Colonial

Perfil académico

Datos generales
Nombre: 
Ana
Apellidos: 
Perusquía
País de residencia: 
México
Ocupación: 
Docencia Universitaria
Otra ocupación: 
Editor
Institución de estudio o trabajo: 
UMSNH
Época de interés: 
Colonial
Contemporánea
Prehispánica
Área de interés: 
Historia Intelectual
Historia Universal
Proyecto personal
Título del proyecto, área de interés o motivo de suscripción: 
Historia de la Literatura Infantil y Juvenil
Otra información
E-mail de contacto: 

Perfil académico

Datos generales
Nombre: 
Alma Cecilia
Apellidos: 
Resendiz Mendoza
País de residencia: 
México
Ocupación: 
Estudiante de grado
Institución de estudio o trabajo: 
UACM
Época de interés: 
Colonial
Área de interés: 
Bibliotecas y Archivos
Geografía Histórica
Historia Cultural
Historia de la Ciencia y la Tecnología
Historia de la Vida Cotidiana
Historia Universal
Otra información
E-mail de contacto: 

Perfil académico

Datos generales
Nombre: 
Lucía
Apellidos: 
Hernández Flores
País de residencia: 
México
Ocupación: 
Estudiante de grado
Institución de estudio o trabajo: 
Universidad Nacional Autónoma de México
Época de interés: 
Colonial
General
Revolución e Independencia
Área de interés: 
Bibliotecas y Archivos
Geografía Histórica
Historia Cultural
Historia de Género
Historia de la Vida Cotidiana
Historia de las Instituciones
Historia Económica
Proyecto personal
Título del proyecto, área de interés o motivo de suscripción: 
La fiesta del poder y el poder de la fiesta. La celebración de San Hipólito en el siglo XVII
Descripción: 

Busca explicar las relaciones de poder entre los distintos órganos políticos novohispanos a travésde la legislación y las expresiones festivas. La fiesta de San Hipólito conmemoraba la "noche triste" y la caída de México Tenochtitlán. Se busca dilucidar las diferentes interpretaciones que se otorgaron a un discurso festivo que evoca acontecimientos del  XVI y que, sin embargo, fue financiado por las autoridades municipales quienes vieron en esta fiesta, una vía de exaltación de la identidad local e intereses oligárquicos.

Otra información
E-mail de contacto: 
Imagen o foto: 

Perfil académico

Datos generales
Nombre: 
Miguel Felipe
Apellidos: 
García
País de residencia: 
México
Ocupación: 
Estudiante de grado
Institución de estudio o trabajo: 
Universidad de Sonora
Época de interés: 
Colonial
Área de interés: 
Historia Cultural

Perfil académico 6605

Datos generales
Nombre: 
Refugio
Apellidos: 
De la Torre
País de residencia: 
México
Ocupación: 
Investigación
Institución de estudio o trabajo: 
El Colegio de Jalisco
Época de interés: 
Colonial
Área de interés: 
Historia de las Instituciones
Proyecto personal
Título del proyecto, área de interés o motivo de suscripción: 
Imágenes de Frontera. Geografía e imaginación en la representación cartográfica de las fronteras novohispanas
Descripción: 

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Otra información
E-mail de contacto: 

Perfil académico

Datos generales
Nombre: 
Marisol
Apellidos: 
Ramírez
País de residencia: 
México
Ocupación: 
Estudiante de grado
Institución de estudio o trabajo: 
UNAM
Época de interés: 
Colonial
Prehispánica
República, Imperio y Reforma
Área de interés: 
Bibliotecas y Archivos
Geografía Histórica
Historia Cultural
Historia de la Vida Cotidiana
Historia de las Ideas
Historia de las Instituciones
Historia de las Religiones
Historia Económica
Historia Intelectual
Historia Jurídica
Historia Militar
Historia Política
Historia Regional
Historia Social
Historia Universal
Historiografía
Teoría, Filosofía y Metodología de la Historia
Otra información
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Los libros en los senderos de la fe

Autor o Editor: 
Catálogo comentado de la biblioteca del Colegio Apostólico de Propaganda Fide de Guadalupe, Zacatecas.
Época de interés: 
Colonial
Área de interés: 
Bibliotecas y Archivos
Tipo: 
Libro
Editorial: 
ADABI de México, A.C.
Índice y resumen de la obra: 

En la segunda mitad del siglo XIV salieron a la luz las Florecillas de san Francisco de Asís, entre sus líneas se lee “Aunque hubiese de vivir hasta el fin del mundo, con ese solo libro me bastaría” y con ésta deseamos dar inicio a Los libros en los senderos de la Fe, Catálogo comentado de la biblioteca del Colegio Apostólico de Propaganda Fide de Guadalupe, Zacatecas, por dos razones: porque Francisco de Asís fue el iniciador de la idea de propagar la fe a los confines más lejanos de la república cristiana, y porque a raíz de este hecho la orden franciscana legó a los misioneros zacatecanos el sincero deseo de evangelizar en tierras foráneas.

