Toussaint, 1989. p.61[]
7 Del Palacio, 1995.[]
8 Aguilar Plata, 1982[]
9 Miguel López Domínguez. La Caricatura política en El Dictamen. Tesis, Universidad Veracruzana. En proceso.[]
10 Cfr. del Palacio, 2001.[]
11 Juan B. Iguíniz. 1955.[]
12 Llamamos “electoreros” a los órganos de prensa que sólo surgían para apoyar una campaña política, fuera ésta la del presidente de la República en tiempo de elecciones (o reelecciones), o las de los gobernadores de los estados, siempre fieles a Díaz. Ver Romeo Rojas, 1982[]
13 Ver. Del Palacio, 1999[]
14 Sobre la cuestión de los posibles lectores de un periódico, véase Guerra, 1992; otros tipos de lectura, Chartier, 1991 y un mayor acercamiento a los lectores de periódico en el siglo XIX en Guadalajara, Del Palacio, 2001.[]
15 Ver. Trens, T.IV, p.335[]
16 Más sobre el ambiente del Puerto en estos años en García Díaz, 1992[]
17 Ver Gracida, 1994[]
18 Diario Comercial. N.-169, 26 de julio de 1906.[]
19 Idem[]
20 Para muestra, varios botones: “Atendiendo al provenir: la niñez en las cantinas y billares”, “En pro de la niñez, lo que saca del Barrio Latino. Los bailes en los patios”. “Estulticia y mala fe, defensa sesuda”, “Consecuencias del alcoholismo. Los niños recogidos en las cantinas”, “Cartilla popular antialcohólica”, “El ahorro y la civilización” Del Diario Comercial, 1906[]
21 Miguel López Domínguez, op. Cit.[]
22 Cfr. Olea, 1995.[]
23 Briones, 1999.[]
24 La información referente al Correo de la Tarde, proviene de Briones, 1999 y 2003.[]

25 Briones, 2003. p.208

Categoría: 
Artículo
Área de interés: 
Historia Cultural

Las Reformas Borbónicas y la participación política popular en el México Colonial

Autor: 
Cladia Guarisco
Institución: 
El Colegio Mexiquense, A.C.
Síntesis: 
Las Reformas Borbónicas y la participación política popular en el México Colonial[1]
 
 
Claudia Guarisco
El Colegio Mexiquense, A.C.
 
En la Historia Colonial de México, las últimas décadas del siglo XVIII se conocen como la época de las “Reformas Borbónicas”. Entonces los monarcas de la dinastía Borbón emprendieron una serie de cambios institucionales, dirigidos a fortalecer el dominio en sus colonias. Pero eso no fue todo. Esas transformaciones también se dirigieron a modernizar la monarquía, en el sentido de promover la participación política de los sectores populares bajo la premisa de la igualdad ante las leyes. En las páginas que siguen voy a demostrar esta proposición, a través del análisis de la “Junta”. Pero antes de pasar a definirla, y dar cuenta de su funcionamiento, es necesario, primero, caracterizar a los actores y el escenario en medio de los cuales cobró vida.
 
 
Los actores y el escenario
 
La organización social en el México Colonial era muy diferente a la actual. No existían clases configuradas a partir de la división del trabajo, si no dos estamentos. Uno lo conformaban los indios y el otro; los españoles. Los estamentos eran agrupaciones que tenían un origen político, en la medida que era la voluntad real la que definía el modo de vida de sus integrantes. Así; los indios, a diferencia de los españoles, no podían portar armas ni andar a caballo. También en lo que respecta a las obligaciones hacia los monarcas, existían leyes diferentes para indios y españoles. Por ejemplo, mientras los primeros contribuían con el pago de los Reales Tributos; que era un impuesto per cápita, los segundos lo hacían a través de las Alcabalas; que era un impuesto al comercio. Además, los estamentos tenían una estructura piramidal. Estaban divididos en diferentes segmentos, ordenados jerárquicamente de acuerdo a su riqueza y prestigio. El ápice del estamento español estaba compuesto por la nobleza. En la base; en cambio, estaba el “estado llano”. El estamento indígena, a su turno, también se hallaba dividido en dos grupos: los nobles y los indios del común o macehuales.
 
Además de los estamentos, la organización social del México Colonial se componía de castas, siendo la más importante la de los mestizos. Estos no constituían un grupo bien definido desde el punto de vista legal, como los indios y españoles, porque eran el producto no deseado de la unión de ambos grupos. Desde el siglo XVI, fueron vistos con recelo por los monarcas, debido no solamente a la ilegitimidad de su origen, sino también a la creencia de cuño medieval según la cual la mezcla de sangre amenazaba el orden social.
 
La mayor parte de los indios vivían alejados de los grandes centros urbanos, asentados en parroquias o curatos particulares a su estamento, los cuales se componían de cierto número de pueblos. Estos constaban, a su turno, de un centro demográficamente importante llamado “cabecera”, y de unidades de menor relevancia o “sujetos”. Simultáneamente, uno de los pueblos constituía la “cabecera parroquial”, en la que residía el párroco y se erigía la iglesia. Todos los pueblos de indios, asimismo, estaban rodeados de tierras otorgadas por los monarcas, las cuales servían para que sus integrantes se alimentaran y pagaran los Reales Tributos.
 
Cada pueblo se hallaba organizado en torno a las entonces llamadas “repúblicas de indios”. Estas eran las unidades mínimas de la administración real; una especie de equivalente a los municipios de la actualidad, aunque privativos desde el punto de vista de la composición social. A través de ellas los monarcas ejercían su control sobre la población indígena y, al mismo tiempo, daban cabida a sus demandas. Entre las obligaciones de los funcionarios de las repúblicas estaba la de administrar justicia en pleitos de menor cuantía, coordinar los trabajos de construcción y reparación de puentes, caminos y edificios, así como encargarse de las finanzas de los pueblos y recaudar los Reales Tributos. Al mismo tiempo, esos funcionarios representaban a los indios en la solicitud de privilegios o “pedimentos”, sustentados en largos memoriales que trataban, por ejemplo, de exenciones en torno a las contribuciones.
 
La república de indios constaba de un cuadro de funcionarios de carácter electivo, el cual se componía de un gobernador, varios alcaldes así como de un síndico procurador y un escribano. Cada alcalde representaba ya fuera a los indios de una cabecera o a de un sujeto, mientras que el cargo de gobernador se rotaba anualmente entre los miembros de cada una de esas unidades. Cabe señalar que las repúblicas no eran instancias gubernamentales de carácter autónomo, si no que sus integrantes eran vigilados por un funcionario real de mayor jerarquía que alcaldes y gobernadores, denominado “subdelegado”. La jurisdicción de los subdelegados se extendía sobre el “partido”, que era la reunión de cierto número de parroquias. Simultáneamente, los pueblos de indios constituían el órgano más pequeño de la administración de la Iglesia. Los cuadros, en este caso, estaban compuestos por fiscales de iglesia y mayordomos, quienes debían ocuparse de que la población se apegara a lo dispuesto por la Madre Iglesia. La autoridad inmediatamente superior a ellos eran los curas párrocos, cuya jurisdicción se extendía sobre la parroquia o curato.
 
Inspirados por la “Teoría del Mal Ejemplo”, los reyes impusieron en el siglo XVI la separación residencial de indios respecto a los demás componentes sociales. Pensaban que de ese modo se mantendrían lejos de la influencia nociva de mercaderes, mercachifles y vagos de origen español y mestizo que solían llegar a los pueblos. Sin embargo, pese a los esfuerzo puestos por la Corona en este sentido, muy pronto aquellos se fueron enquistando en las cabeceras de las parroquias indígenas. Durante las últimas décadas del siglo XVIII no solamente esa era la situación generalizada en el virreinato de la Nueva España, si no que los monarcas Borbones empezaron a pensar en indios, mestizos y españoles del estado llano en términos de un grupo amplio e indiferenciado; como una especie de “sector popular” que debía participar activamente en los asuntos de gobierno. Además, dispusieron que el medio a través del cual esa participación se llevara a cabo fuera la Junta.
 
La Junta era una institución dirigida a comprometer a indios, mestizos y españoles del estado llano de las parroquias en la función pública. Se trataba de una asamblea conformada por los padres de familia, independientemente de su adscripción estamental o de casta. En ella se discutían los problemas que enfrentaban, fueran estos de índole económica, religiosa o incluso bélica. También se planificaba la acción conjunta que conduciría a su resolución. Se trataba de una forma de organización local muy moderna, en el sentido de que rompía con el aislamiento que había caracterizado la participación política de los indios en torno a las repúblicas, y los integraba con sus vecinos no indígenas en un solo cuerpo político. En lo que sigue se analizarán tres tipos de Junta, que tuvieron lugar entre 1770 y 1821: la Junta de Fábrica, la Junta de Comerciantes y la Junta de Guerra o Patriótica, tal y como se dieron en los pueblos y parroquias indígenas del Valle de México que rodeaban la capital de virreinato, y que conformaban los entonces partidos de Coyoacan, Xochimilco, Chalco, Coatepec, Tacuba, Ecatepec, Texcoco, Teotihuacan, Otumba, Cuautitlan, Citlaltepec y Mexicalzingo.
 
 
La Junta de Fábrica
 
La religión constituyó en la Nueva España un conjunto de creencias y ritos en torno a la divinidad, que fue compartido por los estamentos y castas. Su función primordial era la de mantener el orden social. La creencia en la Divina Providencia justificaba, entre otras cosas, la inevitabilidad del lugar que cada cual ocupaba en la sociedad. Asimismo, los valores que ubicaban la importancia del bien común por encima de la del bien individual y las creencias que señalaban el origen divino del poder real sancionaban la cooperación entre españoles, indios y mestizos, así como la obediencia al monarca. En el Valle de México esa unidad en materia religiosa hizo posible el arraigo de la Junta de Fábrica. Esta se erigió en las cabeceras de las parroquias indígenas; es decir, en el lugar de residencia de los miembros de esos tres grupos.
 
Hasta bien entrado el siglo XVIII, la reparación y construcción de las iglesias de los pueblos cabeceras habían sido financiadas con el dinero proveniente de los Reales Tributos y con la mano de obra indígena. En 1798 la Corona modificó sustancialmente ese procedimiento, disponiendo que los gastos fueran cubiertos no solamente por la Real Hacienda sino que, además, se repartieran entre los indios, mestizos y españoles del estado llano. La participación de los primeros en las Juntas de Fábrica se realizó de manera individual, mientras que los indios se hicieron presentes a través de sus gobernadores y alcaldes. Una de las funciones más relevantes que tenían los oficiales de república hacia fines del siglo XVIII era la de acudir a tales Juntas para tomar decisiones a propósito culto, al lado de los españoles y mestizos que vivían en las cabeceras de sus curatos. En el pueblo de San Miguel Temascalzingo (Chalco), por ejemplo, el subdelegado mandó comparecer a todos los residentes de la cabecera para tratar en una Junta los medios más apropiados de reparar una capilla. Los asistentes convinieron en que uno de los comerciantes españoles facilitara los mil pesos que se requerían, a cambio de que durante los tres años siguientes se le fueran restituyendo con un pequeño interés. Asimismo se dispuso que la devolución del dinero se llevara a cabo a partir de los arbitrios que se cobraban a los comerciantes por sus tiendas y mesones. El subdelegado del partido comunicó estas medidas a sus superiores quienes, antes de otorgar su permiso, mandaron hacer las averiguaciones correspondientes. Uno de los residentes españoles fue encomendado para que, bajo juramento, valorizara el costo de la reparación de la capilla. También testificó un gobernador de indios. Ambos coincidieron en la necesidad de reparar el edificio y sus testimonios fueron enviados a los funcionarios reales respectivos.
 
Obtenido el visto bueno, y en nueva Junta, indios, españoles y mestizos nombraron de común acuerdo como mayordomo a uno de los comerciantes españoles, con el objeto de que administrase el dinero de la obra. El mayordomo también debía responsabilizarse de la recaudación de los arbitrios de las tiendas y mesones para saldar, paulatinamente, el préstamo de los mil pesos.
 
Similarmente, el gobernador del pueblo de San Pedro Tlahuac, en Chalco, promovió la reparación de la iglesia parroquial en 1790. Siguiendo los mismos procedimientos que en el caso anterior, españoles, mestizos e indios se congregaron en la casa cural para repartirse las contribuciones. El siguiente cuadro muestra lo que aportó cada grupo.
 
 
Cuadro I
Contribuciones de los vecinos de San Pedro Tlahuac (Chalco) para la reparación de la iglesia parroquial
 
 
Componente del pueblo
Contribuyentes y contribuciones
Españoles del estado llano y mestizos
 
Indios
 
Tlahuac (cabecera)
2 individuos: 6 pesos cada uno por una sola vez.
260 indios: 4 peones diarios y 1 real al mes.
San Francisco Tlaltenco (sujeto)
23 individuos: entre 2 y 4 pesos por una sola vez.
 
120 indios: 50 pesos.
 
 
Santiago Zapotitlan (sujeto)
 
6 individuos: en promedio cada uno 2 brazadas de tezontle.
83 indios: 1 canoa de tezontle, ripio y 3 peones por semana mientras dure la obra.
 
 
 
 
 
 
Santa Catarina (sujeto)
 
 
 
 
18 individuos: entre 2 y 4 pesos y 12 cargas de cal por una sola vez.
Indios principales, D. Fernando Pascual, Don Mateo Pacheco y Don Bacilio: 3 pesos cada uno. Los demás indios del común: 3 peones semanales mientras durase la obra.
San Martín Xico (sujeto)
 
48 indios: 1 peón diario.
 
 
 
Asimismo, en 1802 los gobernadores de la cabecera parroquial de Tlanepantla (Tacuba), promovieron la reparación de su iglesia, para lo cual decidieron que los indios contribuyeran con su trabajo y los españoles y mestizos con dinero y materiales.
 
 
La Junta de Comerciantes
 
En todas las épocas y sociedades el intercambio de bienes ha constituido una fuerza vinculante entre los hombres. En el Valle de México el comercio no sólo propició la integración de los indios con los españoles del estado llano y los mestizos, haciendo posible su participación en torno a la Junta de Comerciantes. Además, la magnitud de la presencia de los primeros en el comercio determinó que, luego de la abolición de los Reales Tributos en 1810, fuera posible homogeneizarlos fiscalmente con españoles y mestizos. Esa igualación en materia tributaria significó otro gran paso hacia la modernidad política en el México Colonial.
 
Si bien es cierto que los indios del Valle lograban sostenerse con el trabajo realizado en tierras que les proporcionaban los gobernantes, estuvieron lejos de vivir en la autarquía. Una parte de la cosecha (grano, hortalizas y fruta) la dedicaban al autoconsumo y la otra a la venta al menudeo, junto con algunos pollos, gallinas, cerdos, pavos y pescados. Además, complementaban sus ingresos con la comercialización de pulque, artesanías (cestos, cerámica y tejidos), salitre, sal, leña, sacate y piedra, entre otras cosas.
 
Los indios de los diferentes pueblos de San Cristóbal Ecatepec, San Juan Teotihuacan y Otumba lograron cierta especialización en la producción, conducción y venta de pulque y tequesquite o salitre. Los suelos de esas jurisdicciones, carentes de agua, producían apenas grano y eran en general poco fértiles. Los indios de Texcoco comercializaban sal, leña, carbón, tejidos de lana y algodón, así como madera. Además vendían su fuerza de trabajo, eventualmente, en las haciendas cercanas. En Coatepec muchos indios ofertaban su fuerza de trabajo como albañiles y carpinteros, mientras que los de Chalco y Xochimilco, introducían sus productos a la Corte en canoas que se desplazaban por la ruta lacustre del sur. Los de Xochimilco traían sobre todo manufacturas en madera, frutas y verduras de sus chinampas o provenientes de Tierra Caliente, mientras que los de Chalco transportaban básicamente granos. Los de Ixtacalco; al sur de la Ciudad de México, y los de Mexicalzingo, al igual que los de Xochimilco, se caracterizaron también por su continua participación en el comercio, vendiendo lo producido en sus chinampas, además de sal, salitre, cestos, cerámica y pescado. Los de Coyoacan y Tacubaya, por otro lado, eran reconocidos como albañiles y carpinteros, mientras que los indios de Tacuba vendían vasijas de barro, carbón y piedra. Particularmente los de Toltitlan, trabajaban un tejido que entonces se conocía como “jerguetilla” y lo vendían en la ciudad de México. Se trataba de un tejido burdo, que era adquirido por los pobres. Los indios de Tacuba no solamente vendían jerga, piedra, carbón y vasijas de barro, sino también pulque y tequesquite, además de maíz, frejol, cebada, trigo, alberjón, habas, aceite y fruta que sus ricos suelos, abundantemente regados, solían producir. Finalmente, la población indígena del partido de Cuautitlan se especializaba en la producción y venta de un tipo especial de cerámica.
 
Los indios del Valle no solamente introducían sus productos a la Ciudad de México, utilizando los caminos que la unían con los pueblos cabecera y la ruta lacustre del sur. Además participaban en el comercio que se llevaba a cabo en los tianguis que tenían lugar semanalmente en las cabeceras parroquiales. El tianguis de Cuautitlan era muy frecuentado por viajeros que iban de la Ciudad de México a la región minera del norte. El de Chalco era muy grande y concurrido, comercializándose en él sobre todo semillas. Por su parte Chicoloapan (Coatepec) se convirtió en el siglo XVIII en un pueblo comercial importante, en el que cada miércoles se reunía una gran cantidad de gente para intercambiar ropa, granos, frutas, animales y otros muchos artículos. La multiplicidad de mercados en todo el Valle, además, promovió la movilización de los indios a lo largo de sus diferentes partidos. Así, por ejemplo, los de Zumpango y pueblos adyacentes, comercializaban chile, tomate, frejol y sal, y para que no se desaprovechara lo que no llegaba a venderse, se trasladaban a las plazas y mercados de otros pueblos, proveyendo a la gente pobre de víveres baratos.
 
Durante las últimas décadas del siglo XVIII la importancia de la participación indígena en el comercio no fue desapercibida por los gobernantes. Estos abrigaron entonces la idea de terminar con la exención de la paga de Alcabala con la que siempre habían contado. Hacia 1792 el volumen promedio de bienes que comercializaron los indios en la Ciudad de México ascendió a treinta mil pesos y el Erario perdió, en Alcabala, alrededor de dos mil pesos. Ese año los indios del Valle introdujeron a la Ciudad de México por las garitas de Burras, Mellado, Valenciana y Santa Rosa (cerca a las de San Lázaro y Peralvillo) sobre todo fruta, menestras, maíz y paja, unos pocos productos lácteos, cerdos, jerga, manta y sombreros. Cada indio transportaba, por ejemplo, dos arrobas de chile, o seis cargas de durazno, o tres fanegas de frejol, o cuarenta varas de jerga o siete sombreros, o cuatro cargas de aguacate o un cerdo mediano. El valor de estas mercancías era de alrededor de seis pesos y el de la Alcabala que se dejaba de cobrar ascendía a cuatro reales.
 
La necesidad de cubrir los sueldos de la tropa en el contexto de la ofensiva insurgente impulsó al Virrey Venegas a imponer en 1812 una contribución sobre los bienes de consumo básico comercializados. Considerando que éstos se hallaban muy poco gravados, estableció un impuesto fijo llamado “Contribución Extraordinaria de Guerra Temporal o Subsidio de Guerra”, el cual debía comprender a todos los habitantes de Nueva España sin importar su adscripción estamental o de casta. El siguiente cuadro muestra los productos cargados y el monto de los cargos:
 
 
Cuadro II
Tarifa de la Contribución Extraordinaria de Guerra Temporal, 1812
 
Producto
 
Cantidad
Impuesto (Reales)
Maíz
Carga de 2 fanegas
3
Harina sin florear
Ibidem
6
Cebada
Ibidem
2
Garbanzo
Ibidem
6
Lenteja
Ibidem
4
Frijol
Ibidem
2
Chile
Carga de 14 arrobas
14
Arroz blanco
Carga de 12 arrobas
6
Arroz morisqueta
Ibidem
3
Haba seca
Ibidem
2
Chícharo seco
Ibidem
2
Sal
Ibidem
2
Bueyes viejos, novillos, vacas, toros de abasto
 
Cabeza
 
4
Carneros de abasto
Cabeza
2
Chivos, cabras, ovejas viejas para matanza de cebo
 
Cabeza
 
_
Cecina seca
Carga de 1 arroba
2
Cebo
Ibidem
3
Puerco para jamón o abasto
Cabeza
3
Queso añejo
Carga de 12 arrobas
6
Azúcar
Ibidem
1
Piloncillo blanco
Ibidem
3
Panocha blanca
Ibidem
3
Piloncillo de hoja
Carga
1 _
Panocha prieta
Carga
1 _
Lana
Arroba
1
Algodón despepitado
Carga de 12 arrobas
12
Algodón con pepita
Ibidem
6
Mulada de partidas
Cabeza
4
Potros cerreros, quebrantados y caballos de partida
 
Cabeza
 
2
Aguardiente de España
Barril
12
Aguardiente de caña
Ibidem
8
Vino de España
Ibidem
8
Aguardiente y vino de uva de la tierra
Ibidem
8
Vino mezcal
Barril quintaleño o de cuero
4 (pesos)
Cerveza, licores y vinos en botellas
Docena
8
Cobre
Quintal
1 (peso)
Plomo
Carga de 12 arrobas
2
Greta
Ibidem
2
Magistral
Ibidem
1
Jabón
Arroba
1
Cera
Arroba
4
Aceite de Oliva de España y de la tierra
Ibidem
4
Cacao de Guayaquil
Ibidem
4
Cacao de Caracas
Ibidem
2
Cacao de Maracaybo
Ibidem
2
Cacao de Tabasco
Ibidem
2
Cacao de Soconusco
Ibidem
4
Cal
Carga de 12 arrobas
2
Madera de todas clases
 
(12%)
Tequesquite
Fanega
1
 
Paja de todas clases
Carga de mula y media de burro
 
1, _
Fierro y acero introducido en Reales de Minas
 
Quintal
 
3, 4 (pesos)
Papel
Resma
2
Café
Arroba
2 (pesos)
Té o Cha
Ibidem
3 (pesos)
 
 
El cobro estaba a cargo directamente de guardas de las dependencias de Real Hacienda que existían en los partidos del Valle, con lo cual su efectividad quedó asegurada aunque, al mismo tiempo, propició fricciones. Aquel se realizaba tanto en las garitas como en los tianguis erigidos semanalmente en las cabeceras parroquiales.
 
En toda la Nueva España, se recaudaron bajo el rubro de Contribución Temporal de Guerra las siguientes sumas, que incrementaron en cerca de una tercera parte lo reunido durante ese mismo período bajo el antiguo ramo de Alcabala:
 

 

Cuadro III

Producto de la Contribución de Guerra y Alcabala, recaudado en la Nueva España, 1812-1817.
 
Año
Contribución de Guerra (Pesos)
Antiguo Ramo de Alcabala (Pesos)
1812
248,157
2,453,721
1813
1,028,422
3,254,200
1814
1,484,110
3,052,339
1815
1,384,270
3,008,544
1816
1,572,161
3,414,395
1817
449,064
5,811,440
Totales
6,166,186
20,994,539
 
 
En 1816, la Contribución de Guerra cambió de nombre. Desde entonces se denominó “Alcabala Eventual de Guerra”. Los efectos comercializados sobre todo por los indios, quedaron sujetos al pago de aquella, así como al de la Alcabala Permanente, ascendiendo cada una a un 6%. La nueva tarifa especificaba una serie de manufacturas indígenas y productos recogidos de los campos, bosques y montañas que no habían sido observados en 1812, como por ejemplo bateas, cal, canastos, costales de Tlayacapa, escobas, cucharas de madera, ladrillos, mantas, petates, cáscara de encino, nueces, paja, palma, piedras y tequesquite, entre otros. Durante los años siguientes los guardas exigieron a los indios la Alcabala Permanente y Eventual no solamente en las garitas de la Aduana de México, sino también en los mercados y tianguis celebrados en los pueblos. Así, por ejemplo, en las plazas del pueblo de Papalotla, en Texcoco se recaudó de los indios en el mes de mayo de 1817 treinta y un pesos y siete reales por sesenta y ocho cerdos de sábana, cuatro pesos y siete reales por seis y media cargas de queso, cuatro pesos por diez arrobas de chile y un peso un real y siete granos por tres cargas de sal. En abril de ese mismo año, los indios de San Juan Teotihuacan contribuyeron con catorce pesos por treinta cerdos de sábana y tres pesos y dos reales por dos cargas de sal.
 
