sobre Zárate Toscano, Los nobles ante la muerte en México. Actitudes, ceremonias y memoria (1750-1850),

Autor: 
Oscar Iván Calvo Isaza
Institución: 
Posgrado en Historia y Etnohistoria ENAH
Síntesis: 

sobre Verónica Zárate Toscano, Los nobles ante la muerte en México. Actitudes, ceremonias y memoria (1750-1850), México, El Colegio de México, Instituto Mora, 2000.

 

Por Oscar Iván Calvo Isaza,

Posgrado en Historia y Etnohistoria ENAH

<enchinchados@aol.com>

 

LA MUERTE EN FUGA, LA MUERTE PRESENTE

 

Preliminar

 

Este breve ensayo recoge algunas anotaciones que he realizado a partir de la lectura del libro Los nobles ante la muerte en México. Aquí he preferido explorar de forma libre y no repetir el contenido de la investigación de Verónica Zárate, con la intención de enriquecer y sugerir alternativas para su lectura, sin adelantar una reseña en un sentido formal; así, muchas veces, presento análisis o desarrollos sobre la problemática que son de mi propia responsabilidad y que no aparecen explícitamente en su texto. Trato de señalar un problema relevante para la tanatología histórica en México (que aquí voy a denominar “nacionalización de la muerte”) como una opción interpretativa, en un contexto preciso, de los planteamientos del libro Los nobles ante la muerte. El objetivo de este escrito será indagar, proponiendo algunas hipótesis muy generales, cómo se produjo una mayor diferenciación de en las maneras de aprehender la muerte a partir del siglo XVIII, con referencia al “movimiento” en la sociedad y la cultura novohispana de la época.

 

La nacionalización de la muerte

El interés sobre la muerte en Europa se relaciona con los cambios geopolíticos que se precipitaron en la segunda posguerra, especialmente tras la descolonización de Asia y África, cuyas implicaciones fueron visibles en planteamientos sobre la otredad con un claro enfoque antropológico. Roto el nexo colonial de viejo cuño, el interés de los investigadores se desplazó de las sociedades no occidentales hacia los países industriales para descubrir, esta vez, lo otro, lo exótico y lo anacrónico que habían sido acallados por el progreso capitalista. Los muertos, reprimidos del pensamiento, esterilizados en los hospitales, arrojados a los extramuros o pulverizados en las cámaras crematorias, tuvieron entonces algo que decir sobre cómo se había gestado la modernidad. Y así, desde la década de los setenta, historiadores franceses como Chaunu, Vovelle y Ariés, propusieron metodologías y modelos interpretativos que sugerían, justamente, la necesidad de estudiar las transformaciones de las actitudes ante la muerte, comprendidas a la manera de estructuras de larga duración.

 

Hace veinte años, en 1981, Juan Pedro Viqueira afirmaba que " [...] nadie ha hecho una reconstrucción histórica de las actitudes ante la muerte en México, basándose en fuentes primarias [...]." y que esta carencia presuponía observar la originalidad del trato mexicano con la muerte a la manera de un hecho atemporal y común a todos grupos sociales. Ya aquí Viqueira señalaba, aunque sin comprenderlo plenamente, el problema teórico fundamental para la apropiación de la tanatología histórica en la mayor parte de América Latina y, por supuesto, en México: para nuestros países, en oposición a los de Europa occidental, la muerte no es sólo un asunto del pasado, de pura historia o sui generis; se trata, en cambio, de un evento que todavía articula las prácticas sociales de millones de personas y cuyo influjo trasciende, incluso, en formulaciones modernas de nacionalidad.

 

Con esto no quiero decir que la muerte sea un fenómeno común o invariable entre todos los latinoamericanos y, para saldar dudas, voy a adelantar una definición sintética. La muerte es un acontecimiento que sólo adquiere vida por medio de la actividad humana y cuyo significado únicamente es comprensible en sociedad. La suspensión completa e irreversible de las funciones orgánicas es inherente a la vida de la especie humana, es un hecho biológico, pero no en todas las épocas ni aún en todas las sociedades se ha entendido o entiende idénticamente el fin de la existencia. Nadie sabe cuando nace que la muerte le espera: el óbito, al igual que la vida de los hombres y las mujeres, toma forma por medio del aprendizaje y en esa medida también es un lugar privilegiado para observar en distintos niveles la cohesión y la diferenciación social o cultural.