Ante tales circunstancias, el Museo de Guadalupe y ADABI de México no podían dejar de homenajear el progreso que desde entonces los archivos y bibliotecas de nuestro país han venido desarrollando, y toma este elemento para sumarse a los festejos del Bicentenario y Centenario de nuestro México independiente, pues como se verá, el Colegio Apostólico de Propaganda Fide de Zacatecas resguarda entre su estantería maravillosas joyas bibliográficas, muchas de ellas provenientes del deseo de los liberales de difundir entre la población los instrumentos para alcanzar el cambio social que se pretendía.

Correo electrónico: 

Dos décadas de obras anglófonas. Desde la conquista hasta la independencia

Autor o Editor: 
Eric van Young:
Época de interés: 
Colonial
Área de interés: 
Historiografía
Tipo: 
Libro
Editorial: 
El Colegio de México
ISBN/ISSN: 
968-12-1198-7
Índice y resumen de la obra: 

Desde 1990 ha cambiado la manera como los historiadores anglófonos enfocan la historia del México colonial. Algunas corrientes otrora poderosas se han secado o caído en un hiato historiográfico, otras han cobrado considerable vigor, y el campo en su conjunto ha dejado de inclinarse hacia los enfoques estructuralistas-materialistas, para hacerlo hacia los culturales. Es en la comunidad estadounidense de historiadores mexicanistas donde se ha hecho el gran volumen de la producción anglófona y en ella priva el enfoque de los modelos historiográficos europeos. La decisión acerca de si se trata de influencias saludables o dañinas es, en parte, cuestión de gustos y de la fuerza explicativa que los nuevos estilos aportan a las preguntas que tratan de responder, así como del carácter mismo de esas preguntas.

La familia en México en la época colonial

Autor: 
Pilar Gonzalbo Aizpuru
Institución: 
El Colegio de México
Síntesis: 
LA FAMILIA EN MÉXICO EN LA ÉPOCA COLONIAL
 
 
Centro de Estudios Históricos, El Colegio de México
 
La formación de los modelos familiares
 
El impacto de la conquista sobre el mundo mesoamericano tuvo repercusiones en todos los terrenos; la familia y las formas de convivencia doméstica no fueron excepciones. Los castellanos aportaron sus propias concepciones y costumbres, pero ya que no habían llegado a un territorio desierto se produjo el choque inevitable y el posterior intercambio entre dominadores y dominados. En Castilla era notable la diferencia entre la importancia concedida a los linajes de las "casas" señoriales y la espontánea solidaridad entre parientes de origen modesto, sin timbres nobiliarios que defender. Por otra parte, la población del México prehispánico daba gran importancia a los lazos familiares, de modo que las antiguas rutinas y tradiciones tuvieron que armonizar con los nuevos criterios.
 
Cuando los cronistas se referían a la vida familiar en Mesoamérica era frecuente la mención de la "parentela", término algo ambiguo en el que quedaban incorporados parientes consanguíneos o políticos e incluso allegados sin lazos familiares reconocidos, ya fueran o no corresidentes. Reconocían así la importancia de las lealtades familiares, compatibles con la forma más común de convivencia, que era, como en casi todos los pueblos de occidente, la familia nuclear. También es constante cuando los autores se refieren al régimen doméstico, el reconocimiento del orden imperante, bajo la indiscutida autoridad de los varones de más edad, que contaban con la dócil sumisión de las mujeres, fueran hijas o esposas. Entusiasmados al valorar aquellas costumbres afines a las recomendadas por la moral cristiana y que se fomentaban en las escuelas de los templos, los frailes evangelizadores ensalzaron la castidad de las doncellas y la austeridad de los jóvenes. La realidad era, sin duda, más compleja de lo que ellos quisieron ver, porque el rigor en la formación del carácter de los niños y el mantenimiento de la virginidad de las niñas eran exigencias impuestas a las familias prominentes, precisamente con el fin de justificar los méritos de su estirpe: los nobles y sacerdotes demostraban así su mayor perfección humana, que podían alcanzar por el hecho de ser nobles, lo cual demostrarían en el futuro desempeño de sus tareas superiores, religiosas y de gobierno. Los macehuales o gente del común practicaban costumbres más flexibles, entre las que se aceptaban las relaciones prematrimoniales y el divorcio.
 