Muchos indios llegaban a la ciudad de México como conductores de mercancías pertenecientes a terceras personas o a sus pueblos, pero otros tantos lo hacían, por ejemplo con una res, dos carneros, un cerdo o dos, o una carga de cebada de su propiedad. En 1823, por ejemplo, Jacinto Palomo registró cuatro cargas de tequesquite en la garita de Peralvillo, por lo que pagó dos reales. En la garita de Belem Agustín Esteban y José Tomás pagaron cuatro reales cada uno por seis docenas de chorizo que, respectivamente, introdujeron a la Ciudad de México para su venta. Francisco Antonio, por su parte, pagó un peso por tres cargas y media de maíz. En la garita de San Lázaro, Polinario pagó cuatro reales por una arroba y media de lana y en la de la Candelaria, Hipólito José dio seis reales por dos docenas de canastillos y una gruesa de naranjas.
 
La integración entre indios, españoles del estado llano y mestizos motivada por el comercio, sin embargo, solamente tuvo un impacto en las cabeceras parroquiales. Era en esos pueblos donde semanalmente se llevaban a cabo los tianguis, acudiendo miembros de las tres agrupaciones dedicados a la venta de bienes de consumo básico. Fueron ellos quienes se unieron en torno a las Juntas de Comerciantes con el objeto de defenderse de lo que consideraban excesos en el cobro de los derechos que los subdelegados les cobraban por el establecimiento de sus puestos de venta. Así, por ejemplo, en 1786, los españoles, mestizos e indios que vendían frutas y vituallas en el tianguis de Chalco presentaron un escrito al Virrey Gálvez, sobre la ilegitimidad de las exacciones que se les exigía por sus ventas.
 
Las Juntas de Comerciantes no fueron privativas del Valle de México. En San Francisco Ixtlahuaca; pueblo y cabecera parroquial del partido de Tianguistengo, en el actual Estado de México, era cosa común su celebración hacia 1795. Acudían a ellas los pocos españoles y la mayoría de mestizos e indios que, en conjunto, componían las ciento y más familias que residían en ese lugar. Aquel año, incluso, se decidió elegir como síndico procurador a un español, dueño de una pulpería. A través de su elección, se buscaba hacer más eficiente la defensa de sus intereses como comerciantes frente al subdelegado. Éste, desde hacía algún tiempo, venía gravándolos en exceso por sus ventas.
 
Al igual que en las Juntas de Fábrica, los indios participaron en las Juntas de Comerciantes a través de sus gobernadores y alcaldes. Los españoles del estado llano y mestizos, en cambio, lo hicieron individualmente. La diferencia entre las Juntas de Fábrica y las Juntas de Comerciantes radicaba en que las últimas poseían un carácter defensivo, ya que se erigían con el objeto de salvaguardar los intereses de un sector de la población ante los subdelegados y, además, eran exclusivas desde el punto de vista de la actividad económica desempeñada por sus miembros. En las Juntas de Fábrica, en cambio, tanto indios como españoles y mestizos compartían la misma preocupación por reparar o construir el templo, independientemente de las actividades que realizaban para ganarse la vida. En estas asambleas no había que conciliar intereses antagónicos entre población y subdelegados. Éstos actuaban simplemente como promotores. De ahí, también, que no fuera necesario elegir representantes con funciones especiales, como los síndicos, para hacer valer los intereses de sus participantes.
 

 

La Junta de Guerra o Patriótica

 
Dado que el ejército regular resultaba insuficiente para contener a los insurgentes liderados por el Padre Hidalgo, el Virrey Venegas ordenó en 1811 que los españoles del estado llano y los mestizos se incorporaran a las milicias. Sin embargo, esa disposición debió flexibilizarse para dar cabida a los indios, quienes tradicionalmente habían estado exceptuados de todo servicio militar. A través de esta medida, no solamente se dio un nuevo avance hacia la modernidad política si no que, simultáneamente, la Junta asumió una nueva fisonomía.
 
En el Valle de México, las Juntas Patrióticas constituyeron organizaciones dirigidas, sobre todo, a fijar las contribuciones necesarias para el establecimiento y funcionamiento de unas milicias cuya formación los Borbones habían estado impulsando, sin mucho éxito, desde mediados del siglo XVIII, junto con la de un ejército regular. La particularidad de las Juntas Patrióticas radicó en que la participación no se ciñó a los habitantes de las cabeceras parroquiales sino que incorporó a los indios de los pueblos sujetos. Además, los subdelegados no se limitaron a promover el establecimiento de tales asambleas si no que, como máximas autoridades milicianas de los partidos, intervinieron directamente en los procesos de toma de decisiones.
 
En la Junta Patriótica se discutía acerca del contingente humano y el dinero que, bajo el rubro de Contribución Directa, cada pueblo podía dar a la guerra. El subdelegado preparaba planes en torno a estos puntos, que la Junta tenía el deber de aceptar, corregir o desaprobar. Así, por ejemplo, en Texcoco, hacia 1815, se hizo un plan de contribuyentes que fue aprobado por la asamblea, mas no el gasto. Días más tarde, ésta dio su visto bueno, no sin antes reducir el número de milicianos que compondrían la compañía de infantería. A la primera reunión acudieron los comerciantes de la cabecera, el subdelegado y el cura de la parroquia. En la segunda, los comerciantes estuvieron representados por un síndico procurador. En nueva Junta, el subdelegado dialogó, a su vez, con los gobernadores de indios.
 
La unidad fiscal en materia de guerra, como había sucedido con los Reales Tributos, era el indio padre de familia, aunque la cuota variaba según las posibilidades económicas de cada cual. Así, por ejemplo, en San Agustín de las Cuevas (Coyoacan), hasta 1818 se reunían mensualmente quinientos pesos destinados al mantenimiento de las tropas que debían servir para la guarnición de ese territorio, a cuyo mando se hallaba un español de la Villa, con el grado de comandante. Los españoles y mestizos, así como los indios colaboraban según sus posibilidades. Ese año, se formó una Junta para reajustar, por órdenes superiores, la cuota. En conjunto, los indios de los pueblos de San Pedro Apóstol, Santísima y Santa Ursula, Calvario, Niño Jesús y Chimalteyoc, San Lorenzo Huipulco, Santo Tomás Ajusco, San Miguel, San Andrés, La Magdalena y San Pedro Mártir aportaron el doce por ciento de aquella.
 
En 1819 las contribuciones de guerra en dinero seguían vigentes. La Contribución Directa siguió cobrándose durante los años siguientes aunque sirvió para sufragar gastos muy diferentes a los que la insurgencia había motivado. En las cuentas de los Fondos Públicos del ayuntamiento constitucional erigido sobre la parroquia de San Juan Bautista Citlaltepec, correspondientes a 1824 y 1825, el procurador síndico recaudó seis pesos por tal concepto. Ese último año, la suma a la que ascendió el impuesto en el Estado de México fue de 40,125 pesos.
 
Para llevar las cuentas, los miembros de la Junta Patriótica nombraban a un tesorero, que podía ser un capitán miliciano o simplemente un vecino español o mestizo. Los gobernadores y alcaldes de indios cobraban la contribución entre los miembros de su grupo y rendían cuentas ante la asamblea. Mientras tanto, las cuotas de los españoles y mestizos eran recogidas por un sargento cobrador.
 
Por otro lado, en la Junta Patriótica gobernadores y alcaldes, junto con los párrocos, informaban de los avances y retiradas de los insurgentes. En ellas también se formulaban estrategias defensivas como, por ejemplo, la de que el cura tocara la campana en señal de peligro y la población acudiera a la cabecera armada de lanzas, palos y piedras. Asimismo, se decidía poner vigías en ciertos puntos y costear sargentos veteranos para que instruyera a los milicianos.
 
En suma, la religión y el comercio fueron fuerzas sociales que propiciaron la integración de estamentos y castas en el Valle de México. El compartir el mismo horizonte religioso y una misma actividad económica llevó a indios, mestizos y españoles del estado llano a cooperar en organizaciones comunes como la Junta de Fábrica y la Junta de Comerciantes. La necesidad de contar con un escenario donde llevar a cabo los rituales y la de realizar transacciones comerciales en un ambiente desprovisto de tensiones fueron, respectivamente, los objetivos principales de esas organizaciones. En ambos casos, la presencia indígena estuvo mediatizada por la república. En cambio, los no indios participaron de manera individual. Tales prácticas fueron promovidas por unos reyes atentos a la dinamicidad que la sociedad mostraba y que se hallaban profundamente seducidos por los destellos de la modernidad política forjada por los ideólogos de la Ilustración. Y sin embargo, el impacto de las leyes que emitieron fue diferencial. En los pueblos que no eran cabeceras parroquiales, carecieron de importancia alguna hasta el advenimiento de la lucha contra-insurgente. La guerra significó para los indios, mestizos y españoles del Valle de México una amenaza contra un orden social considerado legítimo. En consecuencia, su defensa constituyó una nueva fuerza vinculante que trascendió en importancia al comercio y la religión, llevándolos a participar en un tipo de Junta mucho más incluyente; erigida sobre la parroquia entera.
 
La experiencia desplegada por los indios del Valle de México en torno a la Junta; experiencia construida sobre el principio de la “unidad en la diversidad”, tuvo implicaciones importantes a lo largo del siglo XIX. Como he demostrado en otro lugar[2], aquella fue determinante para su muy sui generis conversión en ciudadanos de la nación española entre 1812-14 y 1820-21 y, posteriormente, en la de ciudadanos de la nación mexicana. Así, por ejemplo, los principios de igualdad legal e individualidad sobre los cuales se asienta esa moderna institución, debieron retroceder ante la demanda indígena de mediatizar su participación política. Del mismo modo que lo habían hecho en la Junta, los indios del Valle de México se hicieron presentes en el Ayuntamiento Constitucional a partir de una república resuelta a no dejarse morir.
 
Bibliografía Básica
 
    
CERRUTI, Mario (coord.), De los Borbones a la Revolución : Ocho Estudios Regionales, México, COMECSO, 1986
 
COMMONS DE LA ROSA, Aurea, Las Intendencias de la Nueva España, México, Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Nacional Autónoma de México, 1993
 
GUIMERá, Agustín (Ed., El Reformismo Borbónico: Una Visión Interdisciplinar, Madrid, Alianza: Consejo Superior de Investigaciónes Científicas, 1996
 
LYNCH, John. Bourbon Spain, 1700-1808, Cambridge, Mass., Basil Blackwell, 1989
 
MESTRE, Antonio, Despotismo e Ilustración en España, México, Ariel, 1976
 
PIETSCHMANN, Horst, Las Reformas Borbónicas y el Sistema de Intendencias en Nueva España: Un Estudio Político Administrativo, México, Fondo de Cultura Económica, 1996
 
PIETSCHMANN, Horst, "Revolución y Contrarevolución en el México de las Reformas Borbónicas. Ideas Protoliberales y Liberales entre los Burócratas Ilustrados Novohispanos (1780 1794)", en L'Amérique Latine Face à la Révolucion Française. L'Epoque Révolutionnaire: Adhésions et Rejets, Toulouse, Caravelle. Cahiers du Monde Hispanique et Luso Brésilien, 1990
 
RODRíGUEZ GARZA, Francisco Javier y Lucino Gutiérrez Herrera (coords.), Ilustración Española, Reformas Borbónicas y Liberalismo temprano en México, México, División de Ciencias Sociales y Humanidades, Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Azcapotzalco, 1992
 
RUIZ ABREU, Carlos Enrique, Tabasco en la Época de los Borbones: Comercio y Mercados, 1777-1811, Villahermosa, Universidad Juárez Autónoma de Tabasco, 2001
 
 
 
 
NOTAS

[1] Extractado de: “El Reformismo Borbónico y la Participación Política de Indios y Estado Llano en el Valle de México”. Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas 40, 2003, Hamburgo, pp. 97-121.[]
2 Ver: Los indios del Valle de México y la Construcción de una Nueva Sociabilidad Política, 1770-1835. México, El Colegio Mexiquense, 2003.
Categoría: 
Artículo
Época de interés: 
Colonial
Área de interés: 
Historia Política

Pensar la revolución. Una aproximación a la Generación de 1915

Autor: 
Pablo Yankelevich
Institución: 
Instituto Nacional de Antropología e Historia
Síntesis: 
PENSAR LA REVOLUCIÓN
Una aproximación a la Generación de 1915
 
Pablo Yankelevich
Instituto Nacional de Antropología e Historia
 
Una breve aproximación al núcleo intelectual conocido como la Generación de 1915 obliga a dirigir la mirada hacia dos momentos de la historia de México en el pasado siglo. En primer lugar, los años en que la lucha revolucionaria se generalizó y los enfrentamientos faccionales alcanzaron una violencia inusitada, cuyos efectos, como nunca antes, se sintieron en la ciudad de México desde donde la situación general del país no tardó en interpretarse como de profunda crisis y peligrosa desorganización. En segundo término, las administraciones políticas inauguradas en 1920, y que a lo largo de esa década prometieron una completa reconstrucción nacional, atendiendo a un programa de acción que reivindicaba los reclamos y reivindicaciones que habían movilizado a los revolucionarios.
 
El llamado "caos de 1915" permitió tomar conciencia sobre una circunstancia hasta entonces soslayada por la intelectualidad mexicana: el pasado, el presente y el futuro de México merecía ser objeto de una moderna reflexión capaz de dar respuesta a los interrogantes abiertos por la Revolución. Fue así que, la llegada al poder de los sonorenses catapultó a varios de los miembros de esa Generación a ocupar cargos políticos, convencidos en la posibilidad de traducir en creaciones institucionales y acciones legislativas reclamos populares que "instintivamente" habían asumido los caudillos revolucionarios. En otras palabras, la vivencia de ser estudiantes universitarios durante los años más álgidos de la guerra civil mexicana, y la participación en emprendimientos político y culturales desarrollados en aquellos años formativos, hizo posible que una década más tarde, un núcleo de jóvenes profesionales tradujera aquellas experiencias en el primer esfuerzo intelectual por dotar de racionalidad a un accionar gubernativo legitimado al amparo de la Constitución de 1917.
 
Manuel Gómez Morín en su célebre ensayo titulado 1915, bautizó a esta Generación a partir de reflexionar en torno al momento histórico que permitió a un núcleo de estudiantes reconocerse como unidad, como un nosotros con la misión casi apostólica de colaborar en la edificación de un nuevo proyecto de nación:
 
Los que eran estudiantes en 1915 y los que entre el mundo militar y político de la Revolución lo sufrían todo por tener ocasión de deslizar un ideal para el movimiento, y los que, apartados, han seguido los acontecimientos tratando de entenderlos, y los más jóvenes que nacieron ya en la Revolución, y todos los que con la dura experiencia de estos años han llegado a creer o siguen creyendo en que tanto dolor no será inútil, todos forman una nueva generación mexicana, la Generación de 1915.[1]
 
Las cabezas visibles de esta Generación fueron Vicente Lombardo Toledano, Manuel Gómez Morín, Alfonso Caso, Teófilo Olea y Leyva, Miguel Palacios Macedo, Alberto Vázquez del Mercado, Manuel Toussaint, Narciso Bassols, Antonio Castro Leal y Daniel Cosío Villegas. Jóvenes que en 1915 tenían entre 17 y 21 años, algunos estudiantes en la Escuela Nacional Preparatoria y otros ya cursando estudios de jurisprudencia. Cuando la ciudad de México se convirtió en objetivo militar de las distintas fuerzas revolucionarias, estos jóvenes asumieron el desafío de liderar un recambio generacional en un medio político y cultural donde, por un lado, había sucumbido la vieja guardia positivista de cuño porfiriano; y por otro, los líderes del movimiento de renovación cultural inaugurado por El Ateneo de la Juventud habían partido al exilio o se hallaban involucrados en la lucha revolucionaria.
 
Huérfanos de grandes maestros, a excepción de Antonio Caso - el único miembro de El Ateneo que continuó a cargo de sus cátedras- los integrantes de la Generación de 1915 abandonaron inquietudes exclusivamente literarias y estéticas como las sostenidas por los ateneístas, incorporando preocupaciones por los problemas sociales para así, en un mundo devastado por la Primera Guerra Mundial y en un país en plena Revolución, reconocer:
 
El problema agrario, [...] surgió entonces [...] para ser el tema central de la Revolución. El problema obrero fue formalmente inscrito también en la bandera revolucionaria. Nació el propósito de reivindicar todo lo que pudiera pertenecernos: el petróleo y la canción, la nacionalidad y las ruinas. Y en un movimiento expansivo de vitalidad reconocimos la sustantiva unidad iberoamericana extendiendo hasta Magallanes el anhelo.[2]
 
En el origen del futuro accionar de esta Generación, se ubica la fundación de la Sociedad de Conferencias y Conciertos en 1916, organismo creado a instancia de un grupo de estudiantes de Derecho conocido como Los Siete Sabios (Lombardo Toledano, Gómez Morín, Caso, Olea y Leyva, Vázquez del Mercado, Castro Leal y Jesús Moreno Vaca). Estos universitarios, bajo el magisterio de Antonio Caso, se propusieron reeditar la obra ateneísta con el fin declarado de "propagar la cultura entre los estudiantes de la Universidad de México". Ciclos de conferencias sobre asuntos sociales, educativos, jurídicos y laborales, conformaron un primer y rico experiencio que permitió comenzar a foguearse en temas y problemas de México, sobre los cuales, poco después, desarrollaron sus actividades profesionales.[3]
 
Las inquietudes políticas de varios de los integrantes de esta Generación encontraron posibilidad de manifestarse a través de la militancia universitaria. De manera precursora, en 1917, Los Siete Sabios asumieron la defensa de la autonomía universitaria en un memorial que remitieron a la Cámara de Diputados. Durante algún tiempo, Gómez Morín y Lombardo Toledano fueron los responsables de la Página Universitaria del periódico El Universal, mientras que Miguel Palacios Macedo alcanzó la presidencia de la Federación de Estudiantes de México en 1919, siendo reemplazado dos años más tarde por Daniel Cosío Villegas.
 
La preocupación por las cuestiones educativas, la necesidad de ampliar y extender la enseñanza en todos sus niveles, y la aplicación de la "técnica" en tanto instrumento capaz de erradicar la constante "improvisación" en el ejercicio de la gestión pública, constituyeron los pilares sobre los que fundaron su accionar político, sobre todo a partir de 1920, cuando buena parte de esta Generación pasó a ocupar puestos en la Secretaría de Educación Pública, en la Secretaría de Hacienda y en el gobierno del Distrito Federal
 
José Vasconcelos, con su ambicioso proyecto de renovación cultural y educativa, ejerció un marcado liderazgo intelectual sobre buena parte de esta Generación. El nacionalismo de sus propuestas culturales, el antimilitarismo de sus posiciones políticas y una prédica que reivindicaba la necesidad de abrir espacios del poder político a los intelectuales, convirtió al secretario de educación pública en referencia obligada. Vasconcelos y los miembros de esta Generación comenzaron a percibirse no sólo como pilar fundamental en la edificación de un nuevo orden social, sino y sobre todo como los responsables de dirigir intelectualmente esta obra. El programa de la Revolución Mexicana requería de soportes teóricos y de una pericia "técnica" que permitieran racionalizar la experiencia, traduciendo el reclamo popular en obras y políticas concretas:
 
La Revolución fracasó porque triunfó sólo con las armas, [...] se quiso confiar el triunfo de la Revolución a políticos y militares que jamás podrán realizar la parte esencial de un movimiento social. Para que un movimiento social pueda triunfar se necesita del nacimiento de una nueva ideología, de un nuevo punto de vista [...] de una nueva generación, y esa generación somos nosotros, y por eso afirmamos que nosotros somos la Revolución.[4]
 
Durante el gobierno interino de Adolfo de la Huerta, Vásquez del Mercado fue designado oficial mayor del gobierno capitalino, de inmediato convocó a algunos compañeros: Palacios Macedo fue vocal primero de la Junta de Vigilancia y Cárceles del Distrito Federal, y Alfonso Caso abogado consultor. Poco más tarde, Vásquez del Mercado pasó a ser secretario general de gobierno del Distrito Federal y entonces Lombardo Toledano ocupó la Oficialía Mayor. Manuel Gómez Morín fue nombrado secretario particular del Gral. Salvador Alvarado, secretario de hacienda del presidente De la Huerta. Castro Leal ingresó al servicio exterior pasando a desempeñar comisiones en Washington primero y en Santiago de Chile después. Toussaint se trasladó a Madrid con un nombramiento oficial; Teófilo Olea y Leyva desde tiempo antes ocupaba la presidencia de la legislatura del Estado de Guerrero; y Cosío Villegas se sumó al equipo de Vasconcelos, primero en la Universidad, y más tarde en la Secretaría de Educación Pública, mientras que Narciso Bassols se limitó al ejercicio de su profesión y a la docencia en la Escuela de Jurisprudencia, para recién a partir de 1925 incorporarse a la función pública.
 
En el desempeño de distintos cargos oficiales, los integrantes de esta Generación desarrollaron una importante obra que cristalizó en políticas, instituciones y legislaciones de presencia insoslayable en el México contemporáneo. En el ámbito de la política financiera, fiscal y hacendaría destacó Gómez Morín como uno de los autores del proyecto de ley que condujo a la fundación del Banco de México. A lo largo de su gestión como Consejero de este Banco (1925-1929), fue responsable de la redacción de la Ley del Crédito Agrícola de donde derivó la creación del Banco Nacional de Crédito Agrícola; de igual manera colaboró en los proyectos de fundación del Banco Nacional Hipotecario y del Banco Nacional de Obras Públicas. Hasta comienzos de los años treinta, intervino en la redacción de buena parte del soporte legal (Ley Monetaria, Ley de Títulos y Operaciones de Crédito, Ley de Instituciones de Seguros; de Cámaras Nacionales de Comercio, etc.) que dio sustento al ambicioso programa inaugurado por el presidente Plutarco Elías Calles, programa tendiente a rehabilitar la hacienda pública y reorganizar la vida crediticia del país después de años de desorden fiscal y monetario.
 
En otro campo de actividades, Lombardo Toledano, cuando la creación de la Secretaría de Educación Pública pasó a colaborar con Vasconcelos. Fue jefe del Departamento de Bibliotecas y más tarde director de la Escuela Preparatoria Nacional. Sus inquietudes por la extensión de la enseñanza en los sectores populares pronto lo condujeron hacia las organizaciones obreras, ámbitos en donde destacó como dirigente sindical. Fue uno de los fundadores de la Confederación de Trabajadores de México y su secretario general entre 1936 y 1940.
 
En el terreno cultural y educativo buena parte de los integrantes de esta Generación destacaron en el ejercicio de sus labores docentes. En el ámbito de los estudios sobre el arte, Manuel Toussaint fue un precursor en las investigaciones sobre historia del arte mexicano. En 1935 fundó el Laboratorio de Arte en la Universidad Nacional, que poco después se convertiría en el actual Instituto de Investigaciones Estéticas. Por otra parte, en materia de estudios literarios, Castro Leal desarrolló una fecunda labor de crítica erudita y profusa difusión de las letras mexicanas, actividades que combinó con el ejercicio de distintos cargos en esferas de la política y la cultura. Entre éstos, fue rector de la Universidad Nacional entre 1928 y 1929. Otros miembros de la Generación alcanzaron este mismo cargo, fue el caso de Manuel Gómez Morín (1933-1934) y Alfonso Caso (1944-1945). Este último, alejado de su profesión de abogado, concentró sus actividades académicas en torno al pasado prehispánico de México, significándose como uno de los fundadores de la antropología y la arqueología mexicana. Caso, entre otras realizaciones, dirigió entre 1931 y 1943 el proyecto de exploración del sitio arqueológico de Monte Albán.
 
Otros miembros de esta Generación, Vásquez del Mercado y Olea y Leyva, consagraron sus actividades al estudio del derecho, llegando ser ambos ministros de la Suprema Corte de Justicia. Por su parte, Bassols desarrollo una extendida actividad pública. Hacia 1927, y materia legislativa fue uno de los redactores de la Ley Reglamentaria del Artículo 27 Constitucional, dos años más tarde fue Director de la Facultad de Derecho de la Universidad, en donde alentó la creación de la sección de economía, antecedente de la actual Facultad de Economía. Durante las presidencias de Pascual Ortiz Rubio y Abelardo Rodríguez fue secretario de educación pública, en 1934 ocupó la titularidad de la secretaría de gobernación, y en 1935 fue el primer secretario de hacienda en el gabinete del presidente Lázaro Cárdenas. Poco más tarde, se incorporó al servicio exterior desempeñando cargos en Londres, Madrid, París y Oslo. Durante su nombramiento en la capital francesa, fue responsable de coordinar la labor humanitaria en favor de miles de prisioneros republicanos españoles, muchos de los cuales se trasladaron México. En este operativo colaboró de manera destacada Cosío Villegas, quien poco después aprovecharía la presencia de connotados hombres de ciencia españoles, para fundar el Colegio de México y dar un renovado impulso al Fondo de Cultura Económica, dos de las creaciones mas sobresalientes del más joven de los integrantes de esta Generación.
 