 

Siguiendo esta definición puedo arriesgar una hipótesis, a saber, que en la mayor parte de Latinoamérica (con sus límites entre los Andes centrales y Mesoamérica) las actitudes ante la muerte están ampliamente diversificadas histórica, social y culturalmente, o en otras palabras, constituyen un palimpsesto con capas que se sobreponen tanto en el tiempo como en el espacio. Para nosotros la muerte no es un asunto pretérito, pues en nuestros países aún conviven el trabajo ritual con los muertos y al tratamiento aséptico de los cadáveres, atravesados por múltiples estrategias de hibridación cultural, sin que ninguno pueda ser considerado periférico, anacrónico o exótico. A grandes rasgos esto podría ser lo común, pero todavía queda corroborarlo a la luz de los matices que pueda ofrecer cada país o región desde una perspectiva comparada, tarea que sin duda sería uno de los desarrollos deseables y necesarios para enriquecer nuestros conocimientos acerca de la muerte, sin perder de vista su conceptualización problemática como un aspecto particular de los estudios sobre la sociedad y la cultura.

 

Por lo pronto es posible destacar la singularidad de México, que es el país relacionado directamente con el objeto del presente ensayo. Ésta no se debe, como se cree usualmente, a una mayor cercanía de los mexicanos con su destino trágico, debido a la presencia antigua y la persistencia histórica de las sociedades mesoamericanas. Aunque de hecho tal familiaridad ancestral con los muertos es indiscutible, en otras regiones del continente (v.g. Bolivia) se podría corroborar, con todos los matices, una situación similar. El problema definitivo en el México contemporáneo es más bien la nacionalización de la muerte, como una tradición inventada en los términos propuestos por Eric Hobsbawm porque, precisamente, "nada parece más antiguo, y ligado a un pasado inmemorial" en este país que el culto a los muertos. Me refiero a un proceso por el cual la historia nacional reestructuró las imágenes del pasado, alquimia que le permitió convertir al trabajo con los muertos en una fiesta patria: "La adaptación tomó el lugar de los usos viejos en condiciones nuevas y por el uso de modelos antiguos para propósitos nuevos."

 

¿Cómo y cuándo se desplegó esta tradición inventada? ¿Será hija del nacionalismo revolucionario y su "México Mestizo"? Si este es el caso, la inversión de significados que genera esta nacionalización, concepto moderno, en una época en la cual la muerte aparece desvalorizada, muestra muy bien la síntesis histórica y cultural mexicana, original y universal a la vez; mientras en otros países se enmarcan las prácticas funerarias de grupos sociales dominados o excluidos como frutos folclóricos, exóticos o de la superstición, en México los muertos hacen parte de los bienes inalienables de la Nación. Pero como en todas las composiciones de esta especie, la voz que llena el espacio sagrado de la patria puede silenciar la presencia de múltiples rumores y, al armonizar tal polifonía, la nacionalización de la muerte hace parecer que ni en el presente ni en el pasado los mexicanos percibiesen la muerte de maneras disonantes.

 

Hasta aquí no he mencionado en ningún lugar el trabajo de Verónica Zárate Toscano y con premeditación dejé para el final de este apartado mi primer comentario. Además de la impresionante documentación y la versatilidad del texto, cosa que abordaré en el final del siguiente apartado; el mérito más sobresaliente del texto es emprender con gran valor un viaje al pasado, sin caer en la tentación de lo que aquí he denominado la nacionalización de la muerte. No deja de producir sospechas que la historia y la antropología hayan descuidado en nuestro medio investigar las cultura de los grupos dominantes. Situado pues en un contexto historiográfico, como el que intentamos esbozar en las líneas anteriores, se puede comprender la profundidad histórica de un libro que se ha volcado a decir cómo eran las actitudes, ceremonias y la memoria entre un grupo que incorporaba las principales actividades productivas de su época y concentraba buena parte de la riqueza, en qué forma se comportaban, en fin, Los Nobles ante la muerte en México.

