Artículo
La familia en México en la época colonial
[1] La diferencia entre barraganas y mancebas y entre éstas y las prostitutas fue apreciable en el siglo XVI y desapareció progresivamente en las siguientes centurias. La diferencia era explícita en la Recopilación de Leyes de los Reinos de las Indias, (1943) 3 vols., edición facsimilar de la de 1791, Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica, Libro IX, título XXVI.
Cultura y poder: el papel de la prensa ilustrada en la formación de la opinión pública
NOTAS
La transición al periodismo industrial de tres periódicos mexicanos. Finales del siglo XIX y principios del XX.
25 Briones, 2003. p.208
Las Reformas Borbónicas y la participación política popular en el México Colonial
Componente del pueblo
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Contribuyentes y contribuciones
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Españoles del estado llano y mestizos
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Indios
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Tlahuac (cabecera)
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2 individuos: 6 pesos cada uno por una sola vez.
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260 indios: 4 peones diarios y 1 real al mes.
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San Francisco Tlaltenco (sujeto)
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23 individuos: entre 2 y 4 pesos por una sola vez.
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120 indios: 50 pesos.
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Santiago Zapotitlan (sujeto)
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6 individuos: en promedio cada uno 2 brazadas de tezontle.
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83 indios: 1 canoa de tezontle, ripio y 3 peones por semana mientras dure la obra.
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Santa Catarina (sujeto)
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18 individuos: entre 2 y 4 pesos y 12 cargas de cal por una sola vez.
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Indios principales, D. Fernando Pascual, Don Mateo Pacheco y Don Bacilio: 3 pesos cada uno. Los demás indios del común: 3 peones semanales mientras durase la obra.
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San Martín Xico (sujeto)
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48 indios: 1 peón diario.
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Producto
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Cantidad
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Impuesto (Reales)
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Maíz
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Carga de 2 fanegas
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3
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Harina sin florear
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Ibidem
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6
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Cebada
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Ibidem
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2
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Garbanzo
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Ibidem
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6
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Lenteja
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Ibidem
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4
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Frijol
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Ibidem
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2
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Chile
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Carga de 14 arrobas
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14
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Arroz blanco
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Carga de 12 arrobas
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6
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Arroz morisqueta
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Ibidem
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3
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Haba seca
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Ibidem
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2
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Chícharo seco
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Ibidem
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2
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Sal
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Ibidem
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2
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Bueyes viejos, novillos, vacas, toros de abasto
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Cabeza
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4
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Carneros de abasto
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Cabeza
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2
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Chivos, cabras, ovejas viejas para matanza de cebo
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Cabeza
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_
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Cecina seca
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Carga de 1 arroba
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2
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Cebo
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Ibidem
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3
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Puerco para jamón o abasto
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Cabeza
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3
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Queso añejo
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Carga de 12 arrobas
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6
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Azúcar
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Ibidem
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1
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Piloncillo blanco
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Ibidem
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3
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Panocha blanca
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Ibidem
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3
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Piloncillo de hoja
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Carga
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1 _
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Panocha prieta
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Carga
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1 _
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Lana
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Arroba
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1
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Algodón despepitado
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Carga de 12 arrobas
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12
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Algodón con pepita
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Ibidem
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6
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Mulada de partidas
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Cabeza
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4
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Potros cerreros, quebrantados y caballos de partida
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Cabeza
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2
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Aguardiente de España
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Barril
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12
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Aguardiente de caña
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Ibidem
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8
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Vino de España
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Ibidem
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8
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Aguardiente y vino de uva de la tierra
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Ibidem
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8
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Vino mezcal
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Barril quintaleño o de cuero
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4 (pesos)
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Cerveza, licores y vinos en botellas
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Docena
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8
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Cobre
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Quintal
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1 (peso)
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Plomo
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Carga de 12 arrobas
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2
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Greta
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Ibidem
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2
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Magistral
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Ibidem
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1
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Jabón
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Arroba
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1
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Cera
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Arroba
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4
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Aceite de Oliva de España y de la tierra
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Ibidem
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4
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Cacao de Guayaquil
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Ibidem
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4
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Cacao de Caracas
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Ibidem
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2
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Cacao de Maracaybo
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Ibidem
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2
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Cacao de Tabasco
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Ibidem
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2
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Cacao de Soconusco
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Ibidem
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4
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Cal
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Carga de 12 arrobas
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2
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Madera de todas clases
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(12%)
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Tequesquite
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Fanega
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1
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Paja de todas clases
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Carga de mula y media de burro
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1, _
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Fierro y acero introducido en Reales de Minas
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Quintal
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3, 4 (pesos)
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Papel
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Resma
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2
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Café
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Arroba
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2 (pesos)
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Té o Cha
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Ibidem
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3 (pesos)
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Cuadro III
Año
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Contribución de Guerra (Pesos)
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Antiguo Ramo de Alcabala (Pesos)
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1812
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248,157
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2,453,721
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1813
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1,028,422
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3,254,200
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1814
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1,484,110
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3,052,339
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1815
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1,384,270
|
3,008,544
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1816
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1,572,161
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3,414,395
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1817
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449,064
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5,811,440
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Totales
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6,166,186
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20,994,539
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La Junta de Guerra o Patriótica
Pensar la revolución. Una aproximación a la Generación de 1915
NOTAS
5
Octavio Paz; El laberinto de la soledad, México, FCE, 1969. p. 140
Los tres Méxicos de la historia de México. Una pista crítica para la construcción de una Contrahistoria de México.
LOS TRES MÉXICOS DE LA HISTORIA DE MÉXICO. Una pista crítica para la construcción de una Contrahistoria de México.
Carlos Antonio Aguirre Rojas
Universidad Nacional Autónoma de México
(publicado originalmente en Contrahistorias, núm. 4, marzo de 2005)
De mapas imaginarios frente a realidades geohistóricas
A pesar de que, desde hace ya más de ochenta años, los historiadores franceses de la primera y de la segunda generaciones de la célebre corriente de los Annales, nos enseñaron la fragilidad y la casi absoluta artificialidad de las fronteras nacionales, y también de los límites administrativos internos de los Estados y de los departamentos que componen a un país cualquiera [1], aún continúan proliferando, en México y en América Latina, pero también un poco en todo el mundo, la escritura de limitadas historias que toman como su marco esencial y exclusivo de referencia a esos límites oficiales de los estados interiores de un país, o a esas fronteras específicas de las distintas naciones latinoamericanas y de todo el planeta en general.
Y si bien es cierto que, durante los últimos cinco siglos, el capitalismo se ha empeñado en darle cierta vigencia y validez a esas estructuras del Estado - Nación y de las naciones, lo mismo que a esos mapas imaginarios de las divisiones políticas y administrativas externas e internas de cada conglomerado nacional, también es verdad que, por debajo y por encima de esas líneas artificiales que pretenden dividir a los Estados nacionales y a los estados interiores, persisten y se manifiestan de una manera tenaz y continua las múltiples realidades de identidades étnicas, regionales, de costumbres, de lengua, geohistóricas, de parentesco histórico y de afinidad cultural, entre muchas otras, realidades que naturalmente no respetan ni se adecuan para nada a dichos mapas imaginarios, externos e internos, de las diferentes naciones del planeta.
Por eso y frente a los mitos unificadores propagados por los propios Estados nacionales e internos, que pretenden afirmar la existencia monolítica y sin fisuras de una identidad del ser, por citar sólo un ejemplo, todos nosotros “mexicanos”, o en un nivel más local, de ser clara y contundentemente “chiapanecos”, o “sonorenses”, o “jaliscienses”, etc., hace falta recordar esa existencia profunda de una permanente tensión, y a veces hasta abierta contradicción, entre las distintas tendencias unificadoras que apuntan hacia la construcción y afirmación de esas identidades nacionales y locales, frente a las opuestas y hasta alternativas resurrecciones recurrentes de esas realidades geohistóricas, o étnicas, o culturales, etc., que sobreviven y se afirman hasta el día de hoy con la misma fuerza que dichas tendencias unificadoras y homogeneizadoras ya mencionadas [2].
Y si después de los años de 1968/1972-73, hemos entrado, como lo afirma Immanuel Wallerstein, en la etapa de la bifurcación histórica o de la crisis terminal del sistema histórico capitalista 3], entonces es claro que, entre las múltiples expresiones de esta crisis terminal, se encuentre también la crisis definitiva y el colapso final de dicho esquema global de reagrupamiento y configuración de los pueblos y de las sociedades humanas, bajo esa figura de las entidades nacionales y locales antes referidas. Lo que explica al conjunto de hechos presenciados en las últimas tres décadas, de naciones enteras que se deshacen y rehacen frente a nuestra propia mirada, a la vez que resurgen por doquier los conflictos intranacionales y hasta internacionales, conflictos que traspasan y superan de lejos a esos mapas imaginarios de las naciones externas e internas, bajo la reafirmación de esas antiguas y tenaces identidades civilizatorias y culturales de tipo supra y subnacional pero también supra y sublocal.
Porque si la nación, con sus fronteras externas e internas, es un dato reciente que sólo remonta, según las distintas zonas del planeta, a dos, tres, cinco o siete siglos de existencia 4], y es también una realidad que se corresponde claramente y de manera exclusiva sólo con la vida histórica del sistema capitalista, entonces es lógico que, junto con el ocaso histórico terminal de este mismo capitalismo, avance igualmente la desestructuración progresiva e indetenible de esas entidades nacionales de reciente construcción histórica.
Y es dentro de este horizonte general, de crisis generalizada de las estructuras nacionales en todo el mundo, y del renacimiento de las más diversas identidades culturales y civilizatorias de todo orden, que vale la pena revisar críticamente la validez que puede aun tener el mito homogeneizante y unificador que todavía subyace al enfoque dominante respecto de lo que ha sido y es la historia de México. Enfoque que al haber sido construido sobre la negación de la compleja heterogeneidad de los varios Méxicos reales que conforman al “México” homogéneo de la historia oficial, ha bloqueado e impedido el desarrollo de una visión mínimamente adecuada, por no decir más rigurosamente científica y crítica de la complicada y apasionante historia verdadera de nuestro país.