La reflexión y la práctica que otorgó sentido de pertenencia generacional a este grupo de intelectuales no perduraron más allá de la década del veinte. Un parteaguas político fue la campaña electoral de Vasconcelos en 1929, para algunos esta experiencia marcó el límite de su confianza en un régimen político que se decía heredero de la gesta revolucionaria. Así por ejemplo, durante los años treinta, Gómez Morín se fue alejando de las funciones públicas para concentrarse en el desempeño de su profesión de abogado, sobre todo como consultor de importantes grupos industriales y bancarios. En el terreno político su toma de distancia respecto al régimen posrevolucionario cristalizó en la fundación del Partido Acción Nacional en 1939. Un recorrido similar, aunque de signo político opuesto, realizó Lombardo Toledano quien después de colaborar estrechamente con el gobierno de Cárdenas, al concluir este gobierno y en abierto desacuerdo con la administración de Manuel Ávila Camacho, fundó el Partido Popular en 1947. En esta empresa fue acompañado por Narciso Bassols que ocupó la vicepresidencia del Partido Popular hasta su alejamiento en 1949. Otra ruptura significativa fue la de Vásquez del Mercado, quien en 1931, en abierta discrepancia con el gobierno de Pascual Ortiz Rubio, renunció a su magistratura en la Suprema Corte de Justicia
 
Al cabo de unos pocos años, en estos jóvenes se diluyó el optimismo que sirvió de fundamento a la creencia de que tenían la "misión" de guiar el proceso de reorganización nacional. Aquel sentimiento de pertenencia desapareció cuando se hizo evidente que en la relación entre el los políticos y los intelectuales, estos últimos debían moderar sus ambiciones de poder, ambiciones en el sentido de pretender alterar el rumbo de una marcha, que en el mejor de los casos acompañaban pero que jamás condujeron. En resumen, éste fue el primer contingente de intelectuales que, una vez cerrada la etapa armada de la Revolución, se incorporó de lleno a trabajos gubernamentales, y fue así como, al decir de Octavio Paz, "el intelectual se convirtió en el consejero secreto o público del general analfabeto, del líder campesino o sindical, del caudillo en el poder"[5]. Con sus acciones, la Generación de 1915 contribuyó poderosamente a sentar las bases del moderno Estado mexicano, al tiempo que y paradójicamente, de la misma experiencia se desprendieron los límites de la cohabitación entre intelectuales y gobernantes en el escenario político nacional.
 
 
 
 
Referencias bibliográficas
 
 
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COSíO VILLEGAS, Daniel; Memorias, México. Ed. Joaquín Mortíz, 1976.
 
GóMEZ MORíN, Manuel; 1915, Ed. Cultura, 1927.
 
GONZáLEZ Y GONZáLEZ, Luis; “La ronda de las generaciones” en Todo es Historia, México. Ed. Cal y Arena, 1989.
 
KRAUZE, Enrique; Caudillos culturales de la Revolución Mexicana, México, Ed. Siglo XXI, 1986.
 
MONSIVAIS, Carlos, “La nación de unos cuantos y las esperanzas románticas” en Héctor Aguilar Carmín, et. al. En torno a la cultura nacional, México, SEP-INI, 1976.
 
PAZ, Octavio; El laberinto de la soledad, México, FCE, 1969.
 
 

NOTAS

[1] Manuel Gómez Morín, 1915, Ed. Cultura, 1927, p. 11.
 
[2] Ibid.
[3] Luis Calderón Vega, Los 7 Sabios de México. México. Ed. Jus. 1961, p. 32.
4 Cosío Villegas, Daniel; “La Riqueza de México”, en La Antorcha, México. 30 de mayo de 1925, p.32.

5

Octavio Paz; El laberinto de la soledad, México, FCE, 1969. p. 140

Categoría: 
Artículo
Época de interés: 
Porfirismo y Revolución Mexicana
Área de interés: 
Historia de las Ideas

Los tres Méxicos de la historia de México. Una pista crítica para la construcción de una Contrahistoria de México.

Autor: 
Carlos Antonio Aguirre Rojas
Institución: 
Universidad Nacional Autónoma de México
Síntesis: 

LOS TRES MÉXICOS DE LA HISTORIA DE MÉXICO. Una pista crítica para la construcción de una Contrahistoria de México.

 

Carlos Antonio Aguirre Rojas

Universidad Nacional Autónoma de México

(publicado originalmente en Contrahistorias, núm. 4, marzo de 2005)

 

De mapas imaginarios frente a realidades geohistóricas

A pesar de que, desde hace ya más de ochenta años, los historiadores franceses de la primera y de la segunda generaciones de la célebre corriente de los Annales, nos enseñaron la fragilidad y la casi absoluta artificialidad de las fronteras nacionales, y también de los límites administrativos internos de los Estados y de los departamentos que componen a un país cualquiera [1], aún continúan proliferando, en México y en América Latina, pero también un poco en todo el mundo, la escritura de limitadas historias que toman como su marco esencial y exclusivo de referencia a esos límites oficiales de los estados interiores de un país, o a esas fronteras específicas de las distintas naciones latinoamericanas y de todo el planeta en general.

 Y si bien es cierto que, durante los últimos cinco siglos, el capitalismo se ha empeñado en darle cierta vigencia y validez a esas estructuras del Estado - Nación y de las naciones, lo mismo que a esos mapas imaginarios de las divisiones políticas y administrativas externas e internas de cada conglomerado nacional, también es verdad que, por debajo y por encima de esas líneas artificiales que pretenden dividir a los Estados nacionales y a los estados interiores, persisten y se manifiestan de una manera tenaz y continua las múltiples realidades de identidades étnicas, regionales, de costumbres, de lengua, geohistóricas, de parentesco histórico y de afinidad cultural, entre muchas otras, realidades que naturalmente no respetan ni se adecuan para nada a dichos mapas imaginarios, externos e internos, de las diferentes naciones del planeta.

 Por eso y frente a los mitos unificadores propagados por los propios Estados nacionales e internos, que pretenden afirmar la existencia monolítica y sin fisuras de una identidad del ser, por citar sólo un ejemplo, todos nosotros “mexicanos”, o en un nivel más local, de ser clara y contundentemente “chiapanecos”, o “sonorenses”, o “jaliscienses”, etc., hace falta recordar esa existencia profunda de una permanente tensión, y a veces hasta abierta contradicción, entre las distintas tendencias unificadoras que apuntan hacia la construcción y afirmación de esas identidades nacionales y locales, frente a las opuestas y hasta alternativas resurrecciones recurrentes de esas realidades geohistóricas, o étnicas, o culturales, etc., que sobreviven y se afirman hasta el día de hoy con la misma fuerza que dichas tendencias unificadoras y homogeneizadoras ya mencionadas [2].

 Y si después de los años de 1968/1972-73, hemos entrado, como lo afirma Immanuel Wallerstein, en la etapa de la bifurcación histórica o de la crisis terminal del sistema histórico capitalista 3], entonces es claro que, entre las múltiples expresiones de esta crisis terminal, se encuentre también la crisis definitiva y el colapso final de dicho esquema global de reagrupamiento y configuración de los pueblos y de las sociedades humanas, bajo esa figura de las entidades nacionales y locales antes referidas. Lo que explica al conjunto de hechos presenciados en las últimas tres décadas, de naciones enteras que se deshacen y rehacen frente a nuestra propia mirada, a la vez que resurgen por doquier los conflictos intranacionales y hasta internacionales, conflictos que traspasan y superan de lejos a esos mapas imaginarios de las naciones externas e internas, bajo la reafirmación de esas antiguas y tenaces identidades civilizatorias y culturales de tipo supra y subnacional pero también supra y sublocal.

 Porque si la nación, con sus fronteras externas e internas, es un dato reciente que sólo remonta, según las distintas zonas del planeta, a dos, tres, cinco o siete siglos de existencia 4], y es también una realidad que se corresponde claramente y de manera exclusiva sólo con la vida histórica del sistema capitalista, entonces es lógico que, junto con el ocaso histórico terminal de este mismo capitalismo, avance igualmente la desestructuración progresiva e indetenible de esas entidades nacionales de reciente construcción histórica.

 Y es dentro de este horizonte general, de crisis generalizada de las estructuras nacionales en todo el mundo, y del renacimiento de las más diversas identidades culturales y civilizatorias de todo orden, que vale la pena revisar críticamente la validez que puede aun tener el mito homogeneizante y unificador que todavía subyace al enfoque dominante respecto de lo que ha sido y es la historia de México. Enfoque que al haber sido construido sobre la negación de la compleja heterogeneidad de los varios Méxicos reales que conforman al “México” homogéneo de la historia oficial, ha bloqueado e impedido el desarrollo de una visión mínimamente adecuada, por no decir más rigurosamente científica y crítica de la complicada y apasionante historia verdadera de nuestro país.

 Visión simplista, anacrónica y perezosa de la historia de México, que siendo hasta hoy la versión oficial y dominante a nivel de la enseñanza primaria, secundaria y preparatoria en general, pero también a nivel de aquellas licenciaturas y posgrados de historia de nuestro país todavía dominados por las perniciosas versiones de la historia positivista, pretende hacernos creer la existencia de ese México único, homogéneo, cuasi atemporal y prácticamente idéntico a sí mismo a lo largo de siglos y siglos.

 Reducida y empobrecida visión de la historia de México, asumida y reproducida también en una buena parte de las obras escritas por un gran número de autores que pasan por ser eruditos y reconocidos historiadores mexicanos, que hace falta desconstruir y superar totalmente, sometiéndola al ejercicio de pasarle por encima el benjaminiano cepillo de la “historia a contrapelo”. Y ello, en el ánimo de hacer saltar a todas las verdades ocultas que niega y encubre ese mito de la historia oficial, y en la perspectiva de construir una verdadera y radical contrahistoria de México.

 Contrahistoria de México que, por el contrario, tendría que partir de la profunda y evidente diversidad y heterogeneidad estructurales de los muchos Méxicos que componen al México oficial, y por ende, de las muy diferentes historias e itinerarios complejos que se entrecruzan e imbrican dentro de esa historia otra o alternativa de nuestro país.

 Historia multiforme, diversa, plural, desacompasada y divergente, que está muy lejos de la mencionada construcción de la historia oficial de México, en la que de manera simplista y linealmente progresiva se van integrando, de manera supuestamente armónica y voluntaria, todas las distintas regiones, zonas, Estados y ciudades que hoy conforman el mapa de la nación mexicana, a la vez que mediante un presuntamente terso y logrado proceso de mestizaje étnico, social y cultural, se van sumando y acomodando como en un juego exitoso del acertado proceso de armado de un rompecabezas, los distintos grupos y clases sociales que hoy habitan dentro de nuestro suelo, para ir conformando de manera maravillosa y completa, esa unidad nacional dentro de la cual todos nosotros somos hoy, “orgullosamente” mexicanos.

 Pero, como es bien sabido, la contrahistoria o historia verdadera transcurre siempre por muy otros caminos que los de esas historias oficiales e imaginarias, que son siempre exageradamente heroicas, tersas, gloriosas, lineales y homogéneas. Y entonces más allá de esa historia oficial e imaginaria de México, está la historia real de las masacres y la sobreexplotación de los indígenas por parte de los conquistadores españoles, junto a la resistencia tenaz y a las constantes insurrecciones y rebeliones de los indios, pero también un proceso violento y desgarrado de un difícil mestizaje cultural y étnico 5], de múltiples caras, junto a clases sociales y grupos enteros que son sometidos y burlados después de haber sido vencidos y marginados, en complejos y vastos procesos de revolución social, y en cruentas y difíciles batallas, al lado de regiones, zonas y espacios diversos que son integrados de manera forzada, y para nada tersa y armónica, dentro del espacio y el proyecto nacionales que han sido impulsados en cada etapa de nuestra historia, por otros distintos grupos, clases, sectores, zonas y espacios sociales, diferentes de los primeros.

 Entonces, de esta multifacética y muy diferente contrahistoria de México, antagónica de la limitada y todavía vigente historia oficial de México, creemos que vale la pena recuperar con más cuidado a una de sus dimensiones fundantes y más estructurales, es decir, aquella que corresponde a la profunda diversidad geohistórica de los tres Méxicos que conforman a lo que hoy se entiende como el país oficial “México”.

Las lecciones de la geografía: el México árido, el México plural y templado, y el México tropical

Todavía hoy, en este año de 2005, resulta evidente que, desde un punto de vista histórico y sociológico serio, y por lo que se refiere a hábitos culturales, prácticas culinarias, o cosmovisiones del mundo y de la vida, lo mismo que a la apariencia étnica, a los modos de vestir, y hasta a los acentos lingüísticos, un habitante del estado mexicano de Chiapas se parece mucho más a un habitante del norte de Guatemala, que a otro mexicano del estado de Chihuahua o de Sonora por ejemplo.

 Y a su vez, ese sonorense o chihuahuense que habita en el norte de México, habrá de distinguirse también radicalmente, en todos esos ámbitos civilizatorios mencionados de la cultura, la comida, la concepción del mundo, la traza étnica, el vestido y el lenguaje, entre otros, tanto de los mexicanos que viven en el sur de México como de los que habitan en toda su región central.

 Lo que de entrada, nos plantea varias interrogantes: ¿de dónde brotan esas profundas y marcadas diferencias civilizatorias, culturales e históricas que todavía subsisten entre los distintos Méxicos que coexisten hoy en nuestro país?. ¿Y cómo se han configurado, históricamente, estas tan marcadas y notables diferencias?. ¿Y sobre qué bases materiales, sociales, económicas y geográficas específicas?. Y ¿con qué resultados e implicaciones particulares a lo largo de la rica historia de nuestro país?.

 Para avanzar en el camino de la respuesta a este problema, debemos comenzar por recurrir a las lecciones de la geohistoria braudeliana, la que en una línea que se emparenta claramente con la perspectiva de Carlos Marx e incluso con las tesis del propio Hegel, nos recuerda el papel esencial y fundante de la específica configuración de la base geográfica de todo proceso social o civilizatorio humano en general. Y así, lejos de todo “determinismo geográfico 6] simplista, Braudel nos ha reiterado, después de Hegel y de Marx, entre otros, la relevancia imprescindible de esta base geohistórica para la edificación de toda empresa social, o civilizatoria, o histórica, acometida por los hombres en cualquiera de las etapas de su ya milenaria historia global.

 Entonces, y tal y como nos lo han recordado los geógrafos y los científicos sociales que se han acercado a estudiar la configuración diversa del territorio mexicano, debemos reconocer que en el espacio de lo que hoy se llama México cohabitan claramente tres espacios geohistóricos diversos, y con ellos tres Méxicos diferentes, que se distinguen claramente no sólo por el tipo de clima general dominante, sino también por el tipo de recursos naturales, biológicos, orográficos e hidrográficos que cada uno de ellos posee 7].

 Tres Méxicos claramente diferenciados, cuya primera frontera real y no puramente administrativa e imaginaria, es la de la bien conocida división entre Mesoamérica y Áridoamérica, división que nos da, hacia el norte, un primer México de clima más bien árido, cruzado por dos cadenas montañosas que, como es frecuente, estarán asociadas a la existencia de recursos mineros, pero que será un México también escaso en ríos. Y por lo tanto, un espacio poco fértil para una agricultura del cereal originariamente americano que es el maíz, y más bien propicio para el desarrollo de grandes praderas de pasto, potencialmente propicias para el desarrollo de la ganadería en gran escala. Y sólo muy posteriormente, para una posible agricultura de cultivos no cerealeros, basada en modernas tecnologías y en recientes sistemas artificiales de irrigación. Un norte que, vale la pena recordarlo, se extiende mucho más allá del Río Bravo y de la actual frontera de México, para abarcar a una buena franja de lo que hoy son los Estados Unidos de Norteamérica. Un norte que habiendo pertenecido a la Nueva España, y aún a México hasta la primera mitad del siglo XIX, nos será despojado y expropiado injustamente por los norteamericanos, hace solo un siglo y medio, es decir, en un momento que forma parte del verdadero ayer histórico todavía vivo y reciente. Porque hace apenas entre cinco y siete generaciones de mexicanos que esos dos millones de kilómetros cuadrados, que nos fueron robados sucesivamente entre 1837 y 1848, eran parte todavía integrante de ese “México del norte”, delimitado en su frontera sur por esa línea climática mencionada que divide Áridoamérica de Mesoamérica [8].

 A su vez, ese universo de Mesoamérica se subdivide también en dos, a partir de una línea que de manera muy general y aproximativa parecería más o menos acercarse hacia la línea del paralelo de los dieciocho grados, subiendo después para incluir a toda la península de Yucatán, línea que nos da, por un lado el México central, y por otro el México del sur, es decir los dos Méxicos mesoamericanos que abrigarán, de un lado a la civilización azteca en su momento de máximo esplendor, y del otro a la civilización de los grupos mayas, también en su respectivo momento de auge.

 Existe entonces, en primer lugar, ese México central, caracterizado por su mayor diversidad y pluralidad microclimática frente a los otros dos Méxicos, y que es una zona mucho más rica en ríos y en recursos hidrológicos, y por lo tanto, mucho más fértil para el desarrollo de varias zonas de densos y abundantes cultivos de maíz. Y más adelante, también de cultivos cerealeros en general, lo que hará que sea también el México que ha albergado, en la historia lenta y milenaria de nuestro país, a la mayor cantidad de núcleos civilizatorios prehispánicos, que van desde los olmecas y los tarascos, hasta todos los grupos nahuas que, en un momento dado, han sido dominados por el imperio azteca en los tiempos de su mayor expansión.

 México del centro que se constituirá en el verdadero “granero” de todo el espacio nacional, y que será el que sufra, en primer lugar, los vastos y trágicos efectos de la devastadora conquista española del siglo XVI.

 Finalmente y a partir de esta diversidad geohistórica, que fragmenta en tres Méxicos reales y distintos al imaginario México homogéneo de la historia oficial, tendremos al México del sur, diferente de los otros dos Méxicos, y caracterizado por una realidad geográfica exuberantemente abundante en montañas y en vegetación. Lo que la convierte en una zona que no sólo es singularmente difícil para ser transitada e intercomunicada con el exterior y en sí misma, sino también en una zona de marcado clima tropical que, con las excepciones de los Altos de Chiapas y de las planicies de la Península de Yucatán, no será apta para la producción del maíz en gran escala, ni tampoco para una ganadería vasta e intensiva, sino más bien para el futuro desarrollo del cultivo de especies tropicales de tipo comercial.

 Por eso, este sur de México será el espacio del desarrollo de la civilización maya, la que cubriendo toda la Península de Yucatán y los actuales Estados de Tabasco y Chiapas, habrá de prolongarse más allá de la actual frontera sureña de México, y hasta los actuales territorios de Guatemala, Honduras y El Salvador. Con lo cual, ese México del Sur será también mucho más vasto, hasta los inicios del siglo XIX, que el actual México sureño, artificialmente cortado por nuestra frontera imaginaria de los ríos Usumacinta y Hondo, y sobre todo de las actuales divisiones oficiales de nuestro país con el norte de Belice y de Guatemala [9].

 Y puesto que todavía sigue siendo un misterio, aún no resuelto por la historiografía actual, el de las razones de la decadencia de esta civilización maya durante los siglos XIII a XV, bien podríamos aventurar la hipótesis de que, entre otros factores importantes, figure también el de una posible saturación demográfica de la población maya en relación a los medios y a las condiciones de producción alcanzadas hasta ese momento, y por lo tanto, disponibles en ese entonces. Saturación que se explicaría por esa base geográfica de clima tropical, poco propicio en general para el desarrollo de cultivos densos del maíz en gran escala. Posible saturación demográfica que, al alcanzar un cierto punto, se habría comenzado a expresar bajo la forma de guerras intestinas, de migraciones y de desplazamientos masivos obligados, y por ende, de invasiones de zonas ya ocupadas, y más en general como desarticulación y crisis de todo el tejido social y civilizatorio de estos mismos pueblos mayas. Hipótesis que, por lo demás, alude a un proceso reiterado que se ha presentado muchas veces en la historia, y a lo largo de todos los continentes del planeta, tal y como lo planteó en su momento el propio Carlos Marx 10].

 Tres Méxicos geográficos completamente diversos, que a partir de estas igualmente diferentes bases atmosféricas, orográficas, hidrográficas y biológicas, se han constituido también en tres Méxicos históricos muy distintos entre si. Tres Méxicos geohistóricos que ‘nacieron’ entonces a la vida en tres sucesivos momentos de la historia, teniendo por lo tanto edades divergentes, lo mismo que itinerarios históricos heterogéneos, los que sólo lenta y accidentadamente se han ido imbricando e interrelacionando para conformar, finalmente y solo en fechas muy recientes, a esa nación que desde hace menos de dos siglos le ha dado por autonombrarse, de modo genérico y popular, como la nación llamada “México”. Tres Méxicos con historias de muy distinta longevidad y duración, que vale la pena reconocer también ahora con más detenimiento.

Las lecciones de la historia: el México indígena del sur, el México mestizo del centro y el México criollo del norte

Partiendo entonces de la diversidad geográfica de los tres Méxicos antes identificados, resulta más fácil ubicar a los tres Méxicos históricos que sobre dichos Méxicos geográficos se han ido constituyendo. Méxicos geohistóricos y civilizatorios que, como diferentes respuestas humanas a esos mismos medios biogeográficos y naturales, han ido conformando las tres alternativas de configuración civilizatoria, es decir de configuración territorial, económica, social, política y cultural que, aún hasta el día de hoy, coexisten todavía dentro de nuestro espacio nacional.

 Tres respuestas geohistóricas diversas, que se hacen evidentes de inmediato, y ya al simple nivel de la arquitectura turística hoy subsistente, sorprendiéndonos aún con la clara heterogeneidad que representa pasar desde el México sureño de las bellísimas e impresionantes ruinas prehispánicas, al México central de las catedrales coloniales y de las más importantes ciudades novohispanas, y hasta el México del norte de las escasas Misiones y sobre todo de los serializados y monótonos paisajes urbanos de las ciudades modernas más recientes. Tres paisajes urbanos y rurales divergentes, que delatan también las muy distintas edades que hoy tienen esos tres Méxicos históricos o geohistóricos recién mencionados.

 Porque si observamos con cuidado la figura global que hoy, en el año de 2005, tienen estos tres Méxicos, podremos comprobar fácilmente que, en esa configuración social general que ellos poseen en el presente, se refleja también su muy distinta longevidad actual, la que en cada uno de estos tres casos nos remite a también tres distintas etapas de la historia de México.

 Así, el México más viejo de todos, no en términos cronológicos absolutos pero si en términos de esa configuración global todavía hoy ampliamente vigente, sería sin duda el México del sur, el que hundiendo sus raíces en la época prehispánica, y remitiéndonos por lo menos hasta los siglos III a VIII-X del esplendor de las civilizaciones maya y zapoteca, habría logrado conservarse, más allá de la conquista española y gracias a la barrera natural de la dificultad de comunicación que representan sus abundantes montañas y su exuberante vegetación tropical, como un México predominantemente indígena y permanentemente rebelde frente al mestizaje forzoso y a la imposición general del proyecto novohispano del dominio español.

 Un México del sur masivamente indio, que no es para nada arcaico, premoderno o tradicional, sino que opta simplemente por modernizarse por su propia vía original, que a la vez que preserva y mantiene por ejemplo el fuerte sentido comunitario de los grupos indígenas y parte de sus ricas tradiciones culturales prehispánicas, va incorporándose igualmente a aquellos elementos de la modernidad capitalista que considera útiles y pertinentes para esta vía propia de su singular modernización y evolución general.

 Un México sureño más indio que mestizo o criollo, que parecería avanzar a lo largo de la historia del México de los últimos cinco siglos, con su propio reloj histórico particular, lo que explica el hecho de que aquí las rebeliones indígenas sean algo crónico y la presencia española sea siempre numéricamente débil y marginal a lo largo de toda la Colonia, pero también el hecho de que este sur de México no participó prácticamente de la Revolución de Independencia de 1810, y que solo se incorpore tardíamente, y siempre de modo subordinado y periférico, a la Revolución Mexicana de 1910. Pero igualmente, también el hecho de que este mismo sur mexicano abrigue ahora, y desde hace ya once años, al movimiento social más avanzado e importante de todo nuestro país [11].