 

Muertos en movimiento, muertes diferentes

Es en el siglo XVIII cuando se verifica el inicio de un largo proceso de separación entre los muertos y los vivos, que sólo puede ser corroborado en la larga duración. La clave que introdujo la Ilustración, a través del pensamiento racional, fue el funcionamiento mecánico del universo; para los contemporáneos dios, el único relojero, no jugaba a los dados, y por eso resultaba posible descubrir la ley fundamental del movimiento. Entonces se consideró al cuerpo humano como una máquina y la ciudad como un organismo viviente, en un continuo más o menos definido entre mecanismo y medio ambiente. Prevalecía, sin embargo, una concepción humoral de la enfermedad, correspondiente a los cuatro elementos que constituían el mundo: agua, fuego, tierra y aire. La inmovilidad del aire, al cual se le adjudicaba una composición orgánica, fue así comprendida a la manera de un peligro inminente para la salud humana; la desorganización de la materia, el incontenible paso de la muerte sobre la tierra, arrojaba a la atmósfera partículas olorosas o miasmas, invisibles pero letales para el equilibrio humoral del cuerpo humano: entonces, la lucha contra enfermedades epidémicas fue asociada al movimiento, único estado que podía purificar el aire y liberarlo de su carga putrefacta.

 

A través de la razón se pobló todo el universo de fuerzas y agentes dañosos o, incluso se previó la necesidad de purificar la ciudad limpiándola de la pobreza. Higienizar las ciudades requirió hacer que los fluidos circularan libremente y remover la materia orgánica en descomposición, esto es, todo aquello que secretaba la urbe, y esto implicó por primera vez considerar a los cadáveres como desechos orgánicos infectos. Desprovistos de movimiento aparente, difuntos en fin, su enterramiento y exhumación constante en las iglesias producía exhalaciones telúricas, cuya percepción queda clara en la siguiente sentencia de 1793:

 

Con Dardos aún más activos

Que allá en la Troyana Guerra

Desde el centro de la tierra

Los muertos matan los vivos.

 

Era preciso moverlos hacia afuera, aislarlos, para librar las ciudades de la enfermedad y, en ese sentido, la formación de cementerios fue par de la apertura de avenidas, la disposición de basureros en extramuros y la construcción de atarjeas, como estrategia de evacuación general de los peligros que acechaban la vida social.

 

Aunque el carácter insalubre asignado a los cementerios era un lugar común desde el siglo XVI, sería el pensamiento ilustrado el que articularía una nueva actitud ante la muerte, forjada inicialmente en la Francia ilustrada. Después de varias medidas locales en este sentido, finalmente Luis XVI dictó en 1776 una providencia para prohibir, con notables excepciones, el entierro de cadáveres en las iglesias. Con alguna dilación, el imperio español ordenó también en 1778 -Real Cédula del 3 de abril- la construcción de cementerios comunes en un lugar ventilado fuera de las ciudades, y reiteró las prescripciones anteriores con respecto a las personas que podían ser enterrados en las iglesias (aquellas por cuya muerte se siguieran procesos eclesiásticos de virtudes y milagros). Es de notar que esta Cédula Real sería, por lo menos en Nueva Granada, Venezuela y México, la base de la legislación en materia funeraria de las nuevas repúblicas en el siglo XIX. La presencia del cólera después de 1830 (primera manifestación transnacional de esa enfermedad), aunada a la persistencia del tifus, entre otras enfermedades epidémicas, puso de presente tal sincronía. Por lo pronto, esta leve comparación nos permite entrever que durante las últimas décadas del régimen colonial y las primeras del republicano, la medida en cuestión fue adoptada como recurso de contingencia frente a las epidemias y no produjo necesariamente la edificación de cementerios fuera de la ciudad, aunque sí la disposición de camposantos especiales para los cadáveres infectos.