Visión simplista, anacrónica y perezosa de la historia de México, que siendo hasta hoy la versión oficial y dominante a nivel de la enseñanza primaria, secundaria y preparatoria en general, pero también a nivel de aquellas licenciaturas y posgrados de historia de nuestro país todavía dominados por las perniciosas versiones de la historia positivista, pretende hacernos creer la existencia de ese México único, homogéneo, cuasi atemporal y prácticamente idéntico a sí mismo a lo largo de siglos y siglos.
Reducida y empobrecida visión de la historia de México, asumida y reproducida también en una buena parte de las obras escritas por un gran número de autores que pasan por ser eruditos y reconocidos historiadores mexicanos, que hace falta desconstruir y superar totalmente, sometiéndola al ejercicio de pasarle por encima el benjaminiano cepillo de la “historia a contrapelo”. Y ello, en el ánimo de hacer saltar a todas las verdades ocultas que niega y encubre ese mito de la historia oficial, y en la perspectiva de construir una verdadera y radical contrahistoria de México.
Contrahistoria de México que, por el contrario, tendría que partir de la profunda y evidente diversidad y heterogeneidad estructurales de los muchos Méxicos que componen al México oficial, y por ende, de las muy diferentes historias e itinerarios complejos que se entrecruzan e imbrican dentro de esa historia otra o alternativa de nuestro país.
Historia multiforme, diversa, plural, desacompasada y divergente, que está muy lejos de la mencionada construcción de la historia oficial de México, en la que de manera simplista y linealmente progresiva se van integrando, de manera supuestamente armónica y voluntaria, todas las distintas regiones, zonas, Estados y ciudades que hoy conforman el mapa de la nación mexicana, a la vez que mediante un presuntamente terso y logrado proceso de mestizaje étnico, social y cultural, se van sumando y acomodando como en un juego exitoso del acertado proceso de armado de un rompecabezas, los distintos grupos y clases sociales que hoy habitan dentro de nuestro suelo, para ir conformando de manera maravillosa y completa, esa unidad nacional dentro de la cual todos nosotros somos hoy, “orgullosamente” mexicanos.
Pero, como es bien sabido, la contrahistoria o historia verdadera transcurre siempre por muy otros caminos que los de esas historias oficiales e imaginarias, que son siempre exageradamente heroicas, tersas, gloriosas, lineales y homogéneas. Y entonces más allá de esa historia oficial e imaginaria de México, está la historia real de las masacres y la sobreexplotación de los indígenas por parte de los conquistadores españoles, junto a la resistencia tenaz y a las constantes insurrecciones y rebeliones de los indios, pero también un proceso violento y desgarrado de un difícil mestizaje cultural y étnico 5], de múltiples caras, junto a clases sociales y grupos enteros que son sometidos y burlados después de haber sido vencidos y marginados, en complejos y vastos procesos de revolución social, y en cruentas y difíciles batallas, al lado de regiones, zonas y espacios diversos que son integrados de manera forzada, y para nada tersa y armónica, dentro del espacio y el proyecto nacionales que han sido impulsados en cada etapa de nuestra historia, por otros distintos grupos, clases, sectores, zonas y espacios sociales, diferentes de los primeros.
Entonces, de esta multifacética y muy diferente contrahistoria de México, antagónica de la limitada y todavía vigente historia oficial de México, creemos que vale la pena recuperar con más cuidado a una de sus dimensiones fundantes y más estructurales, es decir, aquella que corresponde a la profunda diversidad geohistórica de los tres Méxicos que conforman a lo que hoy se entiende como el país oficial “México”.
Las lecciones de la geografía: el México árido, el México plural y templado, y el México tropical
Todavía hoy, en este año de 2005, resulta evidente que, desde un punto de vista histórico y sociológico serio, y por lo que se refiere a hábitos culturales, prácticas culinarias, o cosmovisiones del mundo y de la vida, lo mismo que a la apariencia étnica, a los modos de vestir, y hasta a los acentos lingüísticos, un habitante del estado mexicano de Chiapas se parece mucho más a un habitante del norte de Guatemala, que a otro mexicano del estado de Chihuahua o de Sonora por ejemplo.
Y a su vez, ese sonorense o chihuahuense que habita en el norte de México, habrá de distinguirse también radicalmente, en todos esos ámbitos civilizatorios mencionados de la cultura, la comida, la concepción del mundo, la traza étnica, el vestido y el lenguaje, entre otros, tanto de los mexicanos que viven en el sur de México como de los que habitan en toda su región central.
Lo que de entrada, nos plantea varias interrogantes: ¿de dónde brotan esas profundas y marcadas diferencias civilizatorias, culturales e históricas que todavía subsisten entre los distintos Méxicos que coexisten hoy en nuestro país?. ¿Y cómo se han configurado, históricamente, estas tan marcadas y notables diferencias?. ¿Y sobre qué bases materiales, sociales, económicas y geográficas específicas?. Y ¿con qué resultados e implicaciones particulares a lo largo de la rica historia de nuestro país?.
Para avanzar en el camino de la respuesta a este problema, debemos comenzar por recurrir a las lecciones de la geohistoria braudeliana, la que en una línea que se emparenta claramente con la perspectiva de Carlos Marx e incluso con las tesis del propio Hegel, nos recuerda el papel esencial y fundante de la específica configuración de la base geográfica de todo proceso social o civilizatorio humano en general. Y así, lejos de todo “determinismo geográfico 6] simplista, Braudel nos ha reiterado, después de Hegel y de Marx, entre otros, la relevancia imprescindible de esta base geohistórica para la edificación de toda empresa social, o civilizatoria, o histórica, acometida por los hombres en cualquiera de las etapas de su ya milenaria historia global.
Entonces, y tal y como nos lo han recordado los geógrafos y los científicos sociales que se han acercado a estudiar la configuración diversa del territorio mexicano, debemos reconocer que en el espacio de lo que hoy se llama México cohabitan claramente tres espacios geohistóricos diversos, y con ellos tres Méxicos diferentes, que se distinguen claramente no sólo por el tipo de clima general dominante, sino también por el tipo de recursos naturales, biológicos, orográficos e hidrográficos que cada uno de ellos posee 7].
Tres Méxicos claramente diferenciados, cuya primera frontera real y no puramente administrativa e imaginaria, es la de la bien conocida división entre Mesoamérica y Áridoamérica, división que nos da, hacia el norte, un primer México de clima más bien árido, cruzado por dos cadenas montañosas que, como es frecuente, estarán asociadas a la existencia de recursos mineros, pero que será un México también escaso en ríos. Y por lo tanto, un espacio poco fértil para una agricultura del cereal originariamente americano que es el maíz, y más bien propicio para el desarrollo de grandes praderas de pasto, potencialmente propicias para el desarrollo de la ganadería en gran escala. Y sólo muy posteriormente, para una posible agricultura de cultivos no cerealeros, basada en modernas tecnologías y en recientes sistemas artificiales de irrigación. Un norte que, vale la pena recordarlo, se extiende mucho más allá del Río Bravo y de la actual frontera de México, para abarcar a una buena franja de lo que hoy son los Estados Unidos de Norteamérica. Un norte que habiendo pertenecido a la Nueva España, y aún a México hasta la primera mitad del siglo XIX, nos será despojado y expropiado injustamente por los norteamericanos, hace solo un siglo y medio, es decir, en un momento que forma parte del verdadero ayer histórico todavía vivo y reciente. Porque hace apenas entre cinco y siete generaciones de mexicanos que esos dos millones de kilómetros cuadrados, que nos fueron robados sucesivamente entre 1837 y 1848, eran parte todavía integrante de ese “México del norte”, delimitado en su frontera sur por esa línea climática mencionada que divide Áridoamérica de Mesoamérica [8].
A su vez, ese universo de Mesoamérica se subdivide también en dos, a partir de una línea que de manera muy general y aproximativa parecería más o menos acercarse hacia la línea del paralelo de los dieciocho grados, subiendo después para incluir a toda la península de Yucatán, línea que nos da, por un lado el México central, y por otro el México del sur, es decir los dos Méxicos mesoamericanos que abrigarán, de un lado a la civilización azteca en su momento de máximo esplendor, y del otro a la civilización de los grupos mayas, también en su respectivo momento de auge.
Existe entonces, en primer lugar, ese México central, caracterizado por su mayor diversidad y pluralidad microclimática frente a los otros dos Méxicos, y que es una zona mucho más rica en ríos y en recursos hidrológicos, y por lo tanto, mucho más fértil para el desarrollo de varias zonas de densos y abundantes cultivos de maíz. Y más adelante, también de cultivos cerealeros en general, lo que hará que sea también el México que ha albergado, en la historia lenta y milenaria de nuestro país, a la mayor cantidad de núcleos civilizatorios prehispánicos, que van desde los olmecas y los tarascos, hasta todos los grupos nahuas que, en un momento dado, han sido dominados por el imperio azteca en los tiempos de su mayor expansión.
México del centro que se constituirá en el verdadero “granero” de todo el espacio nacional, y que será el que sufra, en primer lugar, los vastos y trágicos efectos de la devastadora conquista española del siglo XVI.
Finalmente y a partir de esta diversidad geohistórica, que fragmenta en tres Méxicos reales y distintos al imaginario México homogéneo de la historia oficial, tendremos al México del sur, diferente de los otros dos Méxicos, y caracterizado por una realidad geográfica exuberantemente abundante en montañas y en vegetación. Lo que la convierte en una zona que no sólo es singularmente difícil para ser transitada e intercomunicada con el exterior y en sí misma, sino también en una zona de marcado clima tropical que, con las excepciones de los Altos de Chiapas y de las planicies de la Península de Yucatán, no será apta para la producción del maíz en gran escala, ni tampoco para una ganadería vasta e intensiva, sino más bien para el futuro desarrollo del cultivo de especies tropicales de tipo comercial.