 México indio del sur, cuya relativa autonomía e independencia fue preservada, en parte, gracias a la riqueza desbordante de su base geográfico-natural a la que antes hemos aludido. Un México indígena singular, que sin embargo no es tan excepcional dentro del universo más global de América Latina, puesto que él encuentra, más allá de las fronteras mexicanas actuales, varios casos que le son similares o equivalentes en los indígenas de Guatemala, de Perú, de Bolivia o de Ecuador, indígenas que también en todos estos países resistieron y resisten hasta hoy de distintas formas a la conquista y a la colonización españolas y extranjeras, a la vez que preservan y mantienen sus territorios, sus culturas, sus visiones del mundo y sus tradiciones, en una lógica que lejos de mirar nostálgicamente hacia el pasado, apunta hoy más bien y cada día más claramente hacia un posible futuro postcapitalista cada vez más cercano e inminente[12].

 Junto a este primer México indígena del sur, estará también un segundo México, el México del centro que hoy es predominantemente mestizo, y que siendo el más densamente poblado de todo el territorio nacional, funciona además como el “granero” productor de la inmensa mayoría de los cereales consumidos en todo el país. Y por estas razones, también, como el México que ha logrado hegemonizar en general el proceso de la construcción general de la nación mexicana, proceso que ha obligado a los otros dos Méxicos, el del norte y el del sur, a gravitar en general en torno de este México central, el que no por casualidad posee también la ciudad capital de todo el país, así como la conexión privilegiada de las principales rutas de comunicación marítima con el Océano Atlántico, y por esta vía, con todas las economías europeas y con el mundo europeo en general. Conexión atlántica, establecida para el caso de México a través del Puerto de Veracruz, es decir de una ruta interna perteneciente a ese México central, que como es bien sabido fue una conexión crucial, hasta el mismo siglo XIX, de todas las economías del continente americano con lo que hasta esa época fueron las zonas más desarrolladas y más dinámicas de toda la economía mundial, es decir con las distintas economías de Europa occidental.

 México de la zona templada central, que si bien conoció desde los siglos anteriores a nuestra era, a las primeras civilizaciones indígenas de lo que hoy es México, por ejemplo a la civilización olmeca, sin embargo y en la configuración específicamente mestiza que hoy lo caracteriza como uno de sus rasgos predominantes, data apenas de hace cinco siglos de existencia. Porque obviamente, es sólo a partir de la conquista española, y del arribo masivo de los españoles a la Nueva España, que ha comenzado a crearse este México mestizo del centro, México complejo, barroco y sofisticado, que como fruto del mestizaje étnico, pero sobre todo del mestizaje cultural [13], habrá de conformar a esa rica pero complicada cultura mexicana de nuestra zona central, cultura que sabe por ejemplo decir no, matizando el modo de afirmar, y que puede igualmente decir si, con la simple entonación y gesticulación particulares con las que acompaña y modula a una supuesta negación.

 Cultura barroca mestiza que complica hasta el extremo las formas de la expresión cultural, y que estando presente en la política, en la vida social, en el arte, en la vida cotidiana, y en los discursos de todos los mexicanos de esta zona central, encuentra algunas de sus figuras emblemáticas en la proliferación abundante del llamado “doble sentido” semántico, pero también en la singular actitud mexicana frente al fenómeno de la muerte.

 México central, que además de esta cultura mestiza y barroca va a poseer también la ciudad capital de todo el país. Una ciudad que, lejos de ser irracional en cuanto a su emplazamiento geográfico, como podría parecerlo desde los criterios actuales, es en cambio una ciudad cuya ubicación responde, lógica y coherentemente, al hecho de que las civilizaciones indígenas prehispánicas fueron civilizaciones del maíz, y por ende, civilizaciones que para poder asentarse en densos núcleos de población, necesitaban imperativamente encontrar aquellos espacios pantanosos y húmedos que son los que permiten la producción en verdadera gran escala de esa misma planta del maíz, espacios como el que precisamente circunda y configura a la actual ciudad de México [14].

 Con lo cual, y lejos de ser una ciudad construida en contra de la lógica, en la que el esfuerzo para hacer subir hasta la altura de 2,500 metros sobre el nivel del mar, a los hombres, a las mercancías, al transporte, a los animales, pero también al agua y a la electricidad, es un esfuerzo que se multiplica por varias veces frente a ciudades más bajas, la ciudad de México actual es, en cambio, el resultado histórico derivado de uno de los más fuertes y densos núcleos urbanos prehispánicos, que pudo crecer y afirmarse hasta hegemonizar a prácticamente todo ese México central que ahora referimos, gracias en parte al hecho de tratarse de una ciudad asentada en una zona lacustre muy húmeda y pantanosa, y por ende, excepcionalmente fértil y propicia para el cultivo masivo y amplio de esa planta del maíz.

 Finalmente, el tercer México sería el México del norte, el más joven de todos, cuya existencia más orgánica dataría apenas de hace poco más de un siglo. Porque si bien es claro que las primeras ciudades importantes de este México norteño se fueron fundando a lo largo de toda la Colonia, siguiendo sobre todo las rutas de los caminos de los Reales de Minas, y las incipientes exploraciones iniciales de los españoles en estos territorios del norte, también es evidente que la colonización y población sistemáticas de todo este Norte mexicano se darán solamente después de la guerra de rapiña norteamericana de 1847, y sobre todo durante todos los años del Porfiriato.

 Pues es sólo con las leyes porfiristas de terrenos baldíos, que se cuadriculan, reconocen y asignan todas estas tierras de ese México del norte, México que sólo hasta esas épocas se poblará de manera intensa y sistemática, para convertirse en el México de la nueva minería del siglo XX, de la ganadería sistemática en gran escala, y de la agricultura basada en modernos y sofisticados sistemas de irrigación tecnológica. México nuevo que, a partir de su matriz colonial, será mucho menos mestizo y más criollo, desarrollando esa cultura del ranchero libre que cree poco en la predestinación y mucho en el azar y en los frutos del propio trabajo, siendo más abierto a la innovación y a los cambios en general, y desarrollando niveles de alfabetización general más altos que el México central y que el México del sur.

 Un México más nuevo, más ateo, más ilustrado y menos rígido en sus estructuras sociales y civilizatorias en general, que no por casualidad será el México que alimente de manera inicial y luego prioritaria, y todo el tiempo mucho más protagónica, a la importante Revolución Mexicana que estalla en 1910 [15]. Una revolución que en este México del norte no sólo alberga al vasto movimiento popular de Francisco Villa, que será finalmente derrotado por las corrientes burguesas de este mismo drama revolucionario, sino que también es el espacio original del grupo que al final terminará apoderándose de todo el país y de todos los beneficios de dicha revolución, el conocido “Grupo Sonora”.

 México norteño y criollo, de mucho más reciente vida histórica que el México central mestizo y que el México indígena del sur, que al constituirse hace apenas un siglo y unas pocas décadas más, como el último componente integrante de la nación mexicana, terminará por delimitar esas fronteras generales del México global y supuestamente unitario, que es el único que aparece en las empobrecidas y reductoras versiones de la historia oficial y positivista, todavía ampliamente difundida a lo largo y ancho de nuestro país.

 Y sin embargo ¡como México... ¿no hay dos?!

Aunque, naturalmente, junto a esta evidente diversidad y heterogeneidad de los tres Méxicos geohistóricos que sobreviven hasta hoy, están también presentes los múltiples efectos de un prolongado y tenaz esfuerzo unificador y homogeneizador de los poderes políticos y de los Estados y gobiernos que han existido a lo largo de la historia mexicana del último medio milenio transcurrido.

 Ya que es también claro que, al lado de las profundas identidades civilizatorias y culturales que existen hoy, por ejemplo entre Chiapas y Guatemala, se da igualmente un claro conjunto de diferencias entre ambas zonas, determinadas por la vigencia de dos dinámicas nacionales, que por lo menos desde principios del siglo XX tomaron rumbos muy diferentes. Porque no ha podido ser lo mismo, por ejemplo, desarrollar un movimiento indígena importante dentro de un país que oficialmente pretende ser una democracia gobernada por presidentes civiles, que en otro país en donde gobernaron durante décadas varias brutales y sangrientas dictaduras militares.

 O también resulta muy distinto, más allá de las grandes semejanzas de cultura y de costumbres de todo tipo, ser un mexicano que habita, se rebela y lucha en Sonora o en Coahuila, que un chicano que vive en los Estados Unidos de Norteamérica, por ejemplo en los Estados de Arizona o de Texas, y que junto a la explotación económica de las voraces empresas norteamericanas, padece también la falta de derechos políticos, la persecución hipócrita de las autoridades de Estados Unidos, y las múltiples formas de la racista discriminación étnica y social.

 Lo que quiere decir que los Estados nacionales, a través de su continua acción histórica, también impactan y modifican de múltiples maneras a las realidades sociales que han sido generadas por esas dimensiones geohistóricas y civilizatorias a las que antes hemos aludido. Con lo cual, existen también ciertos espacios y ciertas dinámicas que son genuinamente nacionales, y que más allá de las identidades geohistóricas profundas de los tres Méxicos aludidos, se despliegan y afirman de manera efectiva en ciertas circunstancias o en ciertos momentos históricos específicos.

 Y entonces, frente al belicoso e irracional maccartismo que Estados Unidos ha estado impulsando después del 11 de septiembre de 2001 [16], el pueblo todo de los tres Méxicos distintos, unido en esto como si se tratase de un único personaje singular, ha renovado y relanzado de manera unánime y masiva su profundo y recurrente sentimiento antimperialista. E igualmente, y más allá de su pertenencia al “país” del norte, del centro o del sur, hoy el pueblo mexicano todo se encuentra profundamente decepcionado de los constantes engaños y de las reiteradas burlas de las que ha sido víctima, durante más de cuatro años, por parte del gobierno de Vicente Fox.

 De modo que, junto a la heterogeneidad y la diversidad de los tres Méxicos geohistóricos que componen a la historia de México, está también la existencia de esa lógica homogeneizadora y unificante de una dinámica y de un proyecto nacionales, que persiguen ser unitaria y exclusivamente mexicanos. Proyecto y dinámica que habrán de sobrevivir mientras sobreviva también ese mundo social global que les da aliento, sustento y sentido, y que es sin duda el mundo social de las realidades diversas del capitalismo mexicano.

 Pero como Marx nos lo recordó hace 150 años, es un hecho contundente que “los obreros no tienen patria”, y que es más bien el capital el que dividió y fragmentó a la humanidad en múltiples “patrias” y en muy diferentes “naciones” y “países”, supuestamente diferentes los unos de los otros. Lo que quiere decir que, más allá de mapas imaginarios e incluso de los mapas reales, y también trascendiendo las divergencias y la diversidad masiva de las diferentes realidades geohistóricas de todo el planeta, está cada vez más cerca la posibilidad de intentar construir un nuevo mundo, no capitalista y no fragmentado en naciones, en donde la humanidad lleve a cabo, por primera vez en su historia, el ensayo de convivir fraternalmente y en escala planetaria, desde el respeto a la diferencia y desde la potenciación de la riqueza que implica la diversidad en todas sus formas, en un mundo distinto y cualitativamente superior, que como nos lo han recordado nuestros dignos indígenas rebeldes neozapatistas, deberá sin duda ser un “mundo en el que quepan todos los mundos posibles”.

 


[1] Nos referimos, por ejemplo, a los brillantes trabajos de Marc Bloch sobre la historia regional, entre los que citamos, a título de simple ejemplo, “L’Ile de France (le pays autour de Paris)” en el libro Mélanges Historiques, tomo 2, Coedición EHESS-Serge Fleury, París, 1983, así como en el libro La tierra y el campesino. Agricultura y vida rural en los siglos XVII y XVIII, Ed. Crítica, Barcelona, 2002. También en esa línea crítica avanza el análisis y la propuesta geohistórica de Fernand Braudel en su libro El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II (especialmente en la primera parte del libro y en el fragmento titulado “Geohistoria y determinismo”), Ed. Fondo de Cultura Económica, México, tomo I, 1953, y también en su libro Las ambiciones de la historia, Ed. Crítica, Barcelona, 2002. Igualmente puede verse el libro de Lucien Febvre, El Rhin, Editorial Siglo XXI, México, 2004. Sobre esta visión geohistórica de Fernand Braudel cfr. nuestro libro, Carlos Antonio Aguirre Rojas, Fernand Braudel y las ciencias humanas, Ed. Montesinos, Barcelona, 1996 (véase también la reciente versión francesa de este mismo libro, Fernand Braudel et les sciences humaines, Ed. L’Harmattan, París, 2004, que contiene una bibliografía actualizada hasta el año 2004, y también varios anexos que profundizan en esta misma visión geohistórica braudeliana, en especial el anexo num. 4 “Fernand Braudel et l’histoire de la civilisation latinoamericaine”).[]

2 Uno de los tantísimos méritos de la interesante corriente de la microhistoria italiana consiste en haber vuelto a llamar la atención respecto de esta permanente tensión que existe entre, de un lado, las tendencias unificadoras y homogeneizantes de los distintos Estados nacionales en todo el mundo, y de otra parte, esta persistencia tenaz de las múltiples identidades que, de una manera forzada y violenta pero generalmente no demasiado exitosa o solo parcialmente lograda, continúan existiendo y manifestándose a lo largo precisamente de toda la historia del moderno capitalismo. Sobre este punto, véase por ejemplo el trabajo de Osvaldo Raggio “Visto dalla periferia. Formazioni politiche di antico regime e Stato moderno”, en la Storia d’Europa, vol. IV, Giulio Einuadi Editore, Turín, 1995, y también el muy interesante artículo de Giovanni Levi, “Regiones y religión de las clases populares”, en la revista Relaciones, num. 94, Zamora, 2003. ]

3 Sobre esta tesis de la crisis terminal del capitalismo, que estaríamos viviendo en los últimos treinta años, cfr. Immanuel Wallerstein, Después del liberalismo, Ed. Siglo XXI, 1996, y también “La imagen global y las posibilidades alternativas de la evolución del sistema-mundo capitalista” en la Revista Mexicana de Sociología, vol. 60, No. 2, 1999. Véase también nuestro libro, Carlos Antonio Aguirre Rojas, Immanuel Wallerstein: Crítica del sistema-mundo capitalista, Ed. Era, México, 2003.

4 De la vasta bibliografía sobre este tema, citemos solamente aquí Eric Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780, Ed. Crítica, Barcelona, 1997; Benedict Anderson Comunidades imaginadas, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1993; Ranajit Guha, Dominance without hegemony. History and power in Colonial India, Ed. Harvard University Press, Cambridge, 1997; Norbert Elías, El proceso de la civilización, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1989; Bolívar Echeverría “El problema de la nación desde la crítica de la economía política”, Ed. IIHAA, Universidad de San Carlos, Guatemala, 1988 y Carlos Antonio Aguirre Rojas, Mitos y olvidos de la historia oficial de México, Ed. Quinto Sol, México, 2004.

5 Sobre este mestizaje cultural y étnico complejo, cfr. Bolívar Echeverría, La modernidad de lo barroco, Ed. Era, México, 1998 y Tzvetan Todorov, La conquista de América. El problema del otro, Ed. Siglo XXI, México, 1989. Cfr. también nuestros ensayos, Carlos Antonio Aguirre Rojas, “Neé en 1492 sur le nouveau continent” en EspacesTemps, num. 59 – 61, París, 1995, y “A história da civilizaçao latino-americana” en el libro Fernand Braudel. Tempo e historia, Ed. FGV Editora, Rio de Janeiro, 2003. 

6 Además de los ensayos citados ya en la nota 1, puede verse tambien, sobre esta relevancia de la base geográfica o geohistórica de los procesos sociales humanos, nuestro ensayo, Carlos Antonio Aguirre Rojas “Entre Marx y Braudel: hacer la historia, saber la historia”, en el libro Los Annales y la historiografía francesa, Ed. Quinto Sol, México, 1966, y también “La visión geohistórica de las ciudades”, en el libro Ensayos braudelianos, Ed. Prohistoria, Rosario, 2000. Sobre la cuestión de la crítica a un posible “determinismo geográfico” y a lo que podría implicar esta postura braudeliana –crítica demasiado simplista y a todas luces errónea, cuando se conocen a fondo los sutiles argumentos braudelianos--, y sobre la defensa de Braudel de esta visión geohistórica, así como de la crítica del punto de vista de la actual geografía francesa, que “desespacializa” su propio análisis por el fetichismo equivocado de afirmar que “todo es social” y que toda geografía es sólo geografía de lo social, cfr. el libro de Fernand Braudel, Una lección de historia de Fernand Braudel, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1989 y también La identidad de Francia, tomo I, Ed. Gedisa, Barcelona, 1993.

7 Sobre esta diversidad de los tres Méxicos geohistóricos, cfr. los ensayos de Ángel Bassols Batalla “Consideraciones geográficas y económicas en la configuración de las redes de carreteras y vías férreas en México”, en Investigación económica, vol. XIX, num. 73, 1959, y Bernardo García Martínez, “Consideraciones coreográficas”, en la Historia general de México, tomo I, Ed. Colegio de México, México, 1976. Esta idea de la diversidad geohistórica de México estuvo muy difundida en la primera mitad del siglo XX, entre varios de los analistas más agudos de la historia de México, como puede verse consultando por ejemplo a Andrés Molina Enríquez, Los grandes problemas nacionales, Ed. Era, México, 1979, Frank Tannenbaum “La revolución agraria mexicana” en Problemas agrícolas e industriales de México, vol. IV, num. 2, abril-junio de 1952 o George Mc Cutchel Mcbride, “Los sistemas de propiedad rural en México”, en Problemas agrícolas e industriales de México, vol. III, num. 3, julio-septiembre de 1951. Después, la idea pareció olvidarse, hasta que Friederich Katz la relanzó con fuerza, como una clave esencial de sus explicaciones de la historia de México, en sus trabajos “El campesinado en la Revolución Mexicana de 1910”, en El trimestre político, vol. I, num. 4, abril de 1976, La servidumbre agraria en México en la época porfiriana, Ed. Era, México, 1980, y La guerra secreta en México, Ed. Era, México, 1982. Sin embargo, y a pesar de todos estos trabajos mencionados, la historia oficial y positivista aún dominante en México, continúa ignorando esta crucial clave de comprensión de toda nuestra historia en general. Por ello, el sentido principal de este ensayo es el de llamar la atención respecto de este olvido y laguna terribles en la comprensión, explicación, interpretación y enseñanza de la historia en México.

8 Sobre los límites precisos entre Áridoamérica y Mesoamérica, así como sobre la extensión que todavía hasta los inicios del siglo XIX tenía ese “México del norte”, cfr. el Atlas histórico de México, coordinado por Enrique Florescano, Coedición SEP-Siglo XXI, México, 1983, en particular las láminas 4 (p.16-17) y 45 (p. 98-99).

9 Y resulta ridículo que, en virtud de esta frontera imaginaria oficial de lo que hoy es el sur de México, las explicaciones que se dan de esa civilización maya se limiten a los espacios que la misma ocupó dentro de lo que hoy es México, omitiendo de plano o mencionando sólo muy marginalmente, por ejemplo a la ciudad de Tikal, hoy en Guatemala, la que sin embargo fue la capital de todo el mundo maya durante prácticamente todo un siglo. Esto es cometer, una vez más, el terrible pecado del anacronismo histórico, al trasladar las fronteras nacionales del presente como si hubiesen tenido vigencia y existencia hace diecisiete o diez o seis siglos, lo que obviamente es un absurdo total. Sobre la expansión geográfica de esta civilización maya, cfr. también el Atlas histórico de México antes citado, en especial la lámina num. 9, p.26-27.

10 Sobre esta hipótesis de la saturación demográfica como motor fundamental, primero del progreso y más adelante de la decadencia de muchos pueblos en la historia, cfr. Carlos Marx, La ideología alemana, Ed. Pueblos Unidos, Buenos Aires, 1973, y también Elementos fundamentales para la crítica de la economía política. Grundrisse 1857-58, Ed. Siglo XXI, tres volúmenes, México, 1971-1976.

11 Sobre este rol histórico singular de esta ‘macroregión’ del sur de México, y en especial sobre su papel dentro de la Revolución Mexicana, cfr. nuestro ensayo, Carlos Antonio Aguirre Rojas, “Chiapas y la Revolución Mexicana de 1910-21. Una perspectiva histórica” en el libro Para comprender el mundo actual. Una gramática de larga duración, Ed. Centro Juan Marinello, La Habana, 2003.

12 Sobre esta actitud con vocación de futuro de dicha América indígena rebelde, que en los últimos lustros se ha constituido en un protagonista central de los movimientos anticapitalistas actuales, cfr. Immanuel Wallerstein, “Pueblos indígenas, coroneles populistas y globalización” y “Bolivia, Bush y América Latina”, comentarios números 33 (año 2000) y 124 (año 2003), que pueden encontrarse en el sitio del Fernand Braudel Center, en la dirección de Internet: http://fbc.binghamton.edu. También el texto de Adolfo Gilly “Historias desde abajo”, incluido como introducción en el libro colectivo Ya es otro tiempo el presente, Ed. Muela del Diablo, La Paz, 2003, y la entrevista “Ahora que lo pienso, 50 años después...: Adolfo Gilly recuerda a mineros, mitos y la revolución en Bolivia” en la revista Historias, num. 6, La Paz, 2003, así como nuestros ensayos, Carlos Antonio Aguirre Rojas, “Chiapas, América Latina y el sistema-mundo capitalista” en el libro Chiapas en perspectiva histórica, Ed. El Viejo Topo, Barcelona, 2002, y “Encrucijadas actuales del neozapatismo. A diez años del 1 de enero de 1994” en la revista Contrahistorias, num. 2, 2004.

13 Sobre este complejo proceso de mestizaje cultural, y sobre las complicadas dimensiones que abarca la cultura en general, además de los ensayos citados en la nota 5, puede verse también Bolívar Echeverría, Definición de la cultura, Ed. Itaca, México, 2002, Carlo Ginzburg, El queso y los gusanos, Ed. Océano, México, 1998, Historia nocturna, Ed. Muchnik, Barcelona, 1991, y Ojazos de madera, Ed. Península, Barcelona, 2000. Véase también Carlos Antonio Aguirre Rojas, “El queso y los gusanos: un modelo de historia crítica para el análisis de las culturas subalternas”, incluido como ‘Introducción’ en el libro de Carlo Ginzburg, Tentativas, Ed. Prohistoria, Rosario, 2004.

14 Fernand Braudel ha explicado muy claramente este punto en su brillante libro Civilización material, economía y capitalismo. Siglos XV-XVIII, Ed. Alianza Editorial, Madrid, 1984, (especialmente tomo I, capítulo II, “El pan de cada día”).

15 Para una interpretación más general de esta Revolución Mexicana, desde esta clave esencial y crítica de los tres Méxicos, cfr. nuestro ensayo, Carlos Antonio Aguirre Rojas, “Mercado interno, guerra y revolución en México. 1870-1920” en Revista Mexicana de Sociología, vol. 52, num. 2, 1990.

16 Sobre este maccartismo absurdo y peligroso, que lamentablemente parece que se prolongará por algunos años más, a partir de la reciente reelección de George Bush Jr., cfr. nuestro ensayo, Carlos Antonio Aguirre Rojas, “El maccartismo planetario. América Latina después del 11 de septiembre” en el Suplemento Masiosare del diario La Jornada, del 7 de julio de 2002, “El 11 de septiembre en perspectiva histórica” en el diario electrónico La Insignia, Sección ‘Diálogos’, del 20 de noviembre de 2001, en el sitio http://www.lainsignia.org, y también “11 de septiembre. Balance crítico un año después” en Le Monde Diplomatique, (Edición Colombia), de septiembre del año 2002.

 

Categoría: 
Artículo
Época de interés: 
General
Área de interés: 
Teoría, Filosofía y Metodología de la Historia

La encrucijada de los tiempos premodernos, modernos y postmodernos en Latinoamérica

Autor: 
José G. Vargas-Hernandez
Institución: 
nstitute of Urban and Regional Development, University of California at Berkeley
Correo electrónico: 
Síntesis: 
La encrucijada de los tiempos premodernos, modernos y postmodernos en Latinoamérica
 
José G. Vargas-Hernandez
Institute of Urban and Regional Development, University of California at Berkeley
 
 
Resumen
En este trabajo se revisan los principales desarrollos del capitalismo en Latinoamérica caracterizados como tiempos premodernos, modernos y postmodernos que ponen en una encrucijada al desarrollo económico y social de la región. Primeramente se revisan los conceptos de modernidad como un enfoque teórico del desarrollo económico que trae consigo el desarrollo político con una convergencia hacia la democracia liberal, los mismos que dan fundamentos a las estrategias de modernización neoliberal y estructuralista. Posteriormente se revisan los conceptos de postmodernidad como una tendencia de pensamiento del desarrollo del capitalismo tardío o postindustrial aunado a los procesos de globalización, para delimitar el final de la modernidad organizada.
 