 

En cada ocasión que se presentaba una crisis de mortalidad abundaban los panfletos, las rimas y los llamados oficiales, a la vez que se aprestaban nuevos terrenos destinados a fosas comunes "bien aireadas"; terminada la epidemia o la hambruna, tal agitación desaparecía y los fondos asignados para edificar cementerios se esfumaban, hasta que aparecían nuevos signos de contagio, infección o escasez. En general, la persistencia del enterramiento elitista ad ecclesia y la definición del cementerio como fosa común estuvo dominada por una inversión de la norma: las "licencias" de inhumación en las iglesias debían precaver el dinero para la edificación del cementerio extramuros. Aunque el conocimiento actual sobre la etiología de las enfermedades epidémicas (derivado de la revolución microbiológica pasteuriana) no concuerda en nada con las definiciones de la época, se puede indicar que la continuidad cíclica del régimen demográfico del "antiguo régimen" coincide en términos generales con los periodos sucesivos en los cuales se difundieron y aprendieron nuevas maneras de vivir la muerte. Si desde finales del siglo XVIII la ciencia ilustrada empezó a trastocar las conductas humanas ante la muerte e introdujo la idea de que ésta podía ser combatida con medidas de higiene, las crisis periódicas de mortalidad -que anulaba total o parcialmente el crecimiento natural de la población-, sirvieron a la manera de umbrales para su significación social.

 

En la Nueva España la política de "reconquista" borbónica, introducida a cuentagotas en el transcurso del último tercio del XVIII, intentó acomodarse al ciclo de crecimiento mundial entre la segunda y la octava década de 1700: si en ese periodo la minería representó la actividad más dinámica de la Nueva España, encadenando sectores como la agricultura, la producción textil y el comercio, en la misma proporción, los comerciantes urbanos fueron el grupo de empresarios que jalonaron la integración de los mercados regionales en la economía novohispana, y de ésta con el comercio oceánico. Esta época de "prosperidad" y expansión de los mercados estuvo respaldada por una mayor disponibilidad de mano de obra, pero el notable crecimiento demográfico de los dos primeros tercios del siglo XVIII se había detenido ya casi por completo hacia 1770 debido, por una parte, a los episodios de hambre y enfermedad que sufrió la colonia en las décadas siguientes y, por otra, acaso más significativa, a una transformación de las relaciones de la población con los recursos totales disponibles y de la población con los medios producción. La tendencia al alza en los precios y la baja elasticidad de la oferta de alimentos se debió al rezago tecnológico de la agricultura, que impidió un incremento de su productividad y bloqueó una expansión que pudiera tomarle el paso al crecimiento de la mano de obra. A su vez, la continua importancia de la "economía de subsistencia" como estrategia para mitigar las oscilaciones de la economía de mercado, acrecentó los problemas de abastecimiento en las ciudades y llevó la producción de cereales a manos de grandes productores, quienes pudieron especular a su antojo en tiempos difíciles. Este contexto, la persistencia de los precios elevados y las hambrunas en las últimas décadas de la colonia, permite calificar el periodo posterior el "año del hambre" como "una larga crisis de subsistencia de 25 años de duración, puntuada por disminuciones de corto plazo."

 

El inicio de este periodo crítico coincide a grandes rasgos con la introducción de las nuevas prédicas higiénicas en México, lo que indica una notable contradicción, porque mientras se quería poner a la muerte en fuga, quizá muy pocas veces estuvo tan presente para quienes eran más susceptibles al hambre y la enfermedad. Pero la expansión de la economía ya había dejado una huella definitiva: ¡los ricos se vuelven más ricos y los pobres más pobres! Esto significó que la mayoría de la población se aferrara a sus muertos para intentar combatir a su lado los avatares de un presente incierto, mientras que para las élites una nueva actitud ante la muerte no sólo reportaba la transferencia o imitación de los valores ilustrados europeos, sino su apropiación compleja como elementos de distinción y prestigio en una trama social ampliamente diferenciada. Por eso sería conflictivo comprender la prédica ilustrada sólo con referencia a la enfermedad, pues, en realidad, la racionalización del pensamiento religioso jugó también un importante papel en las políticas que propendían por la exclusión de los cadáveres de las ciudades y la represión del pensamiento de la muerte. En 1766 la Real Audiencia prohibió la asistencia a los cementerios y reforzó la prohibición de ingerir bebidas embriagantes después de la nueve de la noche; en la década siguiente, el administrador del Hospital Real de Naturales cerró el camposanto anexo y prohibió cualquier ingreso. Este hospital, donde se trataban los indígenas enfermos de la ciudad y de los pueblos vecinos, albergaba los cadáveres de aquellas personas que habían fallecido allí, incluso durante las epidemias. Al reiterar tal decisión el virrey argumentó, en 1779, que el culto se convertía en una fiesta, en la cual se comía y bebía en relación directa con los sepulcros. Medidas como éstas para erradicar el trabajo con los muertos de la ciudad, ponen de relieve el repudio de las élites ilustradas a las prácticas funerarias de los indígenas (comprendidas también cómo una oportunidad de trasgresión social) y la nueva versión de la fe que pretendían imponer.