Por eso, este sur de México será el espacio del desarrollo de la civilización maya, la que cubriendo toda la Península de Yucatán y los actuales Estados de Tabasco y Chiapas, habrá de prolongarse más allá de la actual frontera sureña de México, y hasta los actuales territorios de Guatemala, Honduras y El Salvador. Con lo cual, ese México del Sur será también mucho más vasto, hasta los inicios del siglo XIX, que el actual México sureño, artificialmente cortado por nuestra frontera imaginaria de los ríos Usumacinta y Hondo, y sobre todo de las actuales divisiones oficiales de nuestro país con el norte de Belice y de Guatemala [9].
Y puesto que todavía sigue siendo un misterio, aún no resuelto por la historiografía actual, el de las razones de la decadencia de esta civilización maya durante los siglos XIII a XV, bien podríamos aventurar la hipótesis de que, entre otros factores importantes, figure también el de una posible saturación demográfica de la población maya en relación a los medios y a las condiciones de producción alcanzadas hasta ese momento, y por lo tanto, disponibles en ese entonces. Saturación que se explicaría por esa base geográfica de clima tropical, poco propicio en general para el desarrollo de cultivos densos del maíz en gran escala. Posible saturación demográfica que, al alcanzar un cierto punto, se habría comenzado a expresar bajo la forma de guerras intestinas, de migraciones y de desplazamientos masivos obligados, y por ende, de invasiones de zonas ya ocupadas, y más en general como desarticulación y crisis de todo el tejido social y civilizatorio de estos mismos pueblos mayas. Hipótesis que, por lo demás, alude a un proceso reiterado que se ha presentado muchas veces en la historia, y a lo largo de todos los continentes del planeta, tal y como lo planteó en su momento el propio Carlos Marx 10].
Tres Méxicos geográficos completamente diversos, que a partir de estas igualmente diferentes bases atmosféricas, orográficas, hidrográficas y biológicas, se han constituido también en tres Méxicos históricos muy distintos entre si. Tres Méxicos geohistóricos que ‘nacieron’ entonces a la vida en tres sucesivos momentos de la historia, teniendo por lo tanto edades divergentes, lo mismo que itinerarios históricos heterogéneos, los que sólo lenta y accidentadamente se han ido imbricando e interrelacionando para conformar, finalmente y solo en fechas muy recientes, a esa nación que desde hace menos de dos siglos le ha dado por autonombrarse, de modo genérico y popular, como la nación llamada “México”. Tres Méxicos con historias de muy distinta longevidad y duración, que vale la pena reconocer también ahora con más detenimiento.
Las lecciones de la historia: el México indígena del sur, el México mestizo del centro y el México criollo del norte
Partiendo entonces de la diversidad geográfica de los tres Méxicos antes identificados, resulta más fácil ubicar a los tres Méxicos históricos que sobre dichos Méxicos geográficos se han ido constituyendo. Méxicos geohistóricos y civilizatorios que, como diferentes respuestas humanas a esos mismos medios biogeográficos y naturales, han ido conformando las tres alternativas de configuración civilizatoria, es decir de configuración territorial, económica, social, política y cultural que, aún hasta el día de hoy, coexisten todavía dentro de nuestro espacio nacional.
Tres respuestas geohistóricas diversas, que se hacen evidentes de inmediato, y ya al simple nivel de la arquitectura turística hoy subsistente, sorprendiéndonos aún con la clara heterogeneidad que representa pasar desde el México sureño de las bellísimas e impresionantes ruinas prehispánicas, al México central de las catedrales coloniales y de las más importantes ciudades novohispanas, y hasta el México del norte de las escasas Misiones y sobre todo de los serializados y monótonos paisajes urbanos de las ciudades modernas más recientes. Tres paisajes urbanos y rurales divergentes, que delatan también las muy distintas edades que hoy tienen esos tres Méxicos históricos o geohistóricos recién mencionados.
Porque si observamos con cuidado la figura global que hoy, en el año de 2005, tienen estos tres Méxicos, podremos comprobar fácilmente que, en esa configuración social general que ellos poseen en el presente, se refleja también su muy distinta longevidad actual, la que en cada uno de estos tres casos nos remite a también tres distintas etapas de la historia de México.
Así, el México más viejo de todos, no en términos cronológicos absolutos pero si en términos de esa configuración global todavía hoy ampliamente vigente, sería sin duda el México del sur, el que hundiendo sus raíces en la época prehispánica, y remitiéndonos por lo menos hasta los siglos III a VIII-X del esplendor de las civilizaciones maya y zapoteca, habría logrado conservarse, más allá de la conquista española y gracias a la barrera natural de la dificultad de comunicación que representan sus abundantes montañas y su exuberante vegetación tropical, como un México predominantemente indígena y permanentemente rebelde frente al mestizaje forzoso y a la imposición general del proyecto novohispano del dominio español.
Un México del sur masivamente indio, que no es para nada arcaico, premoderno o tradicional, sino que opta simplemente por modernizarse por su propia vía original, que a la vez que preserva y mantiene por ejemplo el fuerte sentido comunitario de los grupos indígenas y parte de sus ricas tradiciones culturales prehispánicas, va incorporándose igualmente a aquellos elementos de la modernidad capitalista que considera útiles y pertinentes para esta vía propia de su singular modernización y evolución general.
Un México sureño más indio que mestizo o criollo, que parecería avanzar a lo largo de la historia del México de los últimos cinco siglos, con su propio reloj histórico particular, lo que explica el hecho de que aquí las rebeliones indígenas sean algo crónico y la presencia española sea siempre numéricamente débil y marginal a lo largo de toda la Colonia, pero también el hecho de que este sur de México no participó prácticamente de la Revolución de Independencia de 1810, y que solo se incorpore tardíamente, y siempre de modo subordinado y periférico, a la Revolución Mexicana de 1910. Pero igualmente, también el hecho de que este mismo sur mexicano abrigue ahora, y desde hace ya once años, al movimiento social más avanzado e importante de todo nuestro país [11].
México indio del sur, cuya relativa autonomía e independencia fue preservada, en parte, gracias a la riqueza desbordante de su base geográfico-natural a la que antes hemos aludido. Un México indígena singular, que sin embargo no es tan excepcional dentro del universo más global de América Latina, puesto que él encuentra, más allá de las fronteras mexicanas actuales, varios casos que le son similares o equivalentes en los indígenas de Guatemala, de Perú, de Bolivia o de Ecuador, indígenas que también en todos estos países resistieron y resisten hasta hoy de distintas formas a la conquista y a la colonización españolas y extranjeras, a la vez que preservan y mantienen sus territorios, sus culturas, sus visiones del mundo y sus tradiciones, en una lógica que lejos de mirar nostálgicamente hacia el pasado, apunta hoy más bien y cada día más claramente hacia un posible futuro postcapitalista cada vez más cercano e inminente[12].
Junto a este primer México indígena del sur, estará también un segundo México, el México del centro que hoy es predominantemente mestizo, y que siendo el más densamente poblado de todo el territorio nacional, funciona además como el “granero” productor de la inmensa mayoría de los cereales consumidos en todo el país. Y por estas razones, también, como el México que ha logrado hegemonizar en general el proceso de la construcción general de la nación mexicana, proceso que ha obligado a los otros dos Méxicos, el del norte y el del sur, a gravitar en general en torno de este México central, el que no por casualidad posee también la ciudad capital de todo el país, así como la conexión privilegiada de las principales rutas de comunicación marítima con el Océano Atlántico, y por esta vía, con todas las economías europeas y con el mundo europeo en general. Conexión atlántica, establecida para el caso de México a través del Puerto de Veracruz, es decir de una ruta interna perteneciente a ese México central, que como es bien sabido fue una conexión crucial, hasta el mismo siglo XIX, de todas las economías del continente americano con lo que hasta esa época fueron las zonas más desarrolladas y más dinámicas de toda la economía mundial, es decir con las distintas economías de Europa occidental.
México de la zona templada central, que si bien conoció desde los siglos anteriores a nuestra era, a las primeras civilizaciones indígenas de lo que hoy es México, por ejemplo a la civilización olmeca, sin embargo y en la configuración específicamente mestiza que hoy lo caracteriza como uno de sus rasgos predominantes, data apenas de hace cinco siglos de existencia. Porque obviamente, es sólo a partir de la conquista española, y del arribo masivo de los españoles a la Nueva España, que ha comenzado a crearse este México mestizo del centro, México complejo, barroco y sofisticado, que como fruto del mestizaje étnico, pero sobre todo del mestizaje cultural [13], habrá de conformar a esa rica pero complicada cultura mexicana de nuestra zona central, cultura que sabe por ejemplo decir no, matizando el modo de afirmar, y que puede igualmente decir si, con la simple entonación y gesticulación particulares con las que acompaña y modula a una supuesta negación.
Cultura barroca mestiza que complica hasta el extremo las formas de la expresión cultural, y que estando presente en la política, en la vida social, en el arte, en la vida cotidiana, y en los discursos de todos los mexicanos de esta zona central, encuentra algunas de sus figuras emblemáticas en la proliferación abundante del llamado “doble sentido” semántico, pero también en la singular actitud mexicana frente al fenómeno de la muerte.
México central, que además de esta cultura mestiza y barroca va a poseer también la ciudad capital de todo el país. Una ciudad que, lejos de ser irracional en cuanto a su emplazamiento geográfico, como podría parecerlo desde los criterios actuales, es en cambio una ciudad cuya ubicación responde, lógica y coherentemente, al hecho de que las civilizaciones indígenas prehispánicas fueron civilizaciones del maíz, y por ende, civilizaciones que para poder asentarse en densos núcleos de población, necesitaban imperativamente encontrar aquellos espacios pantanosos y húmedos que son los que permiten la producción en verdadera gran escala de esa misma planta del maíz, espacios como el que precisamente circunda y configura a la actual ciudad de México [14].