A partir del análisis de la modernidad y postmodernidad como formas de sustentabilidad social, bajo los supuestos de que los modernistas asumen que la función primaria de la organización económica es la producción, los posmodernistas asumen que la producción de cosas físicas es sobrepasada por la producción de bienes de información y servicios. Muchos de los habitantes de las regiones menos desarrolladas en Latinoamérica viven bajo condiciones que pueden ser descritas como modernidad desigual más que postmodernidad. Para contrarrestar los efectos perversos de este desarrollo del capitalismo neoliberal se organizan los nuevos movimientos sociales capaces de combatir los poderes económico-financieros, que son los primeros signos del descubrimiento colectivo de la necesidad vital del internacionalismo o, mejor aún, de la internacionalización de los modos de pensamiento y de las formas de acción
 
Finalmente se analiza la complejidad de la realidad económica y social como una encrucijada de los tiempos premodernos, modernos y postmodernos del desarrollo de Latinoamérica. Se concluye que el subdesarrollo de Latinoamérica no fue el pecado de una omisión de países en el margen de la industrialización moderna, sino activamente un proceso viejo en el cual los términos comerciales fueron arreglados en detrimento de los Estados débiles productores de bienes primarios. De hecho, los procesos contemporáneos de la globalización y la expansión del capitalismo tardío o postmoderno han agravado los más crónicos problemas del desarrollo económico y social como en el caso de la región latinoamericana.
 
Modernidad
Habermas (1992) puntualiza que el “vocablo modernización se introduce como término técnico en los años cincuenta; caracteriza un enfoque teorético que hace suyo el problema del funcionalismo sociológico. La modernidad se define como el desarrollo económico industrializado con una convergencia hacia la democracia liberal. La democracia es el espacio donde convergen la igualdad y la libertad que tienen como condición necesaria aunque no suficiente, la participación efectiva en los aspectos procedimentales para la elaboración del sistema normativo.
 
El concepto de modernización se refiere a una gavilla de procesos acumulativos que se refuerzan mutuamente: a la formación de capital y a la movilización de recursos; al desarrollo de las fuerzas productivas y el incremento de la productividad del trabajo; a la implantación de poderes políticos centralizados y al desarrollo de identidades nacionales; a la difusión de los derechos de participación política, de las formas de vida urbana y de la educación formal; a la secularización de los valores y normas; etc.
 
Los conceptos de democracia relacionada con la noción de capitalismo, coinciden con la definición de modernidad, con implicaciones que datan de la Ilustración y que todavía no alcanzan su máximo potencial de desarrollo. La democracia es el espacio donde convergen la igualdad y la libertad que tienen como condición necesaria aunque no suficiente, la participación efectiva en los aspectos procedimentales para la elaboración del sistema normativo. El proceso político se desarrolla en las etapas de diseño de normas y de desarrollo del juego político Existen varias culturas democráticas que pueden ser delimitadas a partir de los elementos de la cultura política. La cultura política toma forma específica en cada nación como un producto a largo plazo de la historia. La cultura así llamada conforma un conjunto de modos de vida de las naciones.
 
Los inicios de la modernidad están marcados por una racionalidad que tuvo como fundamento ideas religiosas, la revelación, la opinión y la autoridad que mezcladas con intereses políticos y cánones en el siglo XVI da lugar a un modelo antropológico que en el Siglo XVII deriva en el calculo con base en las matemáticas y la geometría. La deficiencia de la racionalidad tiene precedentes en el trabajo teológico del Siglo XVI y en el empirismo de Bacon a principios del siglo XVII que anuncia su fe en el progreso. Una pugna cultural se ha descollado entre las tradiciones filosóficas europeas y las actitudes científicas y tecnológicas que se gestan en la potencia económica estadounidense. El racionalismo ateo de la Ilustración no tocó las sectas de Nueva Inglaterra por lo que su cultura se mantuvo cerca de las brujas de Salem.
 
La Ilustración fue una tendencia que acompañó a la modernidad en un trayecto. La filosofía de la ilustración sirvió de base para la creación de las culturas e ideologías europeas modernas que influyo en la formación de los primeros centros del desarrollo capitalista, ya fueran católicos (Francia) o protestantes (Inglaterra y Holanda), sino también en Alemania y Rusia y cuyo impacto alcanza hasta nuestra época.
 
El romanticismo alemán exaltó al nacionalismo y lo opuso al cosmopolitismo que sujeta a los Estados al derecho internacional cosmopolítico (Kant) que postula que todos los pueblos están originariamente en comunidad del suelo sin la posesión jurídica, concepto que choca con el de soberanía que postula a la nación como propietaria de un territorio determinado y al Estado como su representante. Para Kant, la nación es una persona moral cuyo origen es un contrato social, una comunidad que vinculada por la fraternidad, busca alcanzar el bien común y la paz. En el Contrato Social de Rousseau se afirma la necesidad de hallar una forma de asociación por la que cada cual, uniéndose a todos, no obedezca, sin embargo, más que a sí mismo.
 
En el Siglo XVII las Provincias Unidas de Holanda promovían el libre comercio de su producción en los países europeos pero protegían ciertos mercados en los que eran débiles. Los británicos sostuvieron tres guerras contra los holandeses para disputarse el mercado mundial. Al decir del Británico George Downing en 1663, la política comercial holandesa es un mar abierto (mare liberum) en las aguas británicas pero un mar cerrado (mare clausum) en la costa de África y las Indias Occidentales.
 
En el Siglo XVIII aparece una orientación objetiva del hombre para considerarlo moralmente como valor supremo. Algunas de las ciencias sociales positivizan al hombre convirtiéndolo en objeto, mientras que las filosofías subjetivas imponen la noción que el hombre se hace a sí mismo. La cultura occidental tiene como característica principal el humanismo que tiende a ser un espejismo cuando se comunica con los valores humanistas de otras culturas. Así, la fe se ha ajustado para cumplir con los requisitos de los valores de la modernidad, el laicismo y la democracia.
 
El desarrollo de Inglaterra se sustentó en las tesis del liberalismo económico y la economía política clásica elaborada por los ingleses Adam Smith, Thomas R. Malthus, David Ricardo y el francés Jean Baptiste Say basada el ahorro, el trabajo y el libre comercio. Por otro lado, los trabajos de David Ricardo sobre las ventajas comparativas y su interpretación moderna en el modelo Heckscher-Ohlin de comercio internacional, establece que las diferencias en las ventajas comparativas de las naciones en la producción de diferentes mercancías se deben a las diferentes dotaciones de factores. En el capitalismo, la producción adquiere más importancia que la distribución y el consumo porque implica la propiedad de los recursos económicos, principal fuente del poder económico, no obstante que el comercio internacional contribuye a crear la plusvalía.
 
Pero la aplicación de estas tesis son contradictorias e incompatibles con “el empleo sistemático del poder político, militar y económico del país en una praxis de colonialismo, proteccionismo y explotación de los pueblos bárbaros” (Dietererich, 2002). Friedrich List, formador del capitalismo del Estado Alemán a finales del siglo XVIII y principios del XIX, critica esta doble moral inglesa, la cual se sintetiza en el análisis de Dietererich (2002) porque desde “la constitución del moderno estado inglés en la dictadura desarrollista de Oliver Cromwell tal como se había manifestado en el Acta de Navegación (1651) y el monopolio de la East India Company hasta los días del encantador Tony Blair, la única política real de crecimiento económico ha sido el capitalismo proteccionista de Estado”.
 
El surgimiento del capitalismo concurrente con el fenómeno de la modernidad separa lo político de lo económico. Leviatán es el paradigma moderno de la política instituida en la regulación y resolución de conflictos bajo principios de un orden establecido en un marco normativo. Hobbes mantiene la idea de que la política ligada a un orden natural es contingente, particular, finita y por lo tanto, incapaz de evadir el retorno al estado de conflicto. La solución hobbesiana justifica al Dictador que exigirá el resultado que maximiza el bienestar colectivo.
 
La institucionalización del Estado fue consecuencia de la regulación de las relaciones, establecimiento de los deberes y obligaciones, así como la resolución de conflictos de los individuos en la sociedad. El desarrollo supera el enfoque de provisión de bienes y competencias individuales y se orienta a los procesos de institucionalización que garanticen el ejercicio de la conducta de elección de elementos que van más allá de la simple búsqueda y satisfacción del bienestar.
 
No obstante, la modernidad es la ideología del sistema capitalista que se declara a sí misma como la defensora de los derechos individuales por sobre los derechos de la sociedad. La exaltación del individualismo es una característica de los procesos de modernización capitalista que tiene implicaciones en las propuestas de las instituciones democráticas, la familia, etc.
 
Frente a la concepción socialista moderna que ve un problema en la propiedad privada y prefiere una propiedad colectiva, Aristóteles consideraba, en efecto, que solamente lo que el individuo tenía como propio es aquello de que me se ocupa con más esmero. Aristóteles pensaría que estaba en la esencia humana el ocuparse más de lo propio que de lo común. Aristóteles no solo se preocupa por la defensa de la propiedad privada, sino la promoción, al mismo tiempo, de un uso en común. En esto difiere Aristóteles radicalmente de lo que se advierte en el capitalismo de mercado, con su mano oculta que todo lo arregla y sus sociedades anónimas. Pues lo que sucede en la sociedad moderna capitalista es que cada uno se ocupa de lo suyo también en el uso y se desentiende del prójimo.
 
Esta sociedad moderna se organiza en torno al Estado-nación asentado en un territorio en donde se realizan las diferentes interacciones, entre las décadas de los 30 y los 70 del siglo pasado Las sociedades modernas tienen como características la diferenciación social, la secularización de la cultura política y un sistema político. El concepto hegeliano de una sociedad civil burguesa adquiere vigor y se involucra en el espacio público en forma de opinión pública en las sociedades modernas. La opinión pública es la característica que diferencia la sociedad civil del Estado y que representa la voz de la sociedad civil en la esfera política. La sociedad civil es una red asociativa que comprende todos los intereses sociales y facilita la participación de los ciudadanos que forman parte de un sistema político. Esta modernidad se declara a favor de los derechos del individuo en franca oposición a los derechos sociales, lo que afirma más la tendencia autoritaria del capitalismo. El pensamiento social burgués separa los dominios económico y político de la vida social (Amín, 2001) mediante la adopción de diferentes principios específicos.
 
La convergencia de la modernización económica definida como desarrollo económico industrializado y la democracia liberal, requieren de nuevas instituciones, actores y agentes e involucran limitadamente las capacidades del Estado. Por otro lado, si la dictadura del trabajo domina, la democracia tampoco puede florecer. Al respecto Birchfield (1999) nos recuerda que la relación del salario capitalista necesita la separación conceptual de la economía y la política respectivamente en esferas privadas y públicas de actividad, la que a su vez constituye un elemento definitorio del Estado liberal. La estrategia de modernización económica seguida por la mayor parte de los países del mundo, sólo reporta beneficios derivados del manejo de grandes capitales y de los avances tecnológicos, para las grandes transnacionales. La tradición ideológica de las elites viejas como estrategia de los grupos de nivel socioeconómico alto, se orienta a limitar la modernización económica al mismo tiempo que fortalece los valores tradicionales de socialización centrada en la familia y en la escuela (Germani, 1966).
 
Sin embargo, no existe necesariamente una relación lineal entre la modernización económica y el establecimiento de instituciones democráticas. Además, el logro de crecimiento económico no es garantía de un desarrollo democrático. Investigaciones sobre la cultura política concluyen que la crisis política tiene poca relación con la crisis de confianza en las instituciones democráticas cuyo nivel de aceptación sigue siendo elevado. Así, un elevado desarrollo económico puede coexistir con un debilitamiento de las relaciones de confianza y cooperación cívica (Grootaert, 1998). Consolidar la democracia liberal requiere de instituciones, actores y agentes que acepten las reglas del juego y los principios del liberalismo político y económico.
 
El territorio es un elemento de la modernidad política que es analizado como un constructo social formado por personas, fenómenos y relaciones determinadas en un área geográfica que se afectan e influyen mediante intenciones individuales y grupales. Dentro de esta concepción amplia del territorio aparecen las instituciones que se vinculan y relacionan de formas distintas en el espacio. Brosius (1997), afirma que no es fácil conceptualizar las formas concretas en que se presenta el tráfico en dos sentidos entre lo local y lo global y argumenta que “Incluso el componente local de los movimientos sociales en contra de las naturalezas del capital y de la modernidad está de alguna manera globalizado, por ejemplo en la medida en que dichos movimientos sociales toman prestados discursos metropolitanos sobre la identidad y el entorno".
 
Teoría de la modernidad
La teoría de la modernización plantea como hipótesis que el desarrollo económico traerá consigo el desarrollo político. La homogeneidad y estandarización de todas las formas de civilización humana bajo un mismo sistema económico puede tener consecuencias fatales para el desarrollo de la humanidad. El sistema económico capitalista se encuentra atrapado funcionalmente en una lógica de crecimiento económico insostenible. La hipótesis central de la teoría del desarrollo centrado en la modernidad plantea que el desarrollo económico traerá consigo el desarrollo político. Las teorías del desarrollo son la basada en monoeconomía y la de beneficios mutuos. Las principales teorías sobre el desarrollo socioeconómico son la teoría de la modernización, la dependencia, la globalización y los sistemas mundiales.
 
Los vínculos que explican las diferentes relaciones económicas, sociales, políticas, etc., existentes entre las localidades, regiones, países y globalidad se han analizado desde dos enfoques teóricos, el dependencista y el desarrollista. La teoría de la dependencia de la división internacional del trabajo Cardozo y Faletto 1969) considera que las diferentes regiones y países tienen intercambios desiguales en un sistema que concentra los recursos tecnológicos, la manufactura, la educación y la riqueza, mientras que otras regiones y países periféricos solo son proveedores de mano de obra y materia prima barata. Por su parte, la teoría del desarrollo (Lerner 1958, Rostow 1960, Germani 1971) de la división internacional del trabajo considera la importancia de que las denominadas “sociedades parciales” se modernicen con tecnología y valores tradicionales.
 
La teoría de la dependencia centra el desarrollo en los mercados domésticos, el papel del sector industrial nacional, generación de demanda agregada mediante incrementos salariales que aumentan los niveles de vida. Las teorías anteriores centran su objeto de estudio en el estado nación, a diferencia de las dos siguientes cuyo objeto de estudio toma otras perspectivas. Los procesos de globalización tal como se están dando hasta ahora, contribuyen a la devaluación de la autoestima de los pueblos ya de por sí subdesarrollados y a crear un sentido de dependencia. La debilitada cultura de la dependencia del pobre es sustituida por el impresionante proyecto hegemónico de expansión del capitalismo alentada por los grandes intereses económicos de los grupos corporativos. La escuela de la dependencia falla predecir dos importantes tendencias que contradijeron sus expectativas originales: primero, el errático desempeño de los modelos de desarrollo basados en la sustitución de importaciones que intentaron contraatacar la penetración capitalista externa con la intervención vigorosa del Estado y la promoción de industrialización autónoma y segundo, la experiencia exitosa de algunos de los más dependientes (Portes, 1997).
 
La teoría de la modernización sostiene que el desarrollo es un proceso sistemático, evolutivo, progresivo, transformador, homogeneizador y de “americanización” inminente. La teoría de la modernización sostiene que el desarrollo social y político de los pueblos ocurre en el cambio de racionalidad de una sociedad basada en los afectos a una sociedad basada en los logros individuales. Esta teoría identificó etapas evolutivas de desarrollo de los pueblos. El eslabón perdido entre los ámbitos micro y macro del desarrollo social, sostiene (Lechner, 2000), es “una desventaja a la hora de analizar conjuntamente las relaciones de confianza generalizada y de asociatividad y, por otra parte, las normas de reciprocidad y de compromiso cívico vigentes en la sociedad.” Las relaciones de confianza entre los individuos y el compromiso cívico dependen de las oportunidades y las restricciones que ofrece el contexto histórico-social.
 
La modernización parte de la premisa de que el desarrollo es un proceso evolutivo inevitable que incrementa la diferenciación social la cual crea sus instituciones económicas, políticas y sociales que siguen el patrón de desarrollo occidental. El desarrollo es un proceso de cambios dinámicos inducidos mediante políticas y estrategias impulsadas por diferentes agentes económicos y actores políticos. Las investigaciones de las acciones estratégicas, preferencias y actitudes de los actores de la transición política se centran más en la elección racional que en una dimensión más subjetiva. Las teorías del derrame ya desacreditadas en la economía desarrollista se mantuvieron como la respuesta al dilema de la distribución y la teoría de la modernización fue resucitada para pronosticar la última convergencia de los sistemas económicos y políticos a través del globo.
 
Esta diferenciación social y una creciente disociación de la vida social son producto de los procesos de modernización, los cuales traen inestabilidad. Los procesos de modernización generan aprendizajes rápidos y traen consigo un incremento en las demandas de bienes y servicios e inflación de las expectativas para satisfacer las necesidades y deseos, lo cual no siempre desarrolla la infraestructura y capacidad para lograrlo. La modernización era vista como un proceso de diferenciación estructural e integración funcional donde tenían lugar las categorías de clasificación del mundo, pero para Giddens (1984, 1990), la teoría de la modernización es vista como un proceso de distanciamiento espacio temporal, en el cual el tiempo y el espacio se desarraigan de un espacio y un tiempo concretos, proceso que es más bien posmoderno.
 
Estrategias de modernización neoliberal y estructuralista
 
El neoliberalismo es una versión nueva del liberalismo económico el cual además tienen aplicación en la economía internacional y no solamente dentro de las fronteras nacionales. La diferencia entre socialdemocracia y neoliberalismo es que éste quiere la menor intervención política posible (dejando a la regulación del mercado la tarea de poner orden) y la socialdemocracia tiende a regular la mayor cantidad posible de aspectos de la vida humana. En este tira y afloja estamos entre unos regímenes y otros y entre unos períodos históricos y otros.
 
La estrategia de modernización neoliberal se ha absolutizado bajo un dogma ortodoxo que no distingue diferencias de desarrollo entre los Estados nacionales. La modernización neoliberal diferencia las esferas económica, política y social, demanda el ejercicio de nuevas reglas de operación y regulación de los comportamientos sociales, los cuales se acompañan de una creciente inestabilidad en los procesos de cambio. La modernización neoliberal separa a la subjetividad, la considera un proceso autónomo e inconexo que genera tensiones cuando de acuerdo con Lechner (2000), ambos fenómenos son complementarios y es necesario relacionarlos, ya sea en forma espontánea conforme a la apuesta del liberalismo decimonónico o a lo establecido por el Estado conforme al modelo socialdemócrata.
 
La estrategia de modernización neoliberal se ha absolutizado bajo un dogma ortodoxo que no distingue diferencias de desarrollo entre los Estados nacionales. Los ámbitos de la modernización del Estado implican cambios en las tareas tradicionales, el funcionamiento de las instituciones políticas, la productividad del sector privado y la formulación e implementación de políticas públicas en las diferentes áreas.
 
La modernización era vista como un proceso de diferenciación estructural e integración funcional donde tenían lugar las categorías de clasificación del mundo. El enfoque estructuralista de la modernización acepta los costos sociales como exigencias de la implementación del modelo y apuestan a la gobermabilidad que acota la subjetividad.
 
El estructuralismo incorpora las relaciones e interacciones entre el centro y la periferia, las condiciones y características estructurales económicas, sociales y políticas del sistema capitalista que determinan el desarrollo y el subdesarrollo de los pueblos. Para servir a las elites capitalistas transnacionales, las elites capitalistas locales requieren de Estados recolonizados fuertes para salvaguardar los objetivos imperialistas y con capacidad para imponer y garantizar la ejecución de las reformas estructurales y de estabilización económica, a pesar de las movilizaciones populares oponentes.
 
Ni la teoría de las relaciones internacionales, ni tampoco la teoría de la democracia alcanza a establecer un marco de referencia que sustente la conceptualización como la práctica del desarrollo democrático de los pueblos y sus relaciones con el capitalismo moderno o neocapitalismo, bajo un contexto global, a pesar de su potencial latente de autoritarismo. No obstante, algunos principios del capitalismo no necesariamente promueven la democracia, tales como aquellos que son “concebidos como la expresión de demandas de la razón” (Amín, 2001), entre otros, la propiedad privada, la competencia de los mercados, principios de emprendedores, etc. Las manifestaciones de este avance del capitalismo emergente se enmarcan en la paradoja consistente en que mientras se centra en función de los mecanismos autorreguladores del mercado, por otro lado desencadena reacciones en contrario para contrarrestar y compensar los efectos de los mecanismos perversos del mercado.
 
El “movimiento de derecho y desarrollo” que se desarrolló en los setenta, analizó desde un etnocentrismo, la vinculación de los sistemas de derecho al proceso de desarrollo económico para lograr metas de desarrollo socioeconómico a través de instrumentos jurídicos, especialmente de derecho público, de funcionamiento del mercado. El etnocentrismo institucional desconoce la endogeneidad del desarrollo institucional considerando los riesgos de las adaptaciones institucionales. Desgraciadamente faltó sistematización teórica para fundamentar el papel del derecho en el desarrollo económico, ya que solamente se fundamentaba en los trabajos de Weber sobre los análisis de modernización y en la jurisprudencia sociológica.
 
El término desarrollo puede conceptualizarse como los procesos de transición de los pueblos hacia economías industriales, capitalistas y modernas, así como la obtención de mejores niveles de calidad de vida humana y bienestar material, considerado como la satisfacción de un conjunto de necesidades, deseos y temores. La transición de una economía basada en materiales. Cualquier transición de modelo económico para que sea exitosa requiere de la intervención estatal para establecer las reglas del juego mediante procesos de institucionalización. La teoría de transiciones encuentra barreras institucionales para consolidar la democracia que no se corresponde necesariamente con una política moderna, ni tampoco con una mejor distribución de la riqueza. La sociología política y el institucionalismo de la ciencia política fundamentaron conceptualmente la noción del buen gobierno empujando la instauración de procesos de gobernabilidad democrática y el análisis de los procesos de informalización de la política. Los procesos de institucionalización efectuados durante los últimos años del siglo pasado, desestructuraron y fueron disfuncionales en las relaciones entre la economía y la política, causando graves crisis.
 
La nueva relación social que se globaliza es la que articula la propiedad privada de los medios de la producción como la regla que da certeza al funcionamiento del mecanismo del mercado. La “macro dictadura total” del neoliberalismo, como sostiene el obispo de Sao Felix do Araguaia, Brasil, que se impone como pensamiento único con sus “teólogos del diablo” y su posmodernidad narcisista (Fazio, 2000) El mercado es una construcción social que operacionaliza relaciones sociales. No obstante, el poder social del programa neoliberal emerge de los intereses que mantienen quienes detentan el poder económico que da forma al poder político.
 
Hacia dentro del Estado-nación se presenta la lucha de clase para lograr el aseguramiento del acceso a los recursos mediante la conquista del poder. La implementación de las políticas de ajuste estructural en los países del tercer mundo ha producido consecuencias inesperadas algunas contrarias a las metas de desarrollo original La difusión de los valores y el proyecto económico dejaron poco espacio a la reconceptualización del desarrollo en términos de éxito en el mercado. El desarrollo fue una cuestión de instalar la correcta orientación de valores y normas en las culturas del mundo no occidental así como permitir a su gente entrar en la riqueza moderna creando las instituciones económicas y políticas del mundo occidental avanzado.
 
La implantación se realiza a través de las denominadas reformas administrativas orientadas a la modernización de las estructuras del aparato burocrático, la más reciente de las cuales se ha denominado la revolución gerencial que intenta redefinir el sistema burocrático sin alcanzar los beneficios esperados. La modernización de la gestión pública propuesta bajo nuevos supuestos explicitados en el paradigma de la Nueva Administración Pública, la cual se instrumenta en la reforma administrativa, ha tenido resultados en lo que se refiere a la prestación de servicios públicos que no han sido del todo positivos (Ramírez Alujas, 2002). Las reformas pretenden el funcionamiento eficiente del mercado mediante la reducción de los costos de transacción, procesos de descentralización y modernización de la administración pública. El cambio institucional de los servicios públicos con una orientación hacia la acción social centrado en los valores de la cultura cívica y en los valores del capital social es muy complejo, debido a la racionalidad instrumental del enfoque de la eficiencia económica.
 