 

Cabe resaltar que la iglesia católica compartía la racionalización de las prácticas mortuorias como parte de una religión más personal y más íntima, opuesta a la exuberancia barroca. Pero otra idea tenían en mente los gobernantes ilustrados para quienes la muerte confería un poder extraordinario al clero. No se puede perder de vista, por un lado, que muchos conventos y parroquias obtenían la mayor parte de sus ingresos a través de los pagos por el derecho de inhumación y, por el otro, que los legados testamentarios (el más común en forma de capellanías) permitieron al clero amasar grandes capitales y controlar el crédito en la Nueva España. Al invertir los términos en que las ha estudiado la economía histórica, podríamos comprender de una manera alternativa estas instituciones basadas en el dominio del más allá: si la prohibición en 1770 de los legados adjudicados in articulo mortis expresa ya la tensión que podía generar la economía de la salvación, la consolidación de vales reales y la redención de capitales en manos muertas (1804) fue una fórmula radical de enajenación de las oraciones para los difuntos por parte de un poder terrenal.

 

Todo esto lo podemos comprender mejor con el libro de Verónica Zárate, quien, a través de un cuerpo documental muy sólido, analiza la manera cómo un grupo social determinado, la nobleza, pensaba, actuaba, sentía, imaginaba y moría en México entre 1750 y 1850. La huella que articula su investigación es el testamento (el punto de vista del testador), pues a partir de él se construye un tejido de relaciones complejas con diversos materiales (otros puntos de vista) y se crea una fuente original de análisis cuantitativo: la base de datos Nobleza Mexicana. La autora comprende y explica con claridad los alcances y limitaciones de los testamentos (actores, tipos, estructura y contenido), por y para quiénes, cuándo y cómo fueron producidos estos documentos. La parca está allí, pero los documentos no sólo refieren a ella. Al considerar "[...] que las actitudes ante la muerte reflejan características de un grupo social determinado.", se remite al estudio de la nobleza (origen, actividades, sustento, titulación, prestigio y honor), para descubrir que los estereotipos dominantes después de la independencia (ociosidad y parasitismo) pueden ser cuestionados o, por lo menos matizados, acudiendo a la información disponible. Incluye también en su trabajo a la familia (cónyuges, descendencia, allegados y criados), en cuanto ésta representa un medio social de aprendizaje clave para estudiar las tradiciones y la memoria que promueven o desestiman ciertas actitudes y conductas entre la nobleza; además, ofrece datos valiosos sobre la concepción patrimonial del parentesco y el dominio patriarcal del clan de élite.

 

Por medio de los testamentos, cómo no, Verónica Zárate nos guía por las encrucijadas del alma entre algunos nobles (mundo divino, santos, intercesores celestes y terrestres), para describir la manera en qué el "más allá" obra milagros en el "más acá" construyendo templos y legando un dinero obligado para varias misiones; erigiendo, asimismo, cuantiosas capellanías para que los párrocos rezaran millones de padrenuestros y oficiaran miles de misas por el eterno descanso de su alma. La autora relata con pormenores del transe fatal (enfermedad, agonía, confesión, comunión, extremaunción, expiración, comunicación de la muerte y el duelo) y los rituales funerarios solemnes (procesión, formas y lugares de enterramiento, misas, honras, piras y epitafios).

 

Un aspecto que vale notar acerca de este libro es la acertada inclusión de un balance historiográfico de las investigaciones sobre las actitudes ante la muerte entre la nobleza francesa española y americana, definiendo desde una óptica comparada su problema de investigación. En el siglo de Las Luces esto tenía un significado especial porque las imágenes cortesanas metropolitanas eran el punto de referencia obligada para la aristocracia titulada en América. El aparato bibliográfico trabajado por la autora le permite, además de notar las comunidades con la nobleza ultramarina, destacar cuando es preciso las diferencias y la especificidad del caso novohispano.