Con lo cual, y lejos de ser una ciudad construida en contra de la lógica, en la que el esfuerzo para hacer subir hasta la altura de 2,500 metros sobre el nivel del mar, a los hombres, a las mercancías, al transporte, a los animales, pero también al agua y a la electricidad, es un esfuerzo que se multiplica por varias veces frente a ciudades más bajas, la ciudad de México actual es, en cambio, el resultado histórico derivado de uno de los más fuertes y densos núcleos urbanos prehispánicos, que pudo crecer y afirmarse hasta hegemonizar a prácticamente todo ese México central que ahora referimos, gracias en parte al hecho de tratarse de una ciudad asentada en una zona lacustre muy húmeda y pantanosa, y por ende, excepcionalmente fértil y propicia para el cultivo masivo y amplio de esa planta del maíz.
Finalmente, el tercer México sería el México del norte, el más joven de todos, cuya existencia más orgánica dataría apenas de hace poco más de un siglo. Porque si bien es claro que las primeras ciudades importantes de este México norteño se fueron fundando a lo largo de toda la Colonia, siguiendo sobre todo las rutas de los caminos de los Reales de Minas, y las incipientes exploraciones iniciales de los españoles en estos territorios del norte, también es evidente que la colonización y población sistemáticas de todo este Norte mexicano se darán solamente después de la guerra de rapiña norteamericana de 1847, y sobre todo durante todos los años del Porfiriato.
Pues es sólo con las leyes porfiristas de terrenos baldíos, que se cuadriculan, reconocen y asignan todas estas tierras de ese México del norte, México que sólo hasta esas épocas se poblará de manera intensa y sistemática, para convertirse en el México de la nueva minería del siglo XX, de la ganadería sistemática en gran escala, y de la agricultura basada en modernos y sofisticados sistemas de irrigación tecnológica. México nuevo que, a partir de su matriz colonial, será mucho menos mestizo y más criollo, desarrollando esa cultura del ranchero libre que cree poco en la predestinación y mucho en el azar y en los frutos del propio trabajo, siendo más abierto a la innovación y a los cambios en general, y desarrollando niveles de alfabetización general más altos que el México central y que el México del sur.
Un México más nuevo, más ateo, más ilustrado y menos rígido en sus estructuras sociales y civilizatorias en general, que no por casualidad será el México que alimente de manera inicial y luego prioritaria, y todo el tiempo mucho más protagónica, a la importante Revolución Mexicana que estalla en 1910 [15]. Una revolución que en este México del norte no sólo alberga al vasto movimiento popular de Francisco Villa, que será finalmente derrotado por las corrientes burguesas de este mismo drama revolucionario, sino que también es el espacio original del grupo que al final terminará apoderándose de todo el país y de todos los beneficios de dicha revolución, el conocido “Grupo Sonora”.
México norteño y criollo, de mucho más reciente vida histórica que el México central mestizo y que el México indígena del sur, que al constituirse hace apenas un siglo y unas pocas décadas más, como el último componente integrante de la nación mexicana, terminará por delimitar esas fronteras generales del México global y supuestamente unitario, que es el único que aparece en las empobrecidas y reductoras versiones de la historia oficial y positivista, todavía ampliamente difundida a lo largo y ancho de nuestro país.
Y sin embargo ¡como México... ¿no hay dos?!
Aunque, naturalmente, junto a esta evidente diversidad y heterogeneidad de los tres Méxicos geohistóricos que sobreviven hasta hoy, están también presentes los múltiples efectos de un prolongado y tenaz esfuerzo unificador y homogeneizador de los poderes políticos y de los Estados y gobiernos que han existido a lo largo de la historia mexicana del último medio milenio transcurrido.
Ya que es también claro que, al lado de las profundas identidades civilizatorias y culturales que existen hoy, por ejemplo entre Chiapas y Guatemala, se da igualmente un claro conjunto de diferencias entre ambas zonas, determinadas por la vigencia de dos dinámicas nacionales, que por lo menos desde principios del siglo XX tomaron rumbos muy diferentes. Porque no ha podido ser lo mismo, por ejemplo, desarrollar un movimiento indígena importante dentro de un país que oficialmente pretende ser una democracia gobernada por presidentes civiles, que en otro país en donde gobernaron durante décadas varias brutales y sangrientas dictaduras militares.
O también resulta muy distinto, más allá de las grandes semejanzas de cultura y de costumbres de todo tipo, ser un mexicano que habita, se rebela y lucha en Sonora o en Coahuila, que un chicano que vive en los Estados Unidos de Norteamérica, por ejemplo en los Estados de Arizona o de Texas, y que junto a la explotación económica de las voraces empresas norteamericanas, padece también la falta de derechos políticos, la persecución hipócrita de las autoridades de Estados Unidos, y las múltiples formas de la racista discriminación étnica y social.
Lo que quiere decir que los Estados nacionales, a través de su continua acción histórica, también impactan y modifican de múltiples maneras a las realidades sociales que han sido generadas por esas dimensiones geohistóricas y civilizatorias a las que antes hemos aludido. Con lo cual, existen también ciertos espacios y ciertas dinámicas que son genuinamente nacionales, y que más allá de las identidades geohistóricas profundas de los tres Méxicos aludidos, se despliegan y afirman de manera efectiva en ciertas circunstancias o en ciertos momentos históricos específicos.
Y entonces, frente al belicoso e irracional maccartismo que Estados Unidos ha estado impulsando después del 11 de septiembre de 2001 [16], el pueblo todo de los tres Méxicos distintos, unido en esto como si se tratase de un único personaje singular, ha renovado y relanzado de manera unánime y masiva su profundo y recurrente sentimiento antimperialista. E igualmente, y más allá de su pertenencia al “país” del norte, del centro o del sur, hoy el pueblo mexicano todo se encuentra profundamente decepcionado de los constantes engaños y de las reiteradas burlas de las que ha sido víctima, durante más de cuatro años, por parte del gobierno de Vicente Fox.
De modo que, junto a la heterogeneidad y la diversidad de los tres Méxicos geohistóricos que componen a la historia de México, está también la existencia de esa lógica homogeneizadora y unificante de una dinámica y de un proyecto nacionales, que persiguen ser unitaria y exclusivamente mexicanos. Proyecto y dinámica que habrán de sobrevivir mientras sobreviva también ese mundo social global que les da aliento, sustento y sentido, y que es sin duda el mundo social de las realidades diversas del capitalismo mexicano.
Pero como Marx nos lo recordó hace 150 años, es un hecho contundente que “los obreros no tienen patria”, y que es más bien el capital el que dividió y fragmentó a la humanidad en múltiples “patrias” y en muy diferentes “naciones” y “países”, supuestamente diferentes los unos de los otros. Lo que quiere decir que, más allá de mapas imaginarios e incluso de los mapas reales, y también trascendiendo las divergencias y la diversidad masiva de las diferentes realidades geohistóricas de todo el planeta, está cada vez más cerca la posibilidad de intentar construir un nuevo mundo, no capitalista y no fragmentado en naciones, en donde la humanidad lleve a cabo, por primera vez en su historia, el ensayo de convivir fraternalmente y en escala planetaria, desde el respeto a la diferencia y desde la potenciación de la riqueza que implica la diversidad en todas sus formas, en un mundo distinto y cualitativamente superior, que como nos lo han recordado nuestros dignos indígenas rebeldes neozapatistas, deberá sin duda ser un “mundo en el que quepan todos los mundos posibles”.
[1] Nos referimos, por ejemplo, a los brillantes trabajos de Marc Bloch sobre la historia regional, entre los que citamos, a título de simple ejemplo, “L’Ile de France (le pays autour de Paris)” en el libro Mélanges Historiques, tomo 2, Coedición EHESS-Serge Fleury, París, 1983, así como en el libro La tierra y el campesino. Agricultura y vida rural en los siglos XVII y XVIII, Ed. Crítica, Barcelona, 2002. También en esa línea crítica avanza el análisis y la propuesta geohistórica de Fernand Braudel en su libro El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II (especialmente en la primera parte del libro y en el fragmento titulado “Geohistoria y determinismo”), Ed. Fondo de Cultura Económica, México, tomo I, 1953, y también en su libro Las ambiciones de la historia, Ed. Crítica, Barcelona, 2002. Igualmente puede verse el libro de Lucien Febvre, El Rhin, Editorial Siglo XXI, México, 2004. Sobre esta visión geohistórica de Fernand Braudel cfr. nuestro libro, Carlos Antonio Aguirre Rojas, Fernand Braudel y las ciencias humanas, Ed. Montesinos, Barcelona, 1996 (véase también la reciente versión francesa de este mismo libro, Fernand Braudel et les sciences humaines, Ed. L’Harmattan, París, 2004, que contiene una bibliografía actualizada hasta el año 2004, y también varios anexos que profundizan en esta misma visión geohistórica braudeliana, en especial el anexo num. 4 “Fernand Braudel et l’histoire de la civilisation latinoamericaine”).[]
2 Uno de los tantísimos méritos de la interesante corriente de la microhistoria italiana consiste en haber vuelto a llamar la atención respecto de esta permanente tensión que existe entre, de un lado, las tendencias unificadoras y homogeneizantes de los distintos Estados nacionales en todo el mundo, y de otra parte, esta persistencia tenaz de las múltiples identidades que, de una manera forzada y violenta pero generalmente no demasiado exitosa o solo parcialmente lograda, continúan existiendo y manifestándose a lo largo precisamente de toda la historia del moderno capitalismo. Sobre este punto, véase por ejemplo el trabajo de Osvaldo Raggio “Visto dalla periferia. Formazioni politiche di antico regime e Stato moderno”, en la Storia d’Europa, vol. IV, Giulio Einuadi Editore, Turín, 1995, y también el muy interesante artículo de Giovanni Levi, “Regiones y religión de las clases populares”, en la revista Relaciones, num. 94, Zamora, 2003. ]
3 Sobre esta tesis de la crisis terminal del capitalismo, que estaríamos viviendo en los últimos treinta años, cfr. Immanuel Wallerstein, Después del liberalismo, Ed. Siglo XXI, 1996, y también “La imagen global y las posibilidades alternativas de la evolución del sistema-mundo capitalista” en la Revista Mexicana de Sociología, vol. 60, No. 2, 1999. Véase también nuestro libro, Carlos Antonio Aguirre Rojas, Immanuel Wallerstein: Crítica del sistema-mundo capitalista, Ed. Era, México, 2003.