Las funciones públicas contingentes toman en consideración aquellas actividades que pueden ser subcontratadas (outsourcing) o privatizadas y que desestructura las principales funciones del Estado moderno a las que Dror (1995: 222) denominó como “las funciones de orden superior” del Estado. El cuestionado sistema de méritos en la función pública constituye una forma moderna de la institucionalización orientada por una economía de libre mercado, se fundamenta en los bienes económicos, bienes jurídicos y funciones sociales. Por otra parte estamos viendo desaparecer la regulación colectiva de muchas funciones que hasta no hace mucho considerábamos comunes: las compañías telefónicas, el correo, los ferrocarrilles, etc. Faguet (1999) sugiere que la descentralización es un nexo entre las decisiones de inversión pública con las necesidades locales, de tal forma que los procesos de descentralización fiscal se identifican como procesos de descentralización administrativa que permite a los gobiernos locales definir sus propias políticas de ingreso y gasto mediante la innovación. Los gobiernos locales tienen que jugar un papel protagónico como agente del desarrollo económico.
 
La lógica de la descentralización es la territorialiación de la política pública en espacios delimitados en localidades y regiones, en las cuales se formulan e implementan las políticas públicas o policies. La estrategia de crecimiento se orienta hacia el desarrollo local basado en los proyectos municipales impulsados por los actores locales. El gobierno local requiere de una sociedad civil asentada en un territorio con un conjunto de valores y normas que sustentan la identidad con un sistema político que le proporciona el poder capaz suficiente para la transformación de procesos de generación de bienestar y riqueza.
 
Las corrientes neoliberales y neoestructuralistas alcanzaron un cierto nivel de consenso en sus propuestas sobre las funciones del mercado y del Estado en la década de los noventa del siglo pasado, sobre la base de un reconocimiento de que son elementos complementarios más que antagónicos, capaces de desarrollar una relación armónica facilitadora de procesos de desarrollo. Estado y mercado existen para representar loas intereses de lo público y lo privado de una misma realidad social. De acuerdo al análisis de Dowbor (2001), segmentos sustanciales de la sociedad han empezado a pensar en términos de un “pequeño y eficiente Estado”, para justificar los procesos caóticos de privatización, posponiendo el problema esencial de a quien y cómo debe servir el Estado. El principal punto en la acción no es cortar partes del gobierno sino hacerlas trabajar mejor y con otros fines.
 
Los procesos de modernización del Estado no necesariamente significa debilitamiento ya que deben comprender sus funciones tradicionales de seguridad, impartición de justicia, defensa, relaciones exteriores, etc., responsabilidades del funcionamiento de las instituciones políticas, creación de un ambiente propiciador de una actividad productiva del sector privado para el crecimiento y el desarrollo, formulación e implementación de una política social y políticas públicas apoyadas por decisiones políticas. Esto debe proveer el marco de referencia en el que las estrategias prosectivas, las instituciones representativas y los proyectos que hacen a la política social el sustento del desarrollo. De acuerdo a Morales-Gómez y Torres (2000) la agenda de una política social para el desarrollo debe asignar prioridad a los siguientes aspectos:
 
El Estado debe tener las atribuciones necesarias para establecer las reglas de funcionamiento de los mercados mediante procesos de democracia participativa. En una sociedad más desarrollada se fortalecen el Estado, el marcado y la sociedad civil, como instrumentos del desarrollo mismo. En el contexto institucional se establecen las relaciones entre los actores y la dinámica histórica de los tipos sociales en la dialéctica de la racionalidad e irracionalidad de sus comportamientos relacionados con las estructuras, interacciones y funciones de las instituciones en el contexto social.
 
Postmodernidad
La noción Kantiana de arqueología designa la historia de lo que vuelve necesaria una cierta forma de pensamiento La etapa de la cientificidad adoptó las formas de la ciencia natural y exacta corresponde al estructuralismo. La arqueología mantuvo la creencia en las ciencias sociales alternativas que estudian sistemas, estructuras y formas. A partir de los años setenta se opera el periodo genealógico con la influencia del perspectivismo y Nietzsche en una actitud militante en contra de la represión, una desconfianza hacia el discurso académico que se expresa en el postestructuralismo, identificado con el postmodernismo irracionalista y nihilista que rechaza el método científico, al pensamiento racional y abuso de la ciencia como metáfora. La transición entre la arqueología y la genealogía esta marcado por las reflexiones discursivas como expresión del poder.
 
La "tendencia postmoderna de pensamiento" apareció recientemente como expresión o aprehensión de una realidad social específica que hace referencia al pensamiento emergente de la modernidad tardía o de era postindustrial manifiesto en las condiciones de vida especificas de los grandes centros urbanos de los países desarrollados, o bien como una cultura conformada por un conjunto de modos de vida en las regiones hiperindustrialzadas. Giddens (1993) opone a la idea de postmodernidad la de modernidad radicalizada y hace la crítica del movimiento postestructuiralista de donde se deriva y que debe superarse porque considera que hay insuficiencias en los análisis de la modernidad de los siglos XIX y XX. .
 
Se reprocha que el postmodernismo puso el último clavo en el ataúd de la Ilustración y la izquierda enterró los ideales de justicia y progreso. La esencia de la Ilustración es el ejercicio racional de la crítica y se perfecciona enfrentando sus propios defectos de raciocinio.
 
Una nueva época quedó delimitada a partir de 1989 con la implosión de del sistema socialista soviético y el auge de una nueva concepción más centrada en la mera subjetividad de la vida y del mundo denominada posmodernidad. El capital social tiene carácter instrumental y expresivo, fortalece la subjetividad frente a la modernización y es también una relación “puramente expresiva y gratuita” como fin en si misma y que además crece en la medida en que la modernización avanza (Lechner, 2000). Newton (1997) examina la subjetividad del capital social compuesto de valores y actitudes que afectan las formas de relación entre las personas. Pero también, la subjetividad es refugio o resistencia contra el modelo de pensamiento único hegemónico (Bourdieu, 1998).
 
La globalización es consecuencia ineludible de la modernidad capitalista que deriva en la postmodernidad, y por lo tanto, en un preconizado relativismo que socava la crítica social, para el cual la objetividad es una mera convención social. Un inmovilismo discursivo está invadiendo a la sociedad posmoderna. La globalización exalta al individualismo de las personas, las convierte en meros instrumentos homogéneos de producción y consumo y las reduce a simples mercancías que se compran y venden sin que las diferenciaciones culturales sean obstáculo. A mayor globalización, más avance tiene el individualismo, lo que afirma la tendencia hacia el autoritarismo del sistema capitalista. Se vive en un mundo en el que la adquisición y el consumo son considerados como las marcas de éxito personal y no lograrlo es una marca de fracaso.
 
Si la modernidad capitalista fue la creadora del Estado-nación y sus principales creaciones, como una sociedad y mercado nacionales, fronteras, ejércitos, etc., cuando el capitalismo entra en crisis, aunque muy discutible, entonces necesariamente entran en crisis todas estas instituciones, ya en transición hacia la posmodernidad. La globalización puede ser vista como una continuidad del voluntarismo para establecer el ideal de una sociedad justa y afluente mediante la creación del Estado de Bienestar y de las tesis desarrollistas, pero con adaptaciones a la cultura de la postmodernidad. La postmodernidad cuestiona la legitimidad del desarrollo alcanzado por la modernidad y la universalidad de sus valores y procesos, el reduccionismo economicista, su enfoque etnocénrtrico y la unidimensionalidad de su interpretación.
 
La postmodernidad cuestiona las variables sociales, culturales, del medio ambiente, políticas y éticas de la ecuación del desarrollo y su proyecto modernizador. La inclinación del posdesarrollo sobre "el lugar", la ecología política y la geografía posmoderna al estudiar la globalización, permite reconocer los modos de conocimiento y modelos de naturaleza basados en lo local (Escobar, 2000.:172). El desarrollo en la globalización ha sido en general capitalocéntrica porque sitúa al capitalismo “en el centro de las narrativas de desarrollo, tendiendo en consecuencia, a devaluar o marginar cualquier posibilidad de desarrollo no capitalista". “... la naturalidad de la identidad capitalista como plantilla de toda identidad económica puede ser puesta en cuestión" (Graham y Gibson 1996:146) por diversas opciones de desarrollo económico propias del mismo posdesarrollo que valoran los modelos locales no necesariamente complementarios, ni opuestos ni subordinados al capitalismo. Estos modelos locales desafían "lo inevitable" de la penetración capitalista con los procesos de globalización y que por lo tanto, se puede decir que todo lo que surge de la globalización encaje en el guión capitalista. Muchos de los habitantes de las regiones menos desarrolladas viven bajo condiciones que pueden ser descritas como modernidad desigual más que postmodernidad.
 
Las orientaciones posmodernas que son condicionantes de los principales agentes de los procesos de globalización, las corporaciones transnacionales y multinacionales, al decir de Santos (1993) son la unicidad de la tecnología, del tiempo y de la plusvalía como motor del desarrollo. El tiempo tiene poco significado y el espacio se comprime como resultado del avance tecnológico.
 
La ciencia posmoderna proporciona las bases metodológicas y de contenido para un proyecto económico-político. Este proyecto concibe “la trasgresión de las fronteras, el derrumbamiento de las barreras, la democratización radical de todos los aspectos de la vida social, económica y política” (Sokal y Bricmont, 1999). La democratización se refiere a las reformas políticas que introducen mecanismos esenciales para una mayor competencia electoral, modernización de partidos políticos y creación de nuevas instancias de representación ciudadana y una participación más abierta de la sociedad civil, así como una distribución más equitativa de la riqueza y un mejor equilibrio del ejercicio del poder en la comunidad.
 
En el posmodernismo no existen fronteras ni alternativas para el futuro, sino una reiteración de lo mismo a través del empleo de las tecnologías. En el periodo avanzado del posmodernismo se forman elaboraciones que desarrollan las tesis de las “técnicas de sí” En estas etapas sucesivas, por ejemplo, Foucault intenta transplantar las ciencias naturales y exactas a otros campos al mismo tiempo que es escéptico del método racional y critica al humanismo.
 
Las tendencias derechistas del posmodernismo se expresan con planteamientos tecnocientíficos conservadores de filósofos del stablishment que limitan las alternativas de acción política para superar la etapa de desarrollo de la humanidad, como en el fin de la historia de Fukuyama. El posmodernismo radical que rechaza toda manifestación de la racionalidad es considerado como un relativismo cognitivo y es cuestionado por considerarlo un cientifismo dogmático frente al prestigio de la ciencia basada en el modelo racionalista.
 
Si la característica fundamental de la modernidad es la densidad de los cambios, la característica principal de la postmodernidad es la aceleración de estos cambios caracterizados por su complejidad e incertidumbre, por una fenomenología caótica (teoría del caos) que modifica constantemente los procesos económicos, políticos, sociales, culturales, etc. En la posmodernidad prevalece la idea de que la realidad es compleja y multicausal, en cambio continuo, que acepta diferentes racionalidades con relación a las variables a optimizar y que nada está garantizado o predeterminado.
 
Una mayor velocidad es la característica de todos los aspectos de las funciones de las organizaciones, desde las comunicaciones internas al desarrollo de productos para el intercambio competitivo. La velocidad tiene efectos en el decrecimiento de las imperfecciones del mercado, el incremento de la volatilidad a que deben responder las organizaciones y el decremento de los tiempos de estímulo respuesta involucrados en actividades organizacionales prosaicas. Existe un hueco entre el desarrollo rápido de nuevas formas organizacionales en práctica y la capacidad de las perspectivas existentes en la teoría.
 
Los conceptos de organización postburocrática, postmoderna, la organización postemprendedora y la firma flexible se refieren a nuevos principios organizacionales y expresan los nuevos paradigmas en las formas organizacionales. Otros aspectos específicos de estos paradigmas incluyen el federalismo, la corporación virtual, la corporación reingenierada, la compañía creadora de conocimiento, la organización “ambidexterus”, de alto desempeño o sistemas de trabajo de alto compromiso, la organización híbrida y la “solución transnacional”, etc. La solución transnacional es una visión de una red integrada en la cual el centro corporativo guía los procesos de coordinación y cooperación entre las unidades subsidiarias en un clima de toma de decisiones compartidas, mezcla la jerarquía con la red y retiene la creación del valor en una corporación (Bartlett and Ghoshal, 1998). Cambios en las metas de las organizaciones para responder a la incertidumbre, el enfoque estratégico en el diseño de procesos y estructuras, un énfasis en lo social e interpersonal y una reemergencia de la legitimidad.
 
La lógica cultural del capitalismo tardío es el posmodernismo donde el espacio se interpreta como un símbolo y una realidad privilegiada. El concepto de espacio evolucionó de una concepción territorial física a una concepción más dinámica y multilineal. Arellanes Jiménez caracteriza este nuevo concepto de espacio como un “concepto dinámico, abierto, cambiante, flexible y multilineal e histórico que se va aplicando a diversas circunstancias, coyunturas, cambios, actores, sujetos y relaciones.”.
 
La desterritorialización del Estado-nación está dando lugar a nuevas formas espaciales geopolíticas y geoeconómicas. El surgimiento del Estado postnacional evoluciona el concepto de nación como el invento moderno que legitima el dominio de un pueblo politizado sobre un territorio determinado. Esta tendencia hacia el sí mismo multilocal es ya una característica de esta modernidad capitalista avanzada, del mismo modo que la tendencia hacia el espacio poli étnico o “desnacional” (Sloterdijk, 1999).
 
La ciudad global es multinodal y policéntrica, guiada y coordinada por un punto de una red flexible que se interrelaciona en forma complementaria con otros niveles regionales, dando lugar a una sociedad red de la era de la información. Al mismo tiempo que la cultura se vuelve más homogénea en las ciudades globales, también ocurren procesos de diferenciación cultural, dando lugar a procesos de desterritorialización de culturas con el florecimiento de culturas locales. Las ciudades globales son lugares de creación de nuevas identidades culturales y políticas para sus habitantes que comparten una cultura masiva global sofisticada, como parte de un proceso de McDonalización del mundo paralelo a la polarización socioeconómica.
 
Pero la exclusión y segregación humana tiene serias consecuencias, que se expresan en comportamientos antisociales, tal como Bauman (1998) precisa: Una parte integral del proceso de globalización es la progresiva segregación espacial, la separación y la exclusión.
Las tendencias neotribales y fundamentalistas, que reflejan y articulan la experiencia de la gente al recibir los coletazos de la globalización como la extensamente celebrada “hibridización de la top culture: la cultura en la cima globalizada”. La cultura está siendo globalizada igualmente que el comercio, cuya tendencia es a la destrucción de las culturas locales, a la homogeneización y estandarización que destruye la diversidad y vitalidad cultural y social.
 
Los impactos transculturales de los procesos de globalización se manifiestan en la estandarización universal de comportamientos y valores que se reproducen y adaptan localmente con los identificados con los patrones de la cultura occidental: cosmopolita, capitalista, urbana, moderna, empleo del idioma Inglés como lenguaje universal, etc. La globalización universaliza los valores de la cultura Anglosajona. Aunque en términos generales se puede sostener que el aparato institucional cultural está en crisis. La imposición de los valores y la cosmovisión de la cultura occidental a los pueblos colonizados, ha dado como resultado grandes disfuncionalidades.
 
El mayor daño que el postmodernismo causa a los países en desarrollo es una guerra de culturas para convertirse en consumidores acríticos de culturas foráneas si se considera como el reflejo múltiple de la cultura de la posmodernidad donde el trabajo de la Ilustración no ha concluido y en donde se identifican el irracionalismo postmoderno con las mentalidades irracionales que no acaba de realizar la civilización. La postmodernidad alienta la revisión de las culturas y a replantear sus relaciones con la visión de los valores occidentales. Hay escasas evidencias de que la región latinoamericana consiste de “sociedades postmodernas” o que se está moviendo a una era postmoderna.
 
Lechner (2000), señala que en la posmodernidad inciden como tendencias, el desmoronamiento de la fe en el progreso y una creciente sensibilidad acerca de los riesgos fabricados por la modernización; el auge del mercado y el consiguiente debilitamiento de la política como instancia reguladora y el cuestionamiento de la noción misma de sociedad como sujeto colectivo capaz de moldear su ordenamiento. La posmodernidad de la cultura política se caracteriza por una fragmentación de valores compartidos por las colectividades y el distanciamiento de los ciudadanos a las instituciones, marcado por una creciente desconfianza que provoca crisis de las democracias institucionalizadas.
 
En este tipo de democracia, el ciudadano se adapta con una participación limitada por los entramados de las redes del poder para formular y exigir el cumplimiento de las demandas. Los mecanismos de coordinación y comunicación horizontal con la ciudadanía permiten la creación de un sistema complejo de redes que facilita la participación democrática para la toma de decisiones y para la implementación de las políticas públicas. La toma de decisiones debe realizarse al más cercano nivel de la población involucrada. Según Prats (2001), la democracia debe satisfacer como estándares la participación efectiva, la igualdad del voto, un entendimiento informado y el control sobre la agenda
 
De acuerdo con estos autores, las fuentes de un posmodernismo que se mueve hacia la izquierda política son: el descontento con la izquierda ortodoxa, su desorientación y la ciencia como un blanco fácil. La izquierda ha asimilado y repetido hasta la saciedad la retórica de la doctrina del libre mercado y a denunciar el desmantelamiento de las funciones del libre mercado.
 
Sin embargo, entre sus efectos negativos se mencionan la pérdida de tiempo en las ciencias humanas, una confusión cultural oscurantista y el debilitamiento de la izquierda política.
 
Las críticas al desarrollo de la posmodernidad se interesan por los paradigmas alternativos que enfatizan el establecimiento de metas desde una tradición y cultura, participación en la toma de decisiones y en la acción de contenidos de desarrollo (Goulet, 1999). El modelo clásico racional de toma de decisiones que marca etapas sucesivas claramente distinguibles en la época moderna, es diferente que el modelo de interacción estratégica de la posmodernidad. Las etapas del proceso de decisión racional de la modernidad son la preparación, determinación, ejecución, evaluación y ajuste de la política, los cuales requieren de procedimientos burocráticos administrativos racionales y una administración fuerte de sujetos obedientes quienes bajo las reglas del juego establecidas se orientan por el bien común. En ocasiones, desde la perspectiva de posmodernidad, los actores que se desvían de las reglas del juego son apreciados positivamente por las posibles contribuciones que realizan.
 
Modernidad y procesos de globalización
La globalización constituye una etapa superior del desarrollo mundial del capitalismo que surge a partir de cambios radicales y profundos en la economía política y la política económica fundamentadas en el neoliberalismo que pretende transnacionalizar su impacto. Las dimensiones del cambio económico, político y social mundial son determinadas por la reestructuración del capitalismo globalizador.
 
También puede entenderse los actuales procesos de globalización como resultado de una tendencia continuada, por lo menos en los últimos cinco siglos, del desarrollo del capitalismo, hasta llegar a la fase actual denominada neocapitalismo o capitalismo tardío, mediante el análisis más detallado de sus rasgos característicos que muestran diferentes manifestaciones y formas de expresión. La división internacional del trabajo, la economía mundial capitalista, el sistema de Estados-nación y el orden militar mundial son las dimensiones de esta globalización. En los procesos de globalización, el capital se globaliza mientras que el trabajo se localiza.
 
Giddens (1990) señala que la modernidad extendida da origen a la globalización entendida como “la intensificación a escala mundial de las relaciones sociales que enlazan localidades muy distantes, de tal modo que lo que ocurre en una está determinado por acontecimientos sucedidos a muchas millas de distancia y viceversa”. En la relación entre lugar y cultura, los lugares son creaciones históricas que se deben explicar, no asumir, y en esas explicaciones se describen las formas en que la circulación global de capital, conocimiento y medios de comunicación configuran la experiencia de la localidad.
 
La economía encuentra límites para explicar, describir y predecir los cambios que los procesos de globalización están motivando. Para analizar los diferentes niveles tales como por ejemplo, el individuo, la sociedad, el Estado, el mercado, la región, lo internacional, etc., debe considerarse toda la complejidad estructural y holística del sistema global. Las instituciones locales, nacionales, regionales y mundiales ponen en marcha complejos sistemas regulatorios de políticas y procesos de toma de decisiones.
 
Por otro lado, la teorización holística de la economía política internacional es una forma contestataria de la creciente globalización neoliberal y a la correlativa representación democrática. La multi dimensionalidad de la globalización está estrechamente vinculada con la idea de conectividad compleja como una condición del mundo moderno (Tomlinson, 1999) Por conectividad compleja el autor entiende que la globalización se refiere a la red de interconexiones e interdependencias que rápida y densamente se desarrollan y que caracterizan la vida social moderna. McGrew (1990) sostiene que la globalización constituye una multiplicidad de ligamientos y conexiones que trascienden a los Estados-nación, y por implicación a las sociedades, lo cual forma el sistema mundo moderno. Define el proceso a través del cual los eventos, decisiones y actividades en una parte del mundo pueden tener una consecuencia significativa para los individuos y las comunidades en partes bastante distantes del mundo. Una de las características de la globalización es que más que desarrollarse un nuevo proceso, se han intensificado e interconectado viejos procesos. Lo que hay es una profundización de los procesos, más que un cambio cualitativo en la estructura global de la economía.
 
Así, la globalización es el triunfo de la teoría de la modernización que homogeneiza y estandariza valores en los principios del capitalismo y la democracia, estimula el crecimiento económico y promueve los valores de la democracia, aunque incrementa las condiciones de inestabilidad e incertidumbre. Sin embargo, lo que queda claro es que el crecimiento económico no es causa de la democracia. La acción gubernamental tiene bajo su protección la producción de este crecimiento económico y es una de sus principales preocupaciones. Esta aseveración es bastante discutible, si en realidad es la globalización un proceso inevitable y que además escapa al control de los agentes económicos, y actores sociales y políticos. Las redes de actores individuales y colectivos “representan un nexo sobresaliente en la relación entre las personas y los sistemas funcionales” (Lechner, 2000).
 
No obstante, El estado considerado como un importante actor social sigue jugando un papel importante en la promoción del crecimiento económico y el desarrollo equitativo y equilibrado entre las diferentes regiones y localidades. .Aziz Chaudry (1993) sugiere que las viejas cuestiones para reconciliar los objetivos de crecimiento y equidad fueron reemplazadas por las certezas de los economistas monetaristas.
 
El final de la modernidad organizada
La modernidad erige al estado-nación como una forma de gobernabilidad para garantizar un espacio a la nación que necesita ejercitar su vocación histórica. “En cualquier sistema económico, los poderes públicos deben responsabilizarse de la existencia de un orden económico, en el que el ejercicio de los derechos y libertades económicas de los individuos y de los grupos sociales no perjudiquen a las terceras personas, ni atenten contra el interés general” (Asenjo, 1984). Los sistemas económicos están en constante transformación, al igual que los sistemas políticos basados en los Estado-nación se están disolviendo aceleradamente, y en muchos de los casos, están generando al interior de la sociedad, conflictos, caos y contradicciones con serias rupturas intra nacionales e internacionales.
 
El capitalismo globalizador o neocapitalismo genera tensiones que se reflejan en las crisis económicas, políticas, sociales, culturales, educativas, en el medio ambiente, etc. Los agentes económicos y los actores políticos se encuentran en una carrera absurda de competencia por alcanzar una modernidad que termina en una crisis económica, social, ecológica y moral. Al respecto, Wallerstein (1997) sentencia: “Mi propia lectura de los pasados 500 años me lleva a dudar que nuestro propio sistema mundo moderno sea una instancia de progreso moral sustancial, y a creer que es más probablemente una instancia de regresión moral.” Este sistema mundo no ha sobrevivido de la crisis moral que marca el final del milenio. El sistema mundo capitalista funciona y evoluciona en función de los factores económicos. Esta tendencia y otras son las causantes de lo que Wagner (1997) denomina el final de la modernidad organizada.
 
La modernidad implica el desarrollo democrático y por lo tanto, es “la adopción del principio de que los seres humanos individual y colectivamente (esto es, como sociedades) son responsables de su historia” (Amín, 2001). El final de la historia y continuidad del sistema económico ha sido declarado por los agoreros del desarrollo capitalista, el que pesar de las crisis sobrevive como la última utopía erigida en el modelo único y por tanto hegemónico
 
La transnacionalización del Estado presupone la transnacionalización del capital y de la sociedad civil no sin provocar conflictos en el centramiento del Estado nación o en la dualidad nacional- global. Existen muchas lógicas en la moderna sociedad que compiten y son inconsistentes, pero la presencia y extensión de los conflictos permanece para ser evaluados empíricamente. Son las empresas transnacionales y multinacionales las que configuran el actual poder que tienen los Estados imperialistas, las cuales derivan a sus comparsas, las instituciones financieras internacionales a efecto de controlar los flujos de la economía internacional y mundial, dotadas con suficiente poder para evaluar sancionar el comportamiento económico de los Estados nacionales mediante premios a ganadores y castigos a perdedores, los que finalmente afectan los niveles de vida de los ciudadanos.
 