 

En Los nobles ante la muerte la constitución de una aristocracia titulada corresponde a un proceso tardío en América, particularmente marcado en el siglo XVIII. Los nobles refrendaron su posición en la sociedad a través del honor, el prestigio y el parentesco, exteriorizados en el boato y la distinción que están presentes en todos los actos de su vida; la muerte, justamente, representa un acontecimiento en el cual se pueden observar los nexos entre lo terrenal y lo celeste, lo privado y lo público, lo colectivo y lo individual, como requerimientos específicos de cohesión de este grupo social, aprendidos y memorizados eficazmente. Al testar los nobles precavían los asuntos terrenos, pero también debían ocuparse de sus almas, así “pueden distinguirse -afirma Zárate- al menos tres distintos momentos en torno a la muerte. El primero, de naturaleza más intima, tenía características tan específicas como la familia en cuyo seno se producía el deceso. El segundo rompía el ámbito de lo familiar y permitía la intervención de elementos externos que sancionaban la muerte desde el punto de vista religioso, político, médico, jurídico, social. Finalmente, el difunto ingresaba totalmente al dominio público y se hacía acreedor a todo tipo de demostraciones hacia su persona y sus sobrevivientes.”

 

Verónica Zárate plantea que las observaciones de Vovelle sobre la descristianización de las actitudes ante la muerte no se reprodujeron en México en el periodo de su estudio (1750-1850), pero admite que sí se generaron nuevas conductas ante la muerte, correlativas a una fe liberada de sus ataduras mundanas: “la piedad se fue manifestando paulatinamente en una forma más íntima, menos apegada a los detalles materiales”. Hacia el final del siglo XVIII se hizo perceptible un interés cada vez mayor por ser enterrado sin el fausto que caracterizó las celebraciones barrocas, prefiriendo un cierto anonimato (que no deja de ser ostentoso) y las misas por sus almas.

 

Una sugestiva propuesta, no desarrollada en Los nobles ante la muerte, se deriva de la cesación de títulos nobiliarios en 1826 y el cambio del estatus jurídico de los nobles en la república. Aunque los aristócratas participaron en ambos bandos durante la lucha de independencia, algunos se asimilaron rápidamente al nuevo régimen. Aún más, unos valores sacros hasta entonces no reconocidos se perfilan ahora en epitafios de los antiguos nobles: "distinguido y virtuoso ciudadano" o "firmó el acta de independencia de México". Lo anterior indica la importancia que adquiere la madre patria, como significante de la muerte, y ella misma en tanto portadora de los valores sagrados de la patria. Una imagen especial, ya no de un noble blanco sino de un mestizo mexicano, encajada en un cementerio del centro de la ciudad de México, revela este proceso con claridad: es una piedad, pero no ya la cristiana sino la piedad de la patria, sobre cuyos brazos descansa el benemérito Benito Juárez.

 

Conclusión

Cuando investigamos sobre la muerte nos arriesgamos a excavar fragmentos de nuestra vida y siempre encontramos señales de nuestra propia muerte, acaso por la impronta trágica de la historia. Y es que la muerte es un problema capicúa para el saber sobre el pasado, porque los muertos sólo existen en la memoria de los vivos y, la historia, al estructurar una memoria dispersa y otorgarle sentido para el futuro y el presente, vitaliza las reliquias de los seres humanos que nos precedieron. ¿No es una paradoja que la muerte se constituya en una de sus preocupaciones? ¿Toda las historias son tanatológicas? Si como afirmamos en principio la representación de la muerte como algo "muy mexicano" es histórica y está inextricablemente unida el proceso de la construcción de la nación, se deducen algunas preguntas posibles y necesarias para la historiografía. Pero el vacío encontrado por Viqueira en 1981, veinte años después se ha transformado en un nuevo espectro de interpretaciones sobre la muerte, enriquecidas por la demografía, la antropología y la historia de la ciencia. Su continuidad, no obstante, más allá del actual auge del tema en nuestro medio, depende de la capacidad de plantear problemas universales desde una perspectiva nacional y latinoamericana, sin participar a ojo cerrado en las tentativas para homogeneizar (o en el extremo opuesto, para hacer completamente irreconciliables) las maneras como se ha comprendido y comprende la muerte, aquella que esta en fuga, la de los otros, la nuestra, la presente.

 

 

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Oscar Iván Calvo Isaza,

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