4 De la vasta bibliografía sobre este tema, citemos solamente aquí Eric Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780, Ed. Crítica, Barcelona, 1997; Benedict Anderson Comunidades imaginadas, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1993; Ranajit Guha, Dominance without hegemony. History and power in Colonial India, Ed. Harvard University Press, Cambridge, 1997; Norbert Elías, El proceso de la civilización, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1989; Bolívar Echeverría “El problema de la nación desde la crítica de la economía política”, Ed. IIHAA, Universidad de San Carlos, Guatemala, 1988 y Carlos Antonio Aguirre Rojas, Mitos y olvidos de la historia oficial de México, Ed. Quinto Sol, México, 2004.
5 Sobre este mestizaje cultural y étnico complejo, cfr. Bolívar Echeverría, La modernidad de lo barroco, Ed. Era, México, 1998 y Tzvetan Todorov, La conquista de América. El problema del otro, Ed. Siglo XXI, México, 1989. Cfr. también nuestros ensayos, Carlos Antonio Aguirre Rojas, “Neé en 1492 sur le nouveau continent” en EspacesTemps, num. 59 – 61, París, 1995, y “A história da civilizaçao latino-americana” en el libro Fernand Braudel. Tempo e historia, Ed. FGV Editora, Rio de Janeiro, 2003.
6 Además de los ensayos citados ya en la nota 1, puede verse tambien, sobre esta relevancia de la base geográfica o geohistórica de los procesos sociales humanos, nuestro ensayo, Carlos Antonio Aguirre Rojas “Entre Marx y Braudel: hacer la historia, saber la historia”, en el libro Los Annales y la historiografía francesa, Ed. Quinto Sol, México, 1966, y también “La visión geohistórica de las ciudades”, en el libro Ensayos braudelianos, Ed. Prohistoria, Rosario, 2000. Sobre la cuestión de la crítica a un posible “determinismo geográfico” y a lo que podría implicar esta postura braudeliana –crítica demasiado simplista y a todas luces errónea, cuando se conocen a fondo los sutiles argumentos braudelianos--, y sobre la defensa de Braudel de esta visión geohistórica, así como de la crítica del punto de vista de la actual geografía francesa, que “desespacializa” su propio análisis por el fetichismo equivocado de afirmar que “todo es social” y que toda geografía es sólo geografía de lo social, cfr. el libro de Fernand Braudel, Una lección de historia de Fernand Braudel, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1989 y también La identidad de Francia, tomo I, Ed. Gedisa, Barcelona, 1993.
7 Sobre esta diversidad de los tres Méxicos geohistóricos, cfr. los ensayos de Ángel Bassols Batalla “Consideraciones geográficas y económicas en la configuración de las redes de carreteras y vías férreas en México”, en Investigación económica, vol. XIX, num. 73, 1959, y Bernardo García Martínez, “Consideraciones coreográficas”, en la Historia general de México, tomo I, Ed. Colegio de México, México, 1976. Esta idea de la diversidad geohistórica de México estuvo muy difundida en la primera mitad del siglo XX, entre varios de los analistas más agudos de la historia de México, como puede verse consultando por ejemplo a Andrés Molina Enríquez, Los grandes problemas nacionales, Ed. Era, México, 1979, Frank Tannenbaum “La revolución agraria mexicana” en Problemas agrícolas e industriales de México, vol. IV, num. 2, abril-junio de 1952 o George Mc Cutchel Mcbride, “Los sistemas de propiedad rural en México”, en Problemas agrícolas e industriales de México, vol. III, num. 3, julio-septiembre de 1951. Después, la idea pareció olvidarse, hasta que Friederich Katz la relanzó con fuerza, como una clave esencial de sus explicaciones de la historia de México, en sus trabajos “El campesinado en la Revolución Mexicana de 1910”, en El trimestre político, vol. I, num. 4, abril de 1976, La servidumbre agraria en México en la época porfiriana, Ed. Era, México, 1980, y La guerra secreta en México, Ed. Era, México, 1982. Sin embargo, y a pesar de todos estos trabajos mencionados, la historia oficial y positivista aún dominante en México, continúa ignorando esta crucial clave de comprensión de toda nuestra historia en general. Por ello, el sentido principal de este ensayo es el de llamar la atención respecto de este olvido y laguna terribles en la comprensión, explicación, interpretación y enseñanza de la historia en México.
8 Sobre los límites precisos entre Áridoamérica y Mesoamérica, así como sobre la extensión que todavía hasta los inicios del siglo XIX tenía ese “México del norte”, cfr. el Atlas histórico de México, coordinado por Enrique Florescano, Coedición SEP-Siglo XXI, México, 1983, en particular las láminas 4 (p.16-17) y 45 (p. 98-99).
9 Y resulta ridículo que, en virtud de esta frontera imaginaria oficial de lo que hoy es el sur de México, las explicaciones que se dan de esa civilización maya se limiten a los espacios que la misma ocupó dentro de lo que hoy es México, omitiendo de plano o mencionando sólo muy marginalmente, por ejemplo a la ciudad de Tikal, hoy en Guatemala, la que sin embargo fue la capital de todo el mundo maya durante prácticamente todo un siglo. Esto es cometer, una vez más, el terrible pecado del anacronismo histórico, al trasladar las fronteras nacionales del presente como si hubiesen tenido vigencia y existencia hace diecisiete o diez o seis siglos, lo que obviamente es un absurdo total. Sobre la expansión geográfica de esta civilización maya, cfr. también el Atlas histórico de México antes citado, en especial la lámina num. 9, p.26-27.
10 Sobre esta hipótesis de la saturación demográfica como motor fundamental, primero del progreso y más adelante de la decadencia de muchos pueblos en la historia, cfr. Carlos Marx, La ideología alemana, Ed. Pueblos Unidos, Buenos Aires, 1973, y también Elementos fundamentales para la crítica de la economía política. Grundrisse 1857-58, Ed. Siglo XXI, tres volúmenes, México, 1971-1976.
11 Sobre este rol histórico singular de esta ‘macroregión’ del sur de México, y en especial sobre su papel dentro de la Revolución Mexicana, cfr. nuestro ensayo, Carlos Antonio Aguirre Rojas, “Chiapas y la Revolución Mexicana de 1910-21. Una perspectiva histórica” en el libro Para comprender el mundo actual. Una gramática de larga duración, Ed. Centro Juan Marinello, La Habana, 2003.
12 Sobre esta actitud con vocación de futuro de dicha América indígena rebelde, que en los últimos lustros se ha constituido en un protagonista central de los movimientos anticapitalistas actuales, cfr. Immanuel Wallerstein, “Pueblos indígenas, coroneles populistas y globalización” y “Bolivia, Bush y América Latina”, comentarios números 33 (año 2000) y 124 (año 2003), que pueden encontrarse en el sitio del Fernand Braudel Center, en la dirección de Internet: http://fbc.binghamton.edu. También el texto de Adolfo Gilly “Historias desde abajo”, incluido como introducción en el libro colectivo Ya es otro tiempo el presente, Ed. Muela del Diablo, La Paz, 2003, y la entrevista “Ahora que lo pienso, 50 años después...: Adolfo Gilly recuerda a mineros, mitos y la revolución en Bolivia” en la revista Historias, num. 6, La Paz, 2003, así como nuestros ensayos, Carlos Antonio Aguirre Rojas, “Chiapas, América Latina y el sistema-mundo capitalista” en el libro Chiapas en perspectiva histórica, Ed. El Viejo Topo, Barcelona, 2002, y “Encrucijadas actuales del neozapatismo. A diez años del 1 de enero de 1994” en la revista Contrahistorias, num. 2, 2004.
13 Sobre este complejo proceso de mestizaje cultural, y sobre las complicadas dimensiones que abarca la cultura en general, además de los ensayos citados en la nota 5, puede verse también Bolívar Echeverría, Definición de la cultura, Ed. Itaca, México, 2002, Carlo Ginzburg, El queso y los gusanos, Ed. Océano, México, 1998, Historia nocturna, Ed. Muchnik, Barcelona, 1991, y Ojazos de madera, Ed. Península, Barcelona, 2000. Véase también Carlos Antonio Aguirre Rojas, “El queso y los gusanos: un modelo de historia crítica para el análisis de las culturas subalternas”, incluido como ‘Introducción’ en el libro de Carlo Ginzburg, Tentativas, Ed. Prohistoria, Rosario, 2004.
14 Fernand Braudel ha explicado muy claramente este punto en su brillante libro Civilización material, economía y capitalismo. Siglos XV-XVIII, Ed. Alianza Editorial, Madrid, 1984, (especialmente tomo I, capítulo II, “El pan de cada día”).
15 Para una interpretación más general de esta Revolución Mexicana, desde esta clave esencial y crítica de los tres Méxicos, cfr. nuestro ensayo, Carlos Antonio Aguirre Rojas, “Mercado interno, guerra y revolución en México. 1870-1920” en Revista Mexicana de Sociología, vol. 52, num. 2, 1990.
16 Sobre este maccartismo absurdo y peligroso, que lamentablemente parece que se prolongará por algunos años más, a partir de la reciente reelección de George Bush Jr., cfr. nuestro ensayo, Carlos Antonio Aguirre Rojas, “El maccartismo planetario. América Latina después del 11 de septiembre” en el Suplemento Masiosare del diario La Jornada, del 7 de julio de 2002, “El 11 de septiembre en perspectiva histórica” en el diario electrónico La Insignia, Sección ‘Diálogos’, del 20 de noviembre de 2001, en el sitio http://www.lainsignia.org, y también “11 de septiembre. Balance crítico un año después” en Le Monde Diplomatique, (Edición Colombia), de septiembre del año 2002.