La formalidad de los enlaces, celebrados con ceremonias precisas y con un ritual reconocido, y la monogamia generalizada inclinaron a los teólogos a considerar que las uniones de parejas anteriores a la conversión al cristianismo podían considerarse verdaderos matrimonios de derecho natural. Tan sólo se requería que los cónyuges se hubieran unido voluntariamente, con "affectus maritalis" y con la debida solemnidad. Después de arduas discusiones y estudios, se consideró que la poligamia de los nobles era una excepción, que no afectaba a la legitimidad de la institución matrimonial y que era susceptible de remediarse siempre que el marido, el único que estaba en condiciones de elegir, decidiera con cuál de las esposas había contraído verdadero matrimonio, lo que según el derecho canónico correspondía a la primera con la que se unió con el debido conocimiento, libertad e intención de mantener un afecto duradero.
 
Pese a las evidentes diferencias entre los modelos familiares mesoamericano y cristiano, la integración de ambas tradiciones no fue muy difícil, si bien dio pie al arraigo de nuevas costumbres, ajenas igualmente a ambas culturas. Salvada la resistencia de los primeros momentos, los nobles o caciques, interesados en aprovechar las ventajas que la asimilación a la sociedad colonial les ofrecía, aceptaron sin mucha resistencia, y quizá algunos simplemente fingieron el rechazo de sus creencias y de sus esposas a cambio de conservar algunos privilegios y asumir el papel de mediadores entre los conquistadores y sus propios vasallos. El aparente abandono de sus anteriores familias se resolvió, en muchos casos, al situar las viviendas de todas las que habían sido desechadas en torno al mismo patio en que ellos conservaban su residencia, compartida con la esposa elegida como única. Al mismo tiempo, la monogamia obligatoria y la creciente movilidad de que disfrutaron los macehuales propició el relajamiento del antiguo rigor, ya que desaparecía la responsabilidad de mantener a todos los hijos procreados con diferentes esposas o compañeras. Esta nueva libertad coincidía con el establecimiento de otras autoridades y la ruptura de las viejas lealtades, que había propiciado la decadencia del antiguo respeto a los superiores y de la rigurosa distinción de las jerarquías. Los funcionarios reales denunciaron los vicios derivados de la ruptura de los tradicionales lazos de obediencia a los señores locales y el debilitamiento de los mecanismos comunitarios de control.
 
A medida que la expansión colonizadora ocupaba tierras al norte de lo que había sido el señorío azteca, los castellanos encontraban poblaciones nómadas o seminómadas con costumbres muy diferentes, impuestas por las duras condiciones del medio ambiente. Los misioneros franciscanos y jesuitas aprovecharon el sistema de congregaciones o reducciones para vigilar directamente el comportamiento de los neófitos quienes, poco a poco, y ya que cambiaron su modo de vida y pudieron sobrevivir gracias a la agricultura y la ganadería, abandonaron costumbres como el aborto o el infanticidio, que habían sido inevitables durante las duras peregrinaciones por el desierto.
 
Ante las novedades americanas, la legislación civil vigente en Castilla tuvo que sufrir adaptaciones y la ley canónica se sometió a análisis y reinterpretaciones. En las Leyes de Indias hay muy pocas referencias a la familia, que a falta de disposiciones específicas debía regirse por los códigos supletorios, prescindiendo de los fueros municipales vigentes en gran parte de Castilla, que no existieron en América. En consecuencia, se recurrió a las Leyes de Toro, al Ordenamiento de Alcalá, el Fuero Real y las Siete Partidas. Las normas promulgadas por el Concilio de Trento tuvieron impacto sobre el derecho canónico, pero es importante recordar que los decretos tridentinos no se aplicaron en la Nueva España hasta después de 1585, cuando se reunió el Tercer Concilio Provincial Mexicano. Habían transcurrido más de 60 años desde la conquista y se había formado una sociedad ignorante de las novedades contrarreformistas. Durante ese tiempo se obedeció la ley civil que regulaba los amancebamientos y permitía, e incluso recomendaba, las uniones de barraganía de los militares y funcionarios que estuvieran obligados a permanecer largo tiempo lejos de Castilla en tierra conquistada. Estas uniones se formalizaban ante escribano público siempre que ambos fuesen solteros y ellas gozasen de buena fama y fueran mayores de edad. Los capitanes de Hernán Cortés que se unieron con hijas de caciques lo hicieron así, ante el capellán del ejército, en solemnes ceremonias. Los hijos naturales nacidos de estas uniones durante la primera época fueron plenamente aceptados, legalmente pudieron disfrutar de herencias y encomiendas y se incorporaron a la naciente aristocracia novohispana.[1] Muy diferente debía ser la situación de los descendientes de relaciones de concubinato, es decir, cuando al menos uno de los progenitores era casado o comprometido con votos religiosos, por lo que sus descendientes carecían de tales derechos y sólo pudieron recibir las donaciones que sus padres les hicieran en vida.
 