La globalización económica que impone áreas de integración regional e instituciones supranacionales tiene un impacto evidente en la formación de nuevas naciones y en las funciones del Estado a partir del avance de los procesos de descolonización y separación, de una evidente erosión de los sistemas de seguridad nacionales que inciden en sentimientos de identidad nacional, regional o local. La propuesta de la dependencia institucional sostiene que estas son preferidas por ser aquellas que están más cercanas a la mayoría original o al diseño de negociación más posible. Los gobiernos locales tienen un papel importante como agentes del desarrollo económico
 
Los procesos de globalización aunados al crecimiento incontrolable de megalópolis en algunos países menos desarrollados crean nuevas formas de organización y desorganización que someten a la población a una brutal competencia de tal forma que establecen similitudes y diferencias en donde se mezclan rasgos de la modernidad y la posmodernidad marcadas con la realidad de las sociedades desarrolladas. El vínculo social es un recurso del capital social para el desarrollo económico, el cual se presenta en forma neutral para ser aprovechado mediante diferentes estrategias. De acuerdo a Bourdieu (1992) capital social es la totalidad de los recursos actuales y potenciales asociados con la posesión de una red perdurable de relaciones más o menos institucionalizadas de conocimiento y reconocimiento común. Así, en esta perspectiva, el capital social pertenece al individuo y de alguna manera explica como personas con igual capital cultural y económico obtienen diferentes logros. El capital social es un recurso acumulable que crece si se hace uso o se devalúa si no es renovado. Esta modernidad exacerba los derechos individuales por sobre los derechos sociales.
 
Las manifestaciones multiculturales en estas sociedades hasta cierto punto configuran estos rasgos que por un lado desintegran la identidad individual y las referencias comunitarias, destruyen las estructuras familiares y sociales, así como las manifestaciones religiosas, culturales e intelectuales. Estas reacciones consideradas como irracionales frente a los excesos racionalistas de la organización, se encuentran estrechamente vinculada con el ambiente económico, social y político.
 
De hecho, los defensores de la modernidad occidental pregonan el progreso científico y tecnológico de la humanidad mediante el establecimiento de los principios de libertad, igualdad y justicia para todos. La libertad e igualdad de acceso a las oportunidades de desarrollo inducida por la globalización se reduce y supedita a los intereses de los vínculos comerciales y los movimientos de capitales que dan por resultado la mundialización de la pobreza que se sostiene en una desigualdad acumulativa y no autocorrectiva que dificulta mantener un equilibrio.
 
No hay que perder de vista que mientras el capitalismo se recupera, la inmensa mayoría de los trabajadores ven disminuidos sus ingresos salariales y prestaciones sociales además de incrementos inusitados de desempleo. La modernización institucional y política y el crecimiento económico centrado en el desarrollo tecnológico no necesariamente crean empleos. El futuro de los trabajadores es muy incierto. Los países que cuentan con más mano de obra, deben especializarse en la producción y exportación de productos y servicios que empleen mano de obra. La movilidad de la mano de obra no se ha liberalizado, a pesar de los posibles beneficios disciplinarios que traerían al dominio del libre mercado. Esta estrategia de la globalización está dando por resultado una profundización de los niveles de pobreza mundial. .
 
La globalización se perpetúa en los contenidos de la información y la comunicación excluyendo a más individuos que quedan fuera de los beneficios de la nueva cultura e identidad global. Las ventajas comparativas de las naciones se expresan como las habilidades para adquirir, organizar, almacenar y diseminar la información mediante procesos de tecnología de información y la comunicación. La creciente diferenciación entre los que tienen y no tienen es el reflejo en parte de quienes tienen y no tienen acceso a las tecnologías de la información y la comunicación. Por lo tanto, el intercambio de la información es un componente para el desarrollo sustentable que mejora la calidad de vida y les da mayor control a las personas.
 
Como conclusión, los procesos de la globalización benefician a los países con economías abiertas. Debe quedar abierta la posibilidad en el debate de que la obtención más rápida del incremento de la riqueza no es necesariamente el fin que la economía global debe perseguir.
 
Modernidad y posmodernidad como formas de sustentabilidad social
Los modernistas asumen que la función primaria de la organización económica es la producción. Los postmodernistas asumen que la producción de cosas físicas es sobrepasada por la producción de bienes de información y servicios. Muchos de los habitantes de las regiones menos desarrolladas viven bajo condiciones que pueden ser descritas como modernidad desigual más que postmodernidad.
 
La orientación empresarial del Estado que busca la rentabilidad y la calidad total en todos los servicios que ofrece a un mercado de consumidores más que a ciudadanos, asume el bienestar como una función del poder adquisitivo de quien cuenta con los recursos para comprarla. En vez de sostener el crecimiento económico y una mayor igualdad social, la modernización de las sociedades del tercer mundo produjo varias consecuencias negativas no esperadas tales como el prematuro incremento de los estándares de consumo con muy poca relación a los niveles locales de productividad; la bifurcación estandarizada entre las elites capaces de participar en el consumo moderno y masas concientes de ello pero excluidas, presiones migratorias en tanto que los individuos y sus familias buscan ganar acceso a la modernidad moviéndose directamente a los países de donde proviene la modernidad (Portes, 1997).
 
Los procesos de globalización neoliberal incrementa las desigualdades sociales que debilitan al sistema democrático, agudiza sus contradicciones y lo hace incompatible con el capitalismo La mano visible del capital transnacional asumen funciones liberadoras de recursos en condiciones altamente especulativas en un mercado globalizado competitivo respondiendo a los intereses financieros de quienes lo controlan sin que necesariamente asuman supuestos para ampliar las capacidades económicas, sociales, políticas y culturales de los pueblos con menor desarrollo humano.
 
Los procesos de globalización sin el desarrollo informacional son excluyentes, selectivos y solo benefician a una minoría. Los adelantos tecnológicos permiten un mayor acceso a los procesos de modernización política que implican la participación de la sociedad civil para la construcción propia de la estructura e infraestructura del propio desarrollo, más centrado en redes de cooperación y con procesos interactivos en un mismo nivel horizontal. No obstante, la revolución tecnológica parece propiciar un mayor desorden económico, político y social.
 
Desde la perspectiva de la modernidad, la corrupción es un fenómeno que se manifiesta en sociedades con regímenes políticos no evolucionados.La corrupción se define como el mal uso que se hace de la oficina pública para la ganancia personal. El principal objetivo de la corrupción es incrementar la ganancia privada. La corrupción está estrechamente relacionada con la perdida de confianza de formas de cooperación y distribución de costos y beneficios que se sustituyen por formas de competencia y de imposición de influencias. Desde la perspectiva de la moralidad, se establece la relación entre coacción y corrupción por ser moralmente reprochables. La corrupción de una sociedad está referida al sistema normativo que delimita los deberes institucionales y establecen los papeles que desempeñan los decisores. La legitimación de un sistema normativo se realiza por otro superior, cuyo máximo nivel es la moral crítica o ética. Los deberes institucionales o posicionales se adquieren a través de actos voluntarios por quienes asumen los papeles (Garzón Valdés, (1995). La democracia representativa institucionalizada en el estado social del Derecho cumple con los requerimientos de la ética que convierte en inexcusable la lealtad de los decisores.
 
La modernización puede lograr la sustentabilidad social si se acerca a los fundamentos culturales de la sociedad. Los procesos de modernización implican el cálculo y control de los procesos sociales y naturales que corresponden al desarrollo de la racionalidad instrumental, la cual se contrapone al concepto de racionalidad normativa que se corresponde con la modernidad orientada a la autonomía moral y a la autodeterminación política. Esta perspectiva sociológica predijo correctamente la difusión de las orientaciones occidentales modernas y las formas institucionales para las tierras menos desarrolladas. La escuela sociológica completa vino a enfocarse más tarde en esta difusión global de las formas institucionales del centro avanzado a la periferia del sistema internacional.
 
Sin embargo, actualmente las funciones del Estado en la economía internacional son esenciales. Un liberalismo absoluto en el que el Estado solamente se ocupe del ejército y la policía no es hoy ya sostenible. A pesar de las tendencias neoliberales que limitan las funciones y actividades del Estado, su participación sigue siendo fuerte para regular los procesos económicos. En las sociedades fuertes administra la mitad del producto social, racionalizando sus actividades como la manera más efectiva apara elevar la productividad social.
 
Nuevos movimientos sociales y acción colectiva
Los movimientos sociales internacionales recientes capaces de combatir los poderes económico-financieros, son los primeros signos del descubrimiento colectivo de la necesidad vital del internacionalismo o, mejor aún, de la internacionalización de los modos de pensamiento y de las formas de acción. La evolución de la organización política de la sociedad en comunidades organizadas para lograr sus fines mediante la práctica de una democracia participativa que apoya al Estado para administrar el interés público, es contrario a los fines de la modernidad capitalista.
 
La globalización está afectando el “efecto de calor de hogar político-cultural” protegido por el Estado nacional moderno, por lo que “toda comunidad política real tendrá que dar una respuesta al doble imperativo de la determinación por el espacio y la determinación por el sí mismo” como punto de convergencia para una identidad regional. La identidad se expresa en una comunidad de intereses a través de medios espaciales territoriales nacionales e internacionales. La política exige por lo menos un uso comunitario sometido a reglas que se regulan por leyes, desde el impuesto obligatorio a las reglas de tráfico, pasando por la reglamentación de la construcción, el comercio etc De acuerdo a Putnam (1993: 183), “la comunidad cívica tiene profundas raíces históricas. Ello es una observación deprimente para quienes ven la reforma institucional como una estrategia de cambio político”.
 
De hecho, los procesos de globalización y modernización no eliminan la capacidad de acción colectiva para oponerse al poder, reivindicar derechos humanos, políticos, cívicos, sociales, etc., por lo que las condiciones de inestabilidad e incertidumbre se incrementan. En los países en vías de desarrollo, la acción colectiva plantea toda una problemática para lograr avances institucionales y organizacionales. Las estrategias de competitividad sistémica que requieren los procesos de la globalización entre las personas involucradas, están determinadas por los beneficios que reciben de la acción colectiva los participantes, quienes en ocasiones en un comportamiento del clásico “gorrón” causan más problemas cuando se aprovechan para sacar ventajas de su poca o nula contribución al esfuerzo sin los pagos correspondientes de la cooperación. Sin embargo, en problemas de acción colectiva con elementos distribucionales es difícil ponerse de acuerdo en los objetivos y no queda en claro que resultado colectivo es el deseable. Las soluciones políticas implican mecanismos para encontrar acuerdos y para exigir su cumplimiento.
 
El dilema de la acción colectiva característicamente emerge en un nivel transaccional cuando los agentes son independientes, están conscientes de su interdependencia y no existen agencias que puedan coordinar las acciones de los agentes involucrados. Al aumentar el tamaño de la agencia en las estructuras burocráticas, con controles jerárquicos, la autoridad se distorsiona. Las formas burocráticas familiares incluyen el control jerárquico y las relaciones de autoridad, fronteras relativamente fijas y autoridad de arriba hacia abajo.
 
La participación ciudadana en el juego político es la base de todo sistema democrático. Los mecanismos de participación ciudadana dan fundamento al ejercicio democrático de las estructuras institucionales de gobernabilidad que facilitan las interacciones entre la sociedad y los ciudadanos. Los mecanismos de participación política en las comunidades políticas democráticas adquieren nuevas dimensiones cuando se busca la representatividad de los ciudadanos. Sin embargo, la utilización de estos mecanismos puede prestarse a la manipulación de la sociedad. En general, los ciudadanos participan poco o son indiferentes en los asuntos políticos, no se identifican con el juego de la política ni con políticos o partidos políticos a los que desdeñan y en ocasiones desprecian. La estructuración flexible del Estado-red en el concepto de Castells (1998) se combinan los principios de subsidiariedad, flexibilidad, coordinación, participación ciudadana, transparencia administrativa, modernización tecnológica, transformación de los agentes y retroalimentación en la gestión.
 
La encrucijada de los tiempos premodernos, modernos y postmodernos en Latinoamérica
La complejidad de la realidad social de Latino América contemporánea es quizás pensada como una complejidad híbrida de ideologías, prácticas y condiciones de la premodernidad, modernidad y postmodernidad. Se ha generalizado un creciente cuestionamiento a los valores de la modernidad, sus supuestos de progreso lineal y la tendencia a identificarse con valores eurocéntricos (Tucker 1992).
 
Desde este punto de vista alternativo, la modernización fue el venero ideológico del capitalismo occidental cuyas incursiones en el resto del mundo lo mantuvo en un permanente retrazo. Como un mecanismo económico, el capitalismo puede ser adoptado como un instrumento democratizador que posibilita legitimar un gobierno. Los límites de la legalidad no son los mimos de lo legítimo. El subdesarrollo de Latinoamérica no fue el pecado de una omisión de países en el margen de la industrialización moderna, sino activamente un proceso viejo en el cual los términos comerciales fueron arreglado en detrimento de los Estados débiles productores de bienes primarios (Portes, 1997). Como un mecanismo económico, el capitalismo puede ser adoptado como un instrumento democratizador que posibilita legitimar un gobierno. Los límites de la legalidad no son los mismos que los de lo legítimo.
 
De hecho, los problemas contemporáneos de la globalización, la expansión del capitalismo tardío o postmoderno han agravado los más crónicos problemas como en el caso de la región latinoamericana. En las últimas dos décadas, casi cada aspecto mayor de la vida económica, política y social en Latinoamérica estuvo influida por la integración acelerada de la región en el sistema capitalista global. La economía global fragmenta las estructuras económicas, políticas y sociales centradas en el Estado-nación porque limitan y entorpecen sus procesos de generación y acumulación de capital para orientarlas al espacio supranacional.
 
El capitalismo corporativo, también denominado neocapitalismo o capitalismo tardío, se basa en un régimen de propiedad privada difusa propio de las grandes corporaciones que conjuntan recursos de muchos accionistas. El corporativismo financiero pertenece a este neocapitalismo. De hecho, los problemas contemporáneos de la globalización, la expansión del capitalismo tardío o postmoderno han agravado los más crónicos problemas como en el caso de la región latinoamericana. Ahora la existencia de las estructuras de los Estados nacionales son rehenes de los agentes del capitalismo global, porque sirve a sus intereses transnacionales.
 
En la lógica de los procesos de globalización, los Estados latinoamericanos compiten por recibir los beneficios de la apertura comercial, la atracción de inversiones extranjeras y la transferencia de la propiedad mediante privatizaciones de las empresas públicas a las elites capitalistas locales que se convierten en intermediarios de las grandes corporaciones transnacionales. La ideología neoliberal se ha usado para justificar la estrategia de las políticas de reestructuración y ajuste económico seguidas en la mayor parte de los países latinoamericanos desde los ochenta. Las consecuencias de estas políticas tienen relación con los efectos de la recesión de las economías de los ochentas y noventas. Las crueles medidas de austeridad han sido adoptadas por la mayor parte de los gobiernos de la región a fin de reducir sus gastos en educación, salud y otros servicios sociales de tal forma que pueden servir a la combinación de deudas de los sectores privados y públicos de los diferentes países.
 
La crisis de los Estados Latinoamericanos se agudiza en la década de los noventa con la ruptura de las alianzas con los sectores populares para incorporarse a los procesos económicos y socioculturales articulados con la globalización, a costa de la desarticulación de las economías locales, dando como resultado la profundización de las características de una sociedad dualista: sectores socioeconómicos incrustados en la modernidad y los procesos de globalización, y sectores desarticulados con bajos niveles de competitividad y sin posibilidades de mejorar su desarrollo, condenados a una dependencia tecnológica, financiera, etc. A pesar de todo, como resultado de la implementación de programas de liberalización económica, la sociedad se polariza reflejando las contradicciones del capitalismo industrial, a tal punto que se convierte en una sociedad dual en la que unos tienen acceso a los beneficios de la era de la información, mientras otros son totalmente excluidos.
 
No menos importante entre estas predicciones fue la expectativa que los factores demográficos responderían a la modernización y que en articular, las tasas de fertilidad declinarían. Los resultados recientes han invalidado estas expectativas. Las teorías de la modernización no predijeron bien otras consecuencias de estos procesos de difusión. La reacción a los errores predictivos al acercamiento de la modernización no surgió primero de la sociología Norteamericana sino de su contraparte Latinoamericana fuertemente influenciada por la economía política marxista. El marxismo es un acercamiento dialéctico al desarrollo de la humanidad y un enfoque desde el materialismo histórico para señalar la lucha de clases que evoluciona del desarrollo capitalista a una sociedad socialista integrada por un sistema de producción, distribución y consumo formado por individuos iguales en un Estado democrático. Con estas raíces teóricas firmemente plantadas en la economía política marxista, los trabajos sobre la dependencia dejaron de lado todas las consideraciones de valores e ideas y culpó de la pobreza del Tercer Mundo a las corporaciones multinacionales y sus gobiernos protectores.
 
Los procesos de integración están acentuando las diferencias entre los espacios rurales y los urbanos y por lo mismo se reconfiguran las grandes urbes en megasuburbios que coexisten con “ciudades perdidas” o cinturones humanos de miseria en "asentamientos que escapan a las normas modernas de construcción urbana" (Galeano, 1971), en donde más de una cuarta parte de la población marginal latinoamericana habita. Los cambios en la geografía social rural entra en procesos de extinción en el siglo pasado que se manifiesta en el éxodo de una mayor parte de campesinos que abandonan el campo y su cosmovisión de la vida rural, quedando menos de un tres por ciento en las sociedades más avanzadas, para integrarse a las redes de la vida urbana posmoderna y postindustrial.
 
La distancia que separa a los agricultores entre el lugar de cultivo y el mercado es la que determina su marginalidad, y por lo tanto, el granero de la producción agropecuaria global se encuentra cerca de los grandes centros comerciales e industriales. Queda claro actualmente que el comercio internacional es más cuestión de poder político que de desarrollo, en donde los grandes intereses definen negociaciones y acuerdos. Las redes de poder atrapan a los ciudadanos y los somete a la lógica de una esfera de influencias y competencias con altos costos para quienes optan por alternativas diferentes que implican la negación de las telarañas de poder. Maximizar los beneficios y minimizar el impacto de los eventos negativos se ha convertido en un asunto colectivo. Los beneficios son mayores entre los países de altos ingresos, como los de la OCDE que entre los países pobres.
 
El territorio representa un conjunto de relaciones sociales, lugar donde la cultura y otros rasgos locales no transferibles se han sedimentado, donde los hombres y las empresas actúan y establecen relaciones, donde las instituciones públicas y privadas mediante su accionar intervienen para regular la sociedad (Camagni, 1991). Sin embargo, en la actualidad las relaciones sociales se están dislocando y descontextualizando de los procesos de interacción social. Boisier (2002) plantea la existencia de un conjunto de factores intangibles presentes y latentes en todo el territorio, que agrupadas en categorías homogéneas constituyen un capital intangible. De acuerdo con lo anterior, Dalton (2002) argumenta que “en América Latina ha existido siempre una excesiva instrumentalización política de los marcos jurídicos de forma tal que no existe siempre una clara diferenciación y en la realidad lo que se presentaba era un subordinación a las luchas y estrategias políticas.
 
Una economía moderna en América Latina sólo es viable si se forma lo que Dietererich (2002) denomina el Bloque Regional de Poder, cuya diferencia cualitativa a los demás bloques de poder es que debe “integrar desde su inicio elementos claves de la Democracia Participativa o sea, del Socialismo del Siglo XXI”, con una “política mercantilista y con sustento en cuatro polos de crecimiento:1) las pequeñas y medianas empresas (PYMES); 2) las corporaciones transnacionales nacionales (CTN); 3) las cooperativas y, 4) las empresas e instituciones estratégicas del Estado. Esta verdad debería constituir, por lo tanto, el punto de partida de toda teoría y planificación económica en América Latina”.
 
Referencias
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Categoría: 
Artículo
Época de interés: 
General
Área de interés: 
Historia Económica

Banderas de la Independencia con imágenes marianas: las de San Miguel el Grande, Guanajuato, de 1810.

Autor: 
Martha Terhán
Institución: 
Dirección de Estudios Históricos, INAH
Síntesis: 


Banderas de la Independencia con imágenes marianas: las de San Miguel el Grande, Guanajuato, de 1810.

Marta Terán

Dirección de Estudios Históricos

Instituto Nacional de Antropología e Historia

 

(Las banderas de los Dragones de la Reina que comandaba el capitán Ignacio Allende son nuestras primeras banderas militares y propiamente mexicanas. Poner fin a su búsqueda y confirmar su autenticidad en España ocurrió gracias a la red H-México, por cuyos diez años felicito a sus creadores).

 

 
Hechas para la guerra

El concepto Independencia mexicana inmediatamente evoca a la Virgen de Guadalupe en la descubierta de los contingentes que se levantaron en armas la mañana del 16 de septiembre de 1810. El lienzo al óleo de la virgen de Guadalupe que se tiene considerado como la bandera de guerra de Miguel Hidalgo, junto con un estandarte religioso guadalupano que también acompañó a sus tropas, hoy se encuentran en el Museo Nacional de Historia del Castillo de Chapultepec. En una sala donde se reúnen, a la vez, con las pocas y famosas banderas de la Independencia que se conservan y son posteriores a este primer movimiento: la conocida como “El doliente de Hidalgo”, la muy celebrada bandera de José María Morelos que porta un águila, y la Trigarante; esta última con la que Agustín de Iturbide declaró la independencia una década después de que comenzara la guerra. Se exhiben, en vitrinas, al pie del gran mural de Juan O’Gorman, quien pinceló a todas en una obra sumamente representativa de la interpretación liberal de la Independencia y de la pintura de historia mexicana de mediados del siglo veinte, donde parece congelarse el tiempo de la sala.


El óleo de la Virgen de Guadalupe comienza la secuencia de las banderas. Se tomó al paso de la parroquia de Atotonilco el 16 de septiembre, al medio día, viniendo de la congregación de Dolores rumbo a la villa de San Miguel el Grande. Encontró un lugar central entre los colaboradores más próximos del cura Miguel Hidalgo aunque fue capturado demasiado pronto por los realistas en las cercanías de la ciudad de México. Por haber sido la imagen que incorporaron con gritos y ovaciones los rancheros, al perderse, su sitio se fue cubriendo con otros lienzos y estandartes de entre aquellos que llevaba la gente al sumarse o que se recogieron al paso. En este primer movimiento caracterizado por la concentración de enormes multitudes alrededor de los jefes rebeldes, se defendieron para bien o con saldo de sangre muchas y vistosas imágenes guadalupanas (para tener en cuenta las no capturadas y descontar las estampitas) pues en los tempranos enfrentamientos de Las Cruces y Arroyo Zarco los realistas dieron noticia de las primeras que arrebataron a los rebeldes. Los partes militares registraron la captura, además, de al menos otros dos lienzos guadalupanos (uno, el de Atotonilco) en la clásica batalla de encuentro en Aculco que libraron sin desearlo ninguna de las partes. Al año siguiente en el Puente de Calderón, cerca de Guadalajara, tras una ruidosa victoria el general Félix María Calleja obtuvo cinco banderas y dos estandartes. De los siete, cuatro portaban a la Virgen de Guadalupe. En el libro: Banderas, estandartes y trofeos del Museo del Ejército, Luis Sorando Muzás detalla:


Del Regimiento de Dragones de España, los dragones José Terán y José Ordaz, cogieron cada uno una bandera, “trayendo prisionero el primero al que la llevaba y matando el segundo al conductor de la otra”. Eusebio Balcázar, de los Dragones de México, “se apoderó de una bandera con la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, dando muerte al que con obstinación la defendía”. Mariano Becerra, cabo del Regimiento Querétaro, “tomó una bandera que habían abandonado los enemigos en un cañón”. El cabo José Eleuterio Negrete y los soldados Florentino Valero y Victoriano Salazar, todos del Regimiento de San Luis, “cogieron dos estandartes” y el dragón de San Carlos, Sixto Zabala mató al capitán Sánchez, de los insurgentes, mientras que el granadero Albino Hernández, del Regimiento Querétaro, “se apoderó de una bandera azul con la imagen de Nuestra señora de Guadalupe que aquel traía”.