La encrucijada de los tiempos premodernos, modernos y postmodernos en Latinoamérica
Wallerstein, Immanuel (1997) “¿Cambio social? El cambio es eterno, nada cambia jamás.”Memoria No. 100. P del cemos. México, junio 1997.
Banderas de la Independencia con imágenes marianas: las de San Miguel el Grande, Guanajuato, de 1810.
Banderas de la Independencia con imágenes marianas: las de San Miguel el Grande, Guanajuato, de 1810.
Marta Terán
Dirección de Estudios Históricos
Instituto Nacional de Antropología e Historia
(Las banderas de los Dragones de la Reina que comandaba el capitán Ignacio Allende son nuestras primeras banderas militares y propiamente mexicanas. Poner fin a su búsqueda y confirmar su autenticidad en España ocurrió gracias a la red H-México, por cuyos diez años felicito a sus creadores).
Hechas para la guerra
El concepto Independencia mexicana inmediatamente evoca a la Virgen de Guadalupe en la descubierta de los contingentes que se levantaron en armas la mañana del 16 de septiembre de 1810. El lienzo al óleo de la virgen de Guadalupe que se tiene considerado como la bandera de guerra de Miguel Hidalgo, junto con un estandarte religioso guadalupano que también acompañó a sus tropas, hoy se encuentran en el Museo Nacional de Historia del Castillo de Chapultepec. En una sala donde se reúnen, a la vez, con las pocas y famosas banderas de la Independencia que se conservan y son posteriores a este primer movimiento: la conocida como “El doliente de Hidalgo”, la muy celebrada bandera de José María Morelos que porta un águila, y la Trigarante; esta última con la que Agustín de Iturbide declaró la independencia una década después de que comenzara la guerra. Se exhiben, en vitrinas, al pie del gran mural de Juan O’Gorman, quien pinceló a todas en una obra sumamente representativa de la interpretación liberal de la Independencia y de la pintura de historia mexicana de mediados del siglo veinte, donde parece congelarse el tiempo de la sala.
El óleo de la Virgen de Guadalupe comienza la secuencia de las banderas. Se tomó al paso de la parroquia de Atotonilco el 16 de septiembre, al medio día, viniendo de la congregación de Dolores rumbo a la villa de San Miguel el Grande. Encontró un lugar central entre los colaboradores más próximos del cura Miguel Hidalgo aunque fue capturado demasiado pronto por los realistas en las cercanías de la ciudad de México. Por haber sido la imagen que incorporaron con gritos y ovaciones los rancheros, al perderse, su sitio se fue cubriendo con otros lienzos y estandartes de entre aquellos que llevaba la gente al sumarse o que se recogieron al paso. En este primer movimiento caracterizado por la concentración de enormes multitudes alrededor de los jefes rebeldes, se defendieron para bien o con saldo de sangre muchas y vistosas imágenes guadalupanas (para tener en cuenta las no capturadas y descontar las estampitas) pues en los tempranos enfrentamientos de Las Cruces y Arroyo Zarco los realistas dieron noticia de las primeras que arrebataron a los rebeldes. Los partes militares registraron la captura, además, de al menos otros dos lienzos guadalupanos (uno, el de Atotonilco) en la clásica batalla de encuentro en Aculco que libraron sin desearlo ninguna de las partes. Al año siguiente en el Puente de Calderón, cerca de Guadalajara, tras una ruidosa victoria el general Félix María Calleja obtuvo cinco banderas y dos estandartes. De los siete, cuatro portaban a la Virgen de Guadalupe. En el libro: Banderas, estandartes y trofeos del Museo del Ejército, Luis Sorando Muzás detalla:
Del Regimiento de Dragones de España, los dragones José Terán y José Ordaz, cogieron cada uno una bandera, “trayendo prisionero el primero al que la llevaba y matando el segundo al conductor de la otra”. Eusebio Balcázar, de los Dragones de México, “se apoderó de una bandera con la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, dando muerte al que con obstinación la defendía”. Mariano Becerra, cabo del Regimiento Querétaro, “tomó una bandera que habían abandonado los enemigos en un cañón”. El cabo José Eleuterio Negrete y los soldados Florentino Valero y Victoriano Salazar, todos del Regimiento de San Luis, “cogieron dos estandartes” y el dragón de San Carlos, Sixto Zabala mató al capitán Sánchez, de los insurgentes, mientras que el granadero Albino Hernández, del Regimiento Querétaro, “se apoderó de una bandera azul con la imagen de Nuestra señora de Guadalupe que aquel traía”.
Si hablamos de los estandartes, cuya muestra tenemos en el que se exhibe en la sala de banderas del Castillo de Chapultepec, así como de las imágenes guadalupanas capturadas que se han mencionado, estaríamos hablando de artefactos religiosos que se resignificaron como utensilios de guerra ante la pasión de los hombres de entonces por marchar detrás de sus imágenes, emblemas y divisas. Así, del parte militar de Calleja surgió mi curiosidad por las banderas guadalupanas que se contabilizaron tras la batalla de Calderón ¿Objetos religiosos reutilizados como divisas? ¿Imágenes de Guadalupe elaboradas especialmente para la guerra? Guiándome por una referencia decimonónica publicada dos veces en el siglo veinte, comprendí que unas gemelas y que marcharon siempre juntas (las que capturaron José Terán y José Ordaz) se dieron a conocer por primera vez el mismo 16 de septiembre día del Grito, pero en la noche y en la villa de San Miguel el Grande. Quien las ideó y quizás patrocinó fue el capitán de la Primera Compañía de Granaderos, don Ignacio Allende, para enarbolar a sus Dragones de la Reina, los primeros militares que se declararon contra el gobierno Español. Por la defensa de una patria que juraron salvar con las armas, creyendo en riesgo, junto con un puñado de religiosos, rancheros y notables de Guanajuato, inmediatamente secundados por gente de todos los grupos que componían la sociedad colonial.
Con ellas, Allende y el cura don Miguel Hidalgo “levantaron el grito de la insurrección” (diría después el general Calleja) al llegar a San Miguel provenientes de Dolores, donde se les esperaba con festejos para culminar un día triunfal. Como en toda situación de guerra (todo el imperio estaba en guerra contra los franceses) en el primero se había depositado el mando militar y en el otro el mando político del levantamiento. Estas banderas de San Miguel de dos caras que, para nuestra sorpresa, portaban en la faz del reverso al águila emblemática mexicana, orientaron cuatro meses la marcha de Allende adelante de las columnas de su Primera Compañía. Es decir, entre el 16 de septiembre de 1810 y el fatal 17 de enero de 1811, en el que sobrevino la batalla más importante y definitiva entre ejércitos regulares: los desafectos al rey dirigidos por Allende y los leales al rey por Calleja, en el Puente de Calderón. Y no se duda que ondearon cuatro meses y allí fueron capturadas ya que sus características responden a las señas dictadas por el vencedor, en la única descripción que se conoce y conserva en el Archivo General de la Nación, la "Nota de las alhajas y muebles que el virrey de Nueva España remite al Excelentísimo Ministro de la Guerra para que se sirva tenerlo a disposición de S.A. la Regencia del Reino”, (Correspondencia de los virreyes, (Calleja) 1814, tomo 268-A, no. 32, foja 107):
Dos banderas sobre tafetán celeste, con la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe y al reverso el Arcángel San Miguel con el Aguila Imperial y varios trofeos y jeroglíficos, las primeras con las que los rebeldes levantaron el grito de la insurrección en la Villa de San Miguel el Grande y que se tomaron en la acción de Calderón del 17 de enero de 1811.
En ese campo de futuras batallas se enfrentaron los soldados realistas y la mayor concentración que los insurgentes lograron reunir, unas cien mil personas y casi cien cañones. Entonces “las insignias con que alzaron los pueblos al principio de la insurrección” (dirá después el general Calleja) cayeron en manos de sus cinco mil y tantos efectivos. Si puso un interés especial en esas dos banderas de San Miguel, que no tuvo para la imagen guadalupana de Atotonilco, ni para las otras guadalupanas que le reportaron en Calderón y otras batallas, ni por los capturados trajes militares de Hidalgo que se los envió al virrey Venegas (anteriores al de Generalísimo que éste llevaba puesto y no perdió); es porque leyó el mensaje repetido y comprendió que habían sido especialmente elaboradas para propiciar una guerra en primera instancia en contra suya. Tres años después el virrey Calleja escribía al ministro de la guerra español lo siguiente:
Entre los miserables despojos cogidos a los Insurgentes de este Reino en las diferentes acciones ganadas por S.M., he hecho separar el retrato del apóstata cura Morelos, la Gran Cruz con la que se condecoraba, las insignias con que alzaron los pueblos al principio de la insurrección y los demás muebles que expresa la adjunta; y habiéndolo todo reducido a un cajón rotulado a V.E. lo remito con esta fecha al Gobernador de Veracruz para que lo dirija en primera ocasión a esa península a disposición de V. E., con el objeto de si los creyere dignos de presentarlos a S.A. se sirva verificarlo con la expresión más sincera de la lealtad y entusiasmo con que las tropas de este Reino están dispuestas a sacrificarse en la defensa de los justos derechos de Nuestro adorado Soberano el Sr. D. Fernando 7º y de los sagrados intereses de la heroica nación a que pertenecen.
Las banderas de San Miguel el Grande se fueron a España en un conjunto de reliquias en 1814, cuyo cajón envió Calleja con dificultades ante las mayores que tenía, entre Puebla y Veracruz, en sus esfuerzos por evitar que se volvieran a concentrar las multitudes alrededor de sus caudillos. El valor fetichista del tesoro es singular: son las piezas que eligió atesorar entre las muchas que ganó en combate, comenzando la enorme colección precisamente con las banderas de Ignacio Allende. Vestiduras de los miembros de la Junta de Zitácuaro, los primeros escudos y sellos y hasta el retrato más famoso de Morelos (hoy en el Castillo de Chapultepec) recordaban a Calleja sus victorias: el fin de los primeros rebeldes en el Puente de Calderón, la expulsión de la Junta de Zitácuaro de su primera sede en 1812, y la dispersión de los insurgentes en Texas en 1813 (con una gran medalla de plata para usarse en el pecho que representaba la alianza de los rebeldes con los angloamericanos). Varios objetos personales habían pertenecido a José María Morelos y a Mariano Matamoros. Trasladarlos a Madrid tiene que ver con que todo se preparaba para la recepción de Fernando VII, vencido Napoleón Bonaparte y restaurada la monarquía de Borbón. El rey premió por sus acciones al general y virrey Calleja, vuelto a España, con el título de Conde de Calderón.