En la práctica las diferencias no fueron muy profundas, hasta el grado de que pocas décadas después de la conquista era difícil saber quiénes eran hijos legítimos y quienes ilegítimos, fueran mestizos o castellanos. Para cuando ya mediado el siglo XVII se impuso un mayor rechazo hacia las relaciones de amancebamiento, y la consiguiente marginación de los hijos ilegítimos, una gran parte de las familias procedía de tales uniones y no habría sido fácil acreditar la absoluta legitimidad de los linajes más prestigiados como descendientes de conquistadores.
 
La complejidad de la familia urbana
Antes de finalizar el siglo XVI ya se habían definido la ciudad y el campo como las dos grandes áreas diferenciadas tanto por el origen étnico de la población como por las diferentes costumbres y formas de relación familiar.
 
Nunca hubo un rechazo explícito a cualquier proyecto de integración de los indígenas a la sociedad española. Más bien al contrario, durante los primeros años de dominio de la corona de Castilla fueron muchos los conquistadores que solicitaron por esposas a hijas y viudas de caciques que podían aportar como dote tierras, vasallos y encomiendas. También, aunque fueron menos frecuentes, se realizaron matrimonios entre doncellas españolas y nobles indios. Aun los miembros de la élite indígena que no participaron en el mestizaje biológico, lograron insertarse en el grupo más distinguido al aceptar con aparente entusiasmo la religión cristiana, adoptar la lengua y la ropa propia de los señores españoles y al hacer uso de los recursos que la ley castellana les proporcionaba en defensa de sus bienes y privilegios. Recibieron los sacramentos de la Iglesia, educaron a sus hijos en escuelas religiosas, hicieron generosas donaciones para obras pías y participaron en cofradías y congregaciones.
 
En contraste con esta minoría, una gran parte de los indígenas "del común", los que no tenían privilegios ni bienes que defender, permanecieron apegados a sus costumbres, haciéndolas compatibles con las nuevas normas. Sólo las fueron desechando paulatinamente, y más por conveniencia e influencia del ambiente que por imposición autoritaria. De ahí que en el campo, aislados de influencias extrañas, conservasen durante siglos las rígidas rutinas de respeto a los mayores y la aceptación de matrimonios arreglados sin participación de los interesados. Obligados a bautizarse y a cumplir con los mandamientos de la religión católica, el matrimonio pudo ser una ceremonia superpuesta a su propio ritual, que incluso le daba mayor lustre y reforzaba el compromiso ante la comunidad, así como la misa dominical era la rutina propia de los días festivos. La elección de pareja (a cargo de la familia), las edades de los novios (tempranas para ambos y cercanas entre sí), el cuidado de los hijos y la residencia (generalmente patrilocal) se mantuvieron acordes con la tradición prehispánica, al margen de intromisiones extrañas. Por eso en los pueblos, haciendas y comunidades, en donde sólo podían residir los indios, se conservaron sus costumbres ancestrales, modificadas apenas por las visitas ocasionales del párroco o doctrinero que llegaba de cuando en cuando para bautizar a los nacidos durante su ausencia, casar a las parejas a quienes faltaba la bendición eclesiástica y decir unos responsos por quienes fallecieron en el mismo periodo.
 
En las ciudades la situación fue muy diferente, porque fracasó desde el primer momento la pretendida separación de las dos repúblicas, de españoles e indios. Con ella se había pretendido proteger a los naturales de los abusos y malos tratos de que eran objeto por parte de los españoles, cuyo ejemplo era sin duda pernicioso. Las precauciones fueron inútiles: a los españoles les convenía que los sirvientes y artesanos indígenas vivieran cerca, dentro de la "traza" urbana y aun en su misma casa; al mismo tiempo, muchos negociantes conseguían burlar la prohibición de que los indios vendieran sus tierras y les compraban las casas situadas en lugares propicios para el comercio. Además pronto hubo muchos españoles y mestizos pobres que se instalaron a vivir en los barrios de indios.
 
El grupo de origen africano fue el elemento decisivo en la composición urbana y el que introdujo una diferente tradición cultural. Al principio