Si hablamos de los estandartes, cuya muestra tenemos en el que se exhibe en la sala de banderas del Castillo de Chapultepec, así como de las imágenes guadalupanas capturadas que se han mencionado, estaríamos hablando de artefactos religiosos que se resignificaron como utensilios de guerra ante la pasión de los hombres de entonces por marchar detrás de sus imágenes, emblemas y divisas. Así, del parte militar de Calleja surgió mi curiosidad por las banderas guadalupanas que se contabilizaron tras la batalla de Calderón ¿Objetos religiosos reutilizados como divisas? ¿Imágenes de Guadalupe elaboradas especialmente para la guerra? Guiándome por una referencia decimonónica publicada dos veces en el siglo veinte, comprendí que unas gemelas y que marcharon siempre juntas (las que capturaron José Terán y José Ordaz) se dieron a conocer por primera vez el mismo 16 de septiembre día del Grito, pero en la noche y en la villa de San Miguel el Grande. Quien las ideó y quizás patrocinó fue el capitán de la Primera Compañía de Granaderos, don Ignacio Allende, para enarbolar a sus Dragones de la Reina, los primeros militares que se declararon contra el gobierno Español. Por la defensa de una patria que juraron salvar con las armas, creyendo en riesgo, junto con un puñado de religiosos, rancheros y notables de Guanajuato, inmediatamente secundados por gente de todos los grupos que componían la sociedad colonial.


Con ellas, Allende y el cura don Miguel Hidalgo “levantaron el grito de la insurrección” (diría después el general Calleja) al llegar a San Miguel provenientes de Dolores, donde se les esperaba con festejos para culminar un día triunfal. Como en toda situación de guerra (todo el imperio estaba en guerra contra los franceses) en el primero se había depositado el mando militar y en el otro el mando político del levantamiento. Estas banderas de San Miguel de dos caras que, para nuestra sorpresa, portaban en la faz del reverso al águila emblemática mexicana, orientaron cuatro meses la marcha de Allende adelante de las columnas de su Primera Compañía. Es decir, entre el 16 de septiembre de 1810 y el fatal 17 de enero de 1811, en el que sobrevino la batalla más importante y definitiva entre ejércitos regulares: los desafectos al rey dirigidos por Allende y los leales al rey por Calleja, en el Puente de Calderón. Y no se duda que ondearon cuatro meses y allí fueron capturadas ya que sus características responden a las señas dictadas por el vencedor, en la única descripción que se conoce y conserva en el Archivo General de la Nación, la "Nota de las alhajas y muebles que el virrey de Nueva España remite al Excelentísimo Ministro de la Guerra para que se sirva tenerlo a disposición de S.A. la Regencia del Reino”, (Correspondencia de los virreyes, (Calleja) 1814, tomo 268-A, no. 32, foja 107):


Dos banderas sobre tafetán celeste, con la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe y al reverso el Arcángel San Miguel con el Aguila Imperial y varios trofeos y jeroglíficos, las primeras con las que los rebeldes levantaron el grito de la insurrección en la Villa de San Miguel el Grande y que se tomaron en la acción de Calderón del 17 de enero de 1811.


En ese campo de futuras batallas se enfrentaron los soldados realistas y la mayor concentración que los insurgentes lograron reunir, unas cien mil personas y casi cien cañones. Entonces “las insignias con que alzaron los pueblos al principio de la insurrección” (dirá después el general Calleja) cayeron en manos de sus cinco mil y tantos efectivos. Si puso un interés especial en esas dos banderas de San Miguel, que no tuvo para la imagen guadalupana de Atotonilco, ni para las otras guadalupanas que le reportaron en Calderón y otras batallas, ni por los capturados trajes militares de Hidalgo que se los envió al virrey Venegas (anteriores al de Generalísimo que éste llevaba puesto y no perdió); es porque leyó el mensaje repetido y comprendió que habían sido especialmente elaboradas para propiciar una guerra en primera instancia en contra suya. Tres años después el virrey Calleja escribía al ministro de la guerra español lo siguiente:


Entre los miserables despojos cogidos a los Insurgentes de este Reino en las diferentes acciones ganadas por S.M., he hecho separar el retrato del apóstata cura Morelos, la Gran Cruz con la que se condecoraba, las insignias con que alzaron los pueblos al principio de la insurrección y los demás muebles que expresa la adjunta; y habiéndolo todo reducido a un cajón rotulado a V.E. lo remito con esta fecha al Gobernador de Veracruz para que lo dirija en primera ocasión a esa península a disposición de V. E., con el objeto de si los creyere dignos de presentarlos a S.A. se sirva verificarlo con la expresión más sincera de la lealtad y entusiasmo con que las tropas de este Reino están dispuestas a sacrificarse en la defensa de los justos derechos de Nuestro adorado Soberano el Sr. D. Fernando 7º y de los sagrados intereses de la heroica nación a que pertenecen.

 


Las banderas de San Miguel el Grande se fueron a España en un conjunto de reliquias en 1814, cuyo cajón envió Calleja con dificultades ante las mayores que tenía, entre Puebla y Veracruz, en sus esfuerzos por evitar que se volvieran a concentrar las multitudes alrededor de sus caudillos. El valor fetichista del tesoro es singular: son las piezas que eligió atesorar entre las muchas que ganó en combate, comenzando la enorme colección precisamente con las banderas de Ignacio Allende. Vestiduras de los miembros de la Junta de Zitácuaro, los primeros escudos y sellos y hasta el retrato más famoso de Morelos (hoy en el Castillo de Chapultepec) recordaban a Calleja sus victorias: el fin de los primeros rebeldes en el Puente de Calderón, la expulsión de la Junta de Zitácuaro de su primera sede en 1812, y la dispersión de los insurgentes en Texas en 1813 (con una gran medalla de plata para usarse en el pecho que representaba la alianza de los rebeldes con los angloamericanos). Varios objetos personales habían pertenecido a José María Morelos y a Mariano Matamoros. Trasladarlos a Madrid tiene que ver con que todo se preparaba para la recepción de Fernando VII, vencido Napoleón Bonaparte y restaurada la monarquía de Borbón. El rey premió por sus acciones al general y virrey Calleja, vuelto a España, con el título de Conde de Calderón.


Entre que los trofeos emitidos por Calleja fueron recibidos en el Ministerio de la Guerra español y la fecha de apertura del Museo de Artillería, antecedente del actual Museo del Ejército, se extraviaron algunos. Se sustrajo el collar de más de ochenta topacios con el que aparece Morelos en su retrato, del que pendía una cruz y una medalla de oro con la virgen de Guadalupe en forma de relicario adornado de perlas (sin la información de Calleja nunca lo hubiéramos sospechado porque en dicho cuadro la mano de Morelos que empuña el bastón tapa el relicario). Se perdieron las referencias del cajón rotulado de Calleja que llegaría en 1815; fatalmente se atribuyó a Morelos por la fecha y el retrato. Hubo quien hacia finales del siglo diecinueve dejó testimonio de haber rendido su saludo militar a una de las banderas de San Miguel, la que permaneció por muchísimo tiempo colgada en la pared de una de las salas del Museo madrileño. En 1910, en el Centenario de la Independencia mexicana otro rey, Alfonso XIII, devolvió a México la mayoría de las reliquias que se conservaban en España, entre los trofeos tomados por Calleja y otros militares españoles. Las vemos hoy en el Castillo de Chapultepec. Sin embargo, el rey no envió las banderas de San Miguel. Probablemente se detuvo ante las aspas o Cruces de Borgoña que aparecen en la composición del reverso de cada una y adelante comentaremos. Tan importantes insignias habían sido llevadas a España por Felipe el Hermoso y las usaron los ejércitos españoles desde el siglo XVI hasta 1843. Refuerza esta idea que tampoco devolvió el rey Alfonso una curiosa Cruz de Borgoña procedente de México e interpretada en azul (y no en el reglamentario color carmesí) colocada al pie de una vitrina del Museo madrileño. Aunque varias cosas que no retornaron, ya que desde entonces formaban parte de la colección permanente del Museo, han vuelto en préstamo: algunas se solicitaron, por ejemplo, para la exposición titulada México. Su tiempo de nacer (Ciudad de México, Fomento Cultural Banamex, 1997).


En el Museo del Ejército, cuya sede es el Palacio del Buen Retiro de Madrid, todavía permanecen como piezas semejantes y de dos vistas nuestras discretas banderas de San Miguel, formando parte de los “Trofeos tomados al enemigo” (clasificadas con los números 40.165 y 40.166). Se las tuvo como unas banderas de infantería de 1815, capturadas en el encuentro que en Temalaca propició la detención de Morelos, hasta que en 1999 fueron confrontadas con su única descripción, la de la "Nota de las alhajas y muebles...” depositada en el AGN. Las enseñas de San Miguel pudieron ser identificadas por don Luis Sorando Muzás, quien reside en Zaragoza y es el mayor conocedor de las banderas militares españolas que ondearon entre 1700 y 1843. Por entonces éste elaboraba el Catálogo razonado del Museo del Ejército, cuya referencia bibliográfica se puede consultar en la sugerencia de lectura que acompaña este texto, de donde proceden las ilustraciones del anverso y del reverso de cada una.

 

 

Nuestras primeras banderas de la Independencia y primeras militares ya se han restaurado, aunque aún se indica en el Catálogo que fueron “tomadas al cura Hidalgo en el Puente de Calderón”; a este primer movimiento así se le conoce. Tienen por recinto futuro el Alcázar de Toledo porque hace unos años el palacio del Buen Retiro se asignó al Museo del Prado. Con mejor suerte en España que en México continúan casi desconocidas por nosotros; sería deseable que las autoridades del Instituto Nacional de Antropología e Historia gestionaran su visita en México, rumbo al Bicentenario del inicio de la guerra, o al menos unas copias. Cada bandera mide un metro veinticuatro centímetros por uno treinta y siete. De sus dos vistas pintadas sobre tafetán, las del anverso son grandes cuadros blancos con centro en la Virgen de Guadalupe, en posición perpendicular al asta. Una se conservó mejor que la otra pues estuvo colgada en una pared desde mediados del siglo diecinueve hasta pasada la mitad del siglo veinte. La segunda bandera permaneció en una vitrina y por los dobleces perdió una parte. El rostro de la Virgen se preservó y se le ve coronada como patrona jurada de la Nueva España.


El reverso de las banderas son también cuadros de un azul celeste intenso sobre tafetán, que hacen un escudo central. Con el valle de México de fondo, águila y serpiente se encuentran sobre el nopal. El escudo aparece orlado por trofeos que apenas se distinguen: lanzas, alabardas, dos tubos de cañón, un arco con sus flechas, un tambor. El escudo del águila está timbrado por el arcángel San Miguel y todo se presenta perpendicular al asta. A los extremos del águila se despliegan las insignias que entonces ostentaba el ejército borbónico. Me refiero a los dos estandartes o guiones, terminados en picos, uno blanco y otro rojo o carmesí. Están colocados bajo dos banderas con cruces de Borgoña, una roja en fondo blanco y la otra blanca en rojo. Si se compara la pintura, se puede deducir la prisa con la que fueron hechas. Al contemplar juntas las dos faces del reverso, por ejemplo, veríamos que en una los troncos que forman el aspa hacen una equis, mientras que en la otra están dispuestos en cruz. Allende, Aldama, Abasolo y Jiménez pertenecían a los Dragones de la Reina, un tipo de regimiento español que combinaba caballería e infantería y poseía tambores: Los Dragones de forma reglamentaria debían usar, a los lados de su columna, los guiones terminados en farpas o picos tal como aparecen en las banderas de San Miguel. Por la forma y la medida, las banderas sanmiguelenses se parecen a las reglamentarias de infantería. Es decir, a las Cruces de Borgoña en blanco y en carmesí que aparecen sobre los guiones en el reverso de las de San Miguel. Todos los cuerpos militares de la Nueva España las poseían. Con dicha información se puede inferir que las banderas, aunque se estrenaron la noche del 16 de septiembre, se diseñaron del tamaño de las de infantería para iniciar un levantamiento militar originalmente planeado para el día de la fiesta del patrono de la villa, San Miguel arcángel, el 29 de septiembre de 1810.


 

El conjunto mayor


En el Museo del Ejército de España también se encuentran las famosas enseñas militares de la Independencia que portan las imágenes de la Virgen del Pilar de Zaragoza y la Virgen de la Encina de Asturias (piezas en catálogo con número 21.250 y 23.528 respectivamente). Por Luis Sorando sabemos que se enarbolaron contra los franceses en la península, entre 1808 y 1811. Las banderas con una pequeña Virgen del Pilar en el anverso son dos, pero solamente en el reverso de la primera se puede ver el escudo de Aragón. Las diferencias ciertamente responden a que pertenecieron a cuerpos distintos, al Primer Tercio de Voluntarios aragoneses y al Primero de Voluntarios de Zaragoza. Por su parte, la bandera mencionada que porta a la Virgen de la Encina es muy antigua: fue Pendón de la Compañía de Lanzas de caballería ligera del siglo XVI y del Regimiento de Infantería de Cangas de Onís. Lo sobresaliente es que, ante la invasión francesa, fue retomada y vuelta a tomar por los Voluntarios de Asturias, entre 1808 y 1811.


Estas son todas las banderas de la Independencia con imágenes marianas dentro del Museo del Ejército, es decir, las composiciones excepcionales que llevaron a la guerra algunos cuerpos de voluntarios, sin tratarse de una regla. Llama la atención que hay más banderas de voluntarios sin identificar en dicho Museo aunque con distintas características. Lo interesante es que las banderas de San Miguel, interpretadas en tiempos en que ondeaban las españolas con imágenes marianas, son las únicas americanas que se les asemejan, aunque más en la idea que en la ejecución. Debe subrayarse que hay también en el Museo del Ejército banderas rebeldes de otros virreinatos americanos entre los “trofeos tomados al enemigo”, pero ninguna con imágenes marianas. Si las españolas, en consecuencia, sirvieron para enfrentar a los franceses durante su guerra por la Independencia y fueron visibles entre 1808 y 1811, las mexicanas fueron utilizadas para enfrentar a los españoles y demás europeos (incluyendo a los franceses) entre 1810 y 1811.


Diseñadas como banderas militares, en ellas los criollos de San Miguel plasmaron las causas más amplias con las que dio principio la guerra por la independencia. Digamos que explican tanto el surgimiento como la derrota del primer movimiento, caracterizado por la concentración de enormes multitudes volcadas a la separación de su patria de España. Esta compleja composición simboliza los sentimientos religiosos, de lealtad y patrióticos compartidos por gente de todos los grupos de la sociedad y centrales en las consignas del levantamiento, en las vivas a la Virgen de Guadalupe (por su imagen), al cautivo de Napoleón, rey Fernando (por sus armas) y a México (por su antiguo escudo fundacional). Condensan lo ocurrido entre la primera declaración de guerra española a los revolucionarios franceses en 1793 y la pérdida de la esperanza en el triunfo español, a dos años en Madrid del reinado de José Bonaparte. La Virgen de Guadalupe tenía para entonces más de una década de ser invocada por la iglesia para salvar del Anticristo francés a las dos Españas, la Nueva y la Vieja. El temor al saberse que caían, una tras otra, las ciudades españolas y sus más fuertes defensas armaron la causa de la patria hacia el mes de mayo de 1810, al hacerse común pensar que, perdida la guerra, los franceses desearían tomar estos dominios. Y el gobierno y los españoles peninsulares, que dos años antes habían depuesto al virrey Iturrigaray para evitar cualquier fractura del vínculo colonial, eran los únicos que podían entregar la Nueva España.


Estas reacciones defensivas frente a Europa se manifestaron en una violencia popular extraordinaria contra los españoles peninsulares. El costo de “aislar la patria de cualquier desenlace europeo” fue enorme. Además de la fuerte mortandad de los rebeldes, entre los regimientos que “se fueron formando tumultuariamente” y “los pelotones de la plebe que se les reunió”, de septiembre de 1810 a enero de 1811 murieron degollados y no en batalla más de mil europeos, entre hombres y mujeres: ¡Mueran los gachupines! ¡Muera el mal gobierno! Al tomar las ciudades la gente les gritaba ¡traidores, herejes, judas! Hay estudios de las razones hondas y poderosas que explican desde ángulos económicos y sociales esa violencia contra los españoles. Pero semejante actitud, permitida y hasta alentada por Miguel Hidalgo y sus contingentes más cercanos, no fue compartida sino repudiada por los militares criollos. Es conocida la disputa entre Hidalgo y Allende por no condescender el segundo con los excesos de la plebe y por oponerse a la concentración del mando militar en Hidalgo, proclamado Generalísimo desde Guadalajara. Para cuando Allende dirigió la batalla de Calderón había pasado la oportunidad de formarse un ejército medianamente armado y disciplinado.


El reverso de Guadalupe

Ignacio Allende incorporó en la descubierta de los insurgentes dos águilas imperiales, como les dijo el general Calleja, o el “Timbre del imperio mexicano” según lo llamaban los criollos cultos del siglo XVIII. Ya cautivo, en su declaración final Miguel Hidalgo señaló entre las “Armas” de sus ejércitos, a la Virgen de Guadalupe, al rey Fernando VII, y “algunos también la Aguila de México”; ahora sabemos que fueron las águilas de los Dragones de San Miguel. Dijo Hidalgo:


Que realmente no hubo orden alguna asignando Armas ningunas: Que no hubo más que saliendo el declarante el diez y seis de septiembre referido con dirección a San Miguel el Grande, al paso por Atotonilco tomó una imagen de Guadalupe que puso en manos de uno para que la llevase delante de la gente que le acompañaba, y de allí vino que los regimientos pasados y los que se fueron después formando tumultuariamente, igual que los pelotones de la plebe que se les reunió, fueron tomando la misma imagen de Guadalupe por Armas, a que al principio generalmente agregaban la del Sr. Don Fernando Séptimo, y algunos también la Aguila de México” (Hernández y Dávalos, CDHGI, I, p. 13).


Por las banderas de San Miguel habló una sociedad acostumbrada a las imágenes y a descifrar los mensajes que emitían las composiciones. Que gozó los juegos sugerentes nacidos de sus dos vistas y de alternar tremolando los emblemas de la religión y de la patria: la Virgen de Guadalupe y el águila mexicana. El misterio de la simbiosis de ambos símbolos venía de la tradición religiosa y patriótica iniciada en el siglo XVII (1648) con el primer impreso guadalupano del padre Miguel Sánchez. Una interpretación apocalíptica de la aparición de la Madre de Dios en el Tepeyac, de la que podía derivarse, como profecía, que México tenía que ser una nación soberana. Esa es la secuencia de iconografía a la que pertenecen las banderas de San Miguel, la de las composiciones que asociaron ambos símbolos en la tradición del patriotismo criollo.


Sin embargo, que San Miguel presida esta composición no es una redundancia: el primer general de Dios timbra un águila que, a su vez, está franqueada con las armas del rey y dispone de artefactos para la guerra. Probablemente en estas banderas se entrecruzaron no una, sino dos profecías. El autor de la segunda fue el jesuita Francisco Javier Carranza, quien, exactos cien años después del padre Miguel Sánchez, en un sermón por excéntrico conocido (1748) hizo saber a la Nueva España que el Asiento de San Pedro pasaría a la cabeza de la cristiandad en América, a la ciudad de México, de perseverar las guerras europeas. Entonces, si San Miguel timbra la composición del reverso de las banderas no se trata de señalar que el águila (ya) prestó sus alas a la Virgen para descender en el sitio predestinado después de haber sido derrotado el mal por el primer general en la lucha contra Satanás. Aquello que infirió Miguel Sánchez al argumentar teológicamente la aparición de la Madre de Dios en México. Esta vez, el águila tenía que prestar sus alas a la iglesia para que pudiera salvarse del Anticristo poniendo un océano de por medio, según el padre Carranza. Todo parece sugerir, entonces, una tercera tarea mítica del águila imperial mexicana: hacer la guerra santa y salvar a la iglesia universal en tiempos de la invasión napoleónica, si la segunda fue prestar sus alas a la Madre de Dios para que descendiera en este suelo y su tarea primigenia consistió en fundar México.


Habría que reconocer que todo fue más complejo en comparación con lo que se nos enseña en los libros de texto y los museos. Ignacio Allende fue quien incorporó las primeras águilas a la insurgencia y no Morelos. Pero los insurgentes no se abanderaron únicamente con muchas imágenes de la Virgen de Guadalupe, o con las águilas heráldicas mexicanas los primeros cuatro meses. O con el rey Fernando, como indicó Hidalgo, un fenómeno que parece más bien de las ciudades y villas donde las estampas del rey se vendían desde 1808. Queda por resaltar que del mismo modo y con suma gravedad se vieron desfilar los guiones militares y las aspas de Borgoña en los flancos insurgentes, semejantes a los que están pintados en las banderas de San Miguel y poseían por duplicado los regimientos, también los que dieron la espalda al gobierno español junto con los Dragones: los regimientos provinciales de Valladolid (hoy Morelia), los Dragones de Pátzcuaro, los batallones de Celaya y Guanajuato, de Querétaro, en fin. Para la cita en el Puente de Calderón los militares rebeldes ya habían perdido varias insignias del rey en batalla. En Aculco, los realistas se ganaron dos del regimiento de Celaya y una del de Valladolid. Otra bandera con un Aspa de Borgoña fue capturada cuando apresaron a Hidalgo en Acatita de Baján, en 1811. Pero el mayor lote de banderas insurgentes fue arrebatado una semana después al sobrino del cura Hidalgo, Tomás Ortiz. El 2 de enero de 1812 Calleja también tomó en Zitácuaro un nuevo lienzo con la Cruz de Borgoña y varios meses adelante se recogieron otras. Una, a las tropas de José María Morelos en la acción del Cerro del Calvario, parte del sitio de Cuautla de 1812. La mencionada Cruz de Borgoña azul que existe en el Museo del Ejército español y procede de México pudiera ser alguna de ellas. En campaña, las aspas de Borgoña y los guiones reglamentarios de los regimientos ondearon en las dos formaciones militares opuestas por la guerra, hasta casi la restauración del rey en 1814. Si el ejército había comenzado a perfeccionarse para la defensa continental desde la década de 1790, al dividirse en 1810, como diría el profesor Christon Archer, una parte logró casi sofocar la rebelión que la otra hizo encender. Después de la restauración de Fernando Séptimo los insurgentes abandonaron la causa del rey pero no las de la religión y de la independencia. Las Tres Garantías de 1821 fueron la Unión, la Religión y la Independencia.


Sugerencia de lectura. Sobre los debates de dos siglos acerca de las imágenes guadalupanas atribuidas a Hidalgo, es muy ameno el libro de Jacinto Barrera Bassols, Pesquisa sobre dos estandartes. Historia de una pieza de museo (México, Ediciones Sinfiltro, 1995). Para comprender lo que son y lo que significan las imágenes juradas en la Nueva España es imprescindible leer, de Jaime Cuadriello, “Visiones en Patmos-Tenochtitlan. La Mujer Aguila” (en Artes de México. Visiones de Guadalupe, México, Revista libro bimestral no. 29, 1995). Una lectura obligada para acercarse a las tradiciones que confluyeron en la actual bandera mexicana es el libro de Enrique Florescano, La bandera mexicana. Breve historia de su fundación y simbolismo (México, FCE, 1998. En Taurus hay ediciones nuevas desde 2000). Sobre la formación de los ejércitos opositores y la guerra, ver de Christon I. Archer, El ejército en el México borbónico, 1760-1810 (México, FCE, 1983). De Estéban Sánchez de Tagle hay que consultar: Por un regimiento el régimen. Política y sociedad: la formación del Regimiento de Dragones de la Reina de San Miguel el Grande (México, INAH, 1982). El conjunto mayor de las banderas hispanas quien mejor lo tiene comprendido es Luis Sorando Muzás. Suyo es el libro: Banderas, estandartes y trofeos del Museo del Ejército, 1700-1843. Catálogo razonado (Madrid, Ministerio de Defensa, 2000). En México, las banderas se han publicado en los ensayos de Marta Terán, “La virgen de Guadalupe contra Napoleón Bonaparte. La defensa de la religión en el Obispado de Michoacán entre 1793 y 1814” (Estudios de Historia Novohispana, 19, Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, 1999); y “Las primeras banderas del movimiento por la Independencia. El patrimonio histórico de México en el Museo del Ejército español” (En el libro de Eduardo Mijangos: Movimientos sociales en Michoacán. Siglos XIX y XX, Morelia, Universidad Michoacana, 1999). En los tomos de la Colección de documentos para la historia de la Independencia de México, de 1808 a 1821, CDHIM, editada por J. M. Hernández y Dávalos (México, José María Sandoval impresor; existen muchas ediciones), el interesado puede leer los más importantes partes militares que se mencionaron junto con la voz de Hidalgo. La paleografía de la “Nota sobre las alhajas...” de Calleja, se publicó sin su referencia del AGN, en el Boletín del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía (Cuarta época, Tomo I, México, Talleres Gráficos del Museo Nacional, 1922, p. 63). Ernesto Lemoine citó la descripción escueta de las banderas aunque ya con su remisión a la Correspondencia de los virreyes, en su Morelos y la revolución de 1810 (Morelia, Gobierno del Estado de Michoacán, 1978, p.234).

 

Categoría: 
Artículo
Época de interés: 
Revolución e Independencia
Área de interés: 
Historia Cultural
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