Entre que los trofeos emitidos por Calleja fueron recibidos en el Ministerio de la Guerra español y la fecha de apertura del Museo de Artillería, antecedente del actual Museo del Ejército, se extraviaron algunos. Se sustrajo el collar de más de ochenta topacios con el que aparece Morelos en su retrato, del que pendía una cruz y una medalla de oro con la virgen de Guadalupe en forma de relicario adornado de perlas (sin la información de Calleja nunca lo hubiéramos sospechado porque en dicho cuadro la mano de Morelos que empuña el bastón tapa el relicario). Se perdieron las referencias del cajón rotulado de Calleja que llegaría en 1815; fatalmente se atribuyó a Morelos por la fecha y el retrato. Hubo quien hacia finales del siglo diecinueve dejó testimonio de haber rendido su saludo militar a una de las banderas de San Miguel, la que permaneció por muchísimo tiempo colgada en la pared de una de las salas del Museo madrileño. En 1910, en el Centenario de la Independencia mexicana otro rey, Alfonso XIII, devolvió a México la mayoría de las reliquias que se conservaban en España, entre los trofeos tomados por Calleja y otros militares españoles. Las vemos hoy en el Castillo de Chapultepec. Sin embargo, el rey no envió las banderas de San Miguel. Probablemente se detuvo ante las aspas o Cruces de Borgoña que aparecen en la composición del reverso de cada una y adelante comentaremos. Tan importantes insignias habían sido llevadas a España por Felipe el Hermoso y las usaron los ejércitos españoles desde el siglo XVI hasta 1843. Refuerza esta idea que tampoco devolvió el rey Alfonso una curiosa Cruz de Borgoña procedente de México e interpretada en azul (y no en el reglamentario color carmesí) colocada al pie de una vitrina del Museo madrileño. Aunque varias cosas que no retornaron, ya que desde entonces formaban parte de la colección permanente del Museo, han vuelto en préstamo: algunas se solicitaron, por ejemplo, para la exposición titulada México. Su tiempo de nacer (Ciudad de México, Fomento Cultural Banamex, 1997).
En el Museo del Ejército, cuya sede es el Palacio del Buen Retiro de Madrid, todavía permanecen como piezas semejantes y de dos vistas nuestras discretas banderas de San Miguel, formando parte de los “Trofeos tomados al enemigo” (clasificadas con los números 40.165 y 40.166). Se las tuvo como unas banderas de infantería de 1815, capturadas en el encuentro que en Temalaca propició la detención de Morelos, hasta que en 1999 fueron confrontadas con su única descripción, la de la "Nota de las alhajas y muebles...” depositada en el AGN. Las enseñas de San Miguel pudieron ser identificadas por don Luis Sorando Muzás, quien reside en Zaragoza y es el mayor conocedor de las banderas militares españolas que ondearon entre 1700 y 1843. Por entonces éste elaboraba el Catálogo razonado del Museo del Ejército, cuya referencia bibliográfica se puede consultar en la sugerencia de lectura que acompaña este texto, de donde proceden las ilustraciones del anverso y del reverso de cada una.
Nuestras primeras banderas de la Independencia y primeras militares ya se han restaurado, aunque aún se indica en el Catálogo que fueron “tomadas al cura Hidalgo en el Puente de Calderón”; a este primer movimiento así se le conoce. Tienen por recinto futuro el Alcázar de Toledo porque hace unos años el palacio del Buen Retiro se asignó al Museo del Prado. Con mejor suerte en España que en México continúan casi desconocidas por nosotros; sería deseable que las autoridades del Instituto Nacional de Antropología e Historia gestionaran su visita en México, rumbo al Bicentenario del inicio de la guerra, o al menos unas copias. Cada bandera mide un metro veinticuatro centímetros por uno treinta y siete. De sus dos vistas pintadas sobre tafetán, las del anverso son grandes cuadros blancos con centro en la Virgen de Guadalupe, en posición perpendicular al asta. Una se conservó mejor que la otra pues estuvo colgada en una pared desde mediados del siglo diecinueve hasta pasada la mitad del siglo veinte. La segunda bandera permaneció en una vitrina y por los dobleces perdió una parte. El rostro de la Virgen se preservó y se le ve coronada como patrona jurada de la Nueva España.
El reverso de las banderas son también cuadros de un azul celeste intenso sobre tafetán, que hacen un escudo central. Con el valle de México de fondo, águila y serpiente se encuentran sobre el nopal. El escudo aparece orlado por trofeos que apenas se distinguen: lanzas, alabardas, dos tubos de cañón, un arco con sus flechas, un tambor. El escudo del águila está timbrado por el arcángel San Miguel y todo se presenta perpendicular al asta. A los extremos del águila se despliegan las insignias que entonces ostentaba el ejército borbónico. Me refiero a los dos estandartes o guiones, terminados en picos, uno blanco y otro rojo o carmesí. Están colocados bajo dos banderas con cruces de Borgoña, una roja en fondo blanco y la otra blanca en rojo. Si se compara la pintura, se puede deducir la prisa con la que fueron hechas. Al contemplar juntas las dos faces del reverso, por ejemplo, veríamos que en una los troncos que forman el aspa hacen una equis, mientras que en la otra están dispuestos en cruz. Allende, Aldama, Abasolo y Jiménez pertenecían a los Dragones de la Reina, un tipo de regimiento español que combinaba caballería e infantería y poseía tambores: Los Dragones de forma reglamentaria debían usar, a los lados de su columna, los guiones terminados en farpas o picos tal como aparecen en las banderas de San Miguel. Por la forma y la medida, las banderas sanmiguelenses se parecen a las reglamentarias de infantería. Es decir, a las Cruces de Borgoña en blanco y en carmesí que aparecen sobre los guiones en el reverso de las de San Miguel. Todos los cuerpos militares de la Nueva España las poseían. Con dicha información se puede inferir que las banderas, aunque se estrenaron la noche del 16 de septiembre, se diseñaron del tamaño de las de infantería para iniciar un levantamiento militar originalmente planeado para el día de la fiesta del patrono de la villa, San Miguel arcángel, el 29 de septiembre de 1810.
El conjunto mayor
En el Museo del Ejército de España también se encuentran las famosas enseñas militares de la Independencia que portan las imágenes de la Virgen del Pilar de Zaragoza y la Virgen de la Encina de Asturias (piezas en catálogo con número 21.250 y 23.528 respectivamente). Por Luis Sorando sabemos que se enarbolaron contra los franceses en la península, entre 1808 y 1811. Las banderas con una pequeña Virgen del Pilar en el anverso son dos, pero solamente en el reverso de la primera se puede ver el escudo de Aragón. Las diferencias ciertamente responden a que pertenecieron a cuerpos distintos, al Primer Tercio de Voluntarios aragoneses y al Primero de Voluntarios de Zaragoza. Por su parte, la bandera mencionada que porta a la Virgen de la Encina es muy antigua: fue Pendón de la Compañía de Lanzas de caballería ligera del siglo XVI y del Regimiento de Infantería de Cangas de Onís. Lo sobresaliente es que, ante la invasión francesa, fue retomada y vuelta a tomar por los Voluntarios de Asturias, entre 1808 y 1811.
Estas son todas las banderas de la Independencia con imágenes marianas dentro del Museo del Ejército, es decir, las composiciones excepcionales que llevaron a la guerra algunos cuerpos de voluntarios, sin tratarse de una regla. Llama la atención que hay más banderas de voluntarios sin identificar en dicho Museo aunque con distintas características. Lo interesante es que las banderas de San Miguel, interpretadas en tiempos en que ondeaban las españolas con imágenes marianas, son las únicas americanas que se les asemejan, aunque más en la idea que en la ejecución. Debe subrayarse que hay también en el Museo del Ejército banderas rebeldes de otros virreinatos americanos entre los “trofeos tomados al enemigo”, pero ninguna con imágenes marianas. Si las españolas, en consecuencia, sirvieron para enfrentar a los franceses durante su guerra por la Independencia y fueron visibles entre 1808 y 1811, las mexicanas fueron utilizadas para enfrentar a los españoles y demás europeos (incluyendo a los franceses) entre 1810 y 1811.
Diseñadas como banderas militares, en ellas los criollos de San Miguel plasmaron las causas más amplias con las que dio principio la guerra por la independencia. Digamos que explican tanto el surgimiento como la derrota del primer movimiento, caracterizado por la concentración de enormes multitudes volcadas a la separación de su patria de España. Esta compleja composición simboliza los sentimientos religiosos, de lealtad y patrióticos compartidos por gente de todos los grupos de la sociedad y centrales en las consignas del levantamiento, en las vivas a la Virgen de Guadalupe (por su imagen), al cautivo de Napoleón, rey Fernando (por sus armas) y a México (por su antiguo escudo fundacional). Condensan lo ocurrido entre la primera declaración de guerra española a los revolucionarios franceses en 1793 y la pérdida de la esperanza en el triunfo español, a dos años en Madrid del reinado de José Bonaparte. La Virgen de Guadalupe tenía para entonces más de una década de ser invocada por la iglesia para salvar del Anticristo francés a las dos Españas, la Nueva y la Vieja. El temor al saberse que caían, una tras otra, las ciudades españolas y sus más fuertes defensas armaron la causa de la patria hacia el mes de mayo de 1810, al hacerse común pensar que, perdida la guerra, los franceses desearían tomar estos dominios. Y el gobierno y los españoles peninsulares, que dos años antes habían depuesto al virrey Iturrigaray para evitar cualquier fractura del vínculo colonial, eran los únicos que podían entregar la Nueva España.
Estas reacciones defensivas frente a Europa se manifestaron en una violencia popular extraordinaria contra los españoles peninsulares. El costo de “aislar la patria de cualquier desenlace europeo” fue enorme. Además de la fuerte mortandad de los rebeldes, entre los regimientos que “se fueron formando tumultuariamente” y “los pelotones de la plebe que se les reunió”, de septiembre de 1810 a enero de 1811 murieron degollados y no en batalla más de mil europeos, entre hombres y mujeres: ¡Mueran los gachupines! ¡Muera el mal gobierno! Al tomar las ciudades la gente les gritaba ¡traidores, herejes, judas! Hay estudios de las razones hondas y poderosas que explican desde ángulos económicos y sociales esa violencia contra los españoles. Pero semejante actitud, permitida y hasta alentada por Miguel Hidalgo y sus contingentes más cercanos, no fue compartida sino repudiada por los militares criollos. Es conocida la disputa entre Hidalgo y Allende por no condescender el segundo con los excesos de la plebe y por oponerse a la concentración del mando militar en Hidalgo, proclamado Generalísimo desde Guadalajara. Para cuando Allende dirigió la batalla de Calderón había pasado la oportunidad de formarse un ejército medianamente armado y disciplinado.
El reverso de Guadalupe
Ignacio Allende incorporó en la descubierta de los insurgentes dos águilas imperiales, como les dijo el general Calleja, o el “Timbre del imperio mexicano” según lo llamaban los criollos cultos del siglo XVIII. Ya cautivo, en su declaración final Miguel Hidalgo señaló entre las “Armas” de sus ejércitos, a la Virgen de Guadalupe, al rey Fernando VII, y “algunos también la Aguila de México”; ahora sabemos que fueron las águilas de los Dragones de San Miguel. Dijo Hidalgo:
Que realmente no hubo orden alguna asignando Armas ningunas: Que no hubo más que saliendo el declarante el diez y seis de septiembre referido con dirección a San Miguel el Grande, al paso por Atotonilco tomó una imagen de Guadalupe que puso en manos de uno para que la llevase delante de la gente que le acompañaba, y de allí vino que los regimientos pasados y los que se fueron después formando tumultuariamente, igual que los pelotones de la plebe que se les reunió, fueron tomando la misma imagen de Guadalupe por Armas, a que al principio generalmente agregaban la del Sr. Don Fernando Séptimo, y algunos también la Aguila de México” (Hernández y Dávalos, CDHGI, I, p. 13).
Por las banderas de San Miguel habló una sociedad acostumbrada a las imágenes y a descifrar los mensajes que emitían las composiciones. Que gozó los juegos sugerentes nacidos de sus dos vistas y de alternar tremolando los emblemas de la religión y de la patria: la Virgen de Guadalupe y el águila mexicana. El misterio de la simbiosis de ambos símbolos venía de la tradición religiosa y patriótica iniciada en el siglo XVII (1648) con el primer impreso guadalupano del padre Miguel Sánchez. Una interpretación apocalíptica de la aparición de la Madre de Dios en el Tepeyac, de la que podía derivarse, como profecía, que México tenía que ser una nación soberana. Esa es la secuencia de iconografía a la que pertenecen las banderas de San Miguel, la de las composiciones que asociaron ambos símbolos en la tradición del patriotismo criollo.
Sin embargo, que San Miguel presida esta composición no es una redundancia: el primer general de Dios timbra un águila que, a su vez, está franqueada con las armas del rey y dispone de artefactos para la guerra. Probablemente en estas banderas se entrecruzaron no una, sino dos profecías. El autor de la segunda fue el jesuita Francisco Javier Carranza, quien, exactos cien años después del padre Miguel Sánchez, en un sermón por excéntrico conocido (1748) hizo saber a la Nueva España que el Asiento de San Pedro pasaría a la cabeza de la cristiandad en América, a la ciudad de México, de perseverar las guerras europeas. Entonces, si San Miguel timbra la composición del reverso de las banderas no se trata de señalar que el águila (ya) prestó sus alas a la Virgen para descender en el sitio predestinado después de haber sido derrotado el mal por el primer general en la lucha contra Satanás. Aquello que infirió Miguel Sánchez al argumentar teológicamente la aparición de la Madre de Dios en México. Esta vez, el águila tenía que prestar sus alas a la iglesia para que pudiera salvarse del Anticristo poniendo un océano de por medio, según el padre Carranza. Todo parece sugerir, entonces, una tercera tarea mítica del águila imperial mexicana: hacer la guerra santa y salvar a la iglesia universal en tiempos de la invasión napoleónica, si la segunda fue prestar sus alas a la Madre de Dios para que descendiera en este suelo y su tarea primigenia consistió en fundar México.
Habría que reconocer que todo fue más complejo en comparación con lo que se nos enseña en los libros de texto y los museos. Ignacio Allende fue quien incorporó las primeras águilas a la insurgencia y no Morelos. Pero los insurgentes no se abanderaron únicamente con muchas imágenes de la Virgen de Guadalupe, o con las águilas heráldicas mexicanas los primeros cuatro meses. O con el rey Fernando, como indicó Hidalgo, un fenómeno que parece más bien de las ciudades y villas donde las estampas del rey se vendían desde 1808. Queda por resaltar que del mismo modo y con suma gravedad se vieron desfilar los guiones militares y las aspas de Borgoña en los flancos insurgentes, semejantes a los que están pintados en las banderas de San Miguel y poseían por duplicado los regimientos, también los que dieron la espalda al gobierno español junto con los Dragones: los regimientos provinciales de Valladolid (hoy Morelia), los Dragones de Pátzcuaro, los batallones de Celaya y Guanajuato, de Querétaro, en fin. Para la cita en el Puente de Calderón los militares rebeldes ya habían perdido varias insignias del rey en batalla. En Aculco, los realistas se ganaron dos del regimiento de Celaya y una del de Valladolid. Otra bandera con un Aspa de Borgoña fue capturada cuando apresaron a Hidalgo en Acatita de Baján, en 1811. Pero el mayor lote de banderas insurgentes fue arrebatado una semana después al sobrino del cura Hidalgo, Tomás Ortiz. El 2 de enero de 1812 Calleja también tomó en Zitácuaro un nuevo lienzo con la Cruz de Borgoña y varios meses adelante se recogieron otras. Una, a las tropas de José María Morelos en la acción del Cerro del Calvario, parte del sitio de Cuautla de 1812. La mencionada Cruz de Borgoña azul que existe en el Museo del Ejército español y procede de México pudiera ser alguna de ellas. En campaña, las aspas de Borgoña y los guiones reglamentarios de los regimientos ondearon en las dos formaciones militares opuestas por la guerra, hasta casi la restauración del rey en 1814. Si el ejército había comenzado a perfeccionarse para la defensa continental desde la década de 1790, al dividirse en 1810, como diría el profesor Christon Archer, una parte logró casi sofocar la rebelión que la otra hizo encender. Después de la restauración de Fernando Séptimo los insurgentes abandonaron la causa del rey pero no las de la religión y de la independencia. Las Tres Garantías de 1821 fueron la Unión, la Religión y la Independencia.
Sugerencia de lectura. Sobre los debates de dos siglos acerca de las imágenes guadalupanas atribuidas a Hidalgo, es muy ameno el libro de Jacinto Barrera Bassols, Pesquisa sobre dos estandartes. Historia de una pieza de museo (México, Ediciones Sinfiltro, 1995). Para comprender lo que son y lo que significan las imágenes juradas en la Nueva España es imprescindible leer, de Jaime Cuadriello, “Visiones en Patmos-Tenochtitlan. La Mujer Aguila” (en Artes de México. Visiones de Guadalupe, México, Revista libro bimestral no. 29, 1995). Una lectura obligada para acercarse a las tradiciones que confluyeron en la actual bandera mexicana es el libro de Enrique Florescano, La bandera mexicana. Breve historia de su fundación y simbolismo (México, FCE, 1998. En Taurus hay ediciones nuevas desde 2000). Sobre la formación de los ejércitos opositores y la guerra, ver de Christon I. Archer, El ejército en el México borbónico, 1760-1810 (México, FCE, 1983). De Estéban Sánchez de Tagle hay que consultar: Por un regimiento el régimen. Política y sociedad: la formación del Regimiento de Dragones de la Reina de San Miguel el Grande (México, INAH, 1982). El conjunto mayor de las banderas hispanas quien mejor lo tiene comprendido es Luis Sorando Muzás. Suyo es el libro: Banderas, estandartes y trofeos del Museo del Ejército, 1700-1843. Catálogo razonado (Madrid, Ministerio de Defensa, 2000). En México, las banderas se han publicado en los ensayos de Marta Terán, “La virgen de Guadalupe contra Napoleón Bonaparte. La defensa de la religión en el Obispado de Michoacán entre 1793 y 1814” (Estudios de Historia Novohispana, 19, Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, 1999); y “Las primeras banderas del movimiento por la Independencia. El patrimonio histórico de México en el Museo del Ejército español” (En el libro de Eduardo Mijangos: Movimientos sociales en Michoacán. Siglos XIX y XX, Morelia, Universidad Michoacana, 1999). En los tomos de la Colección de documentos para la historia de la Independencia de México, de 1808 a 1821, CDHIM, editada por J. M. Hernández y Dávalos (México, José María Sandoval impresor; existen muchas ediciones), el interesado puede leer los más importantes partes militares que se mencionaron junto con la voz de Hidalgo. La paleografía de la “Nota sobre las alhajas...” de Calleja, se publicó sin su referencia del AGN, en el Boletín del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía (Cuarta época, Tomo I, México, Talleres Gráficos del Museo Nacional, 1922, p. 63). Ernesto Lemoine citó la descripción escueta de las banderas aunque ya con su remisión a la Correspondencia de los virreyes, en su Morelos y la revolución de 1810 (Morelia, Gobierno del Estado de Michoacán, 1978, p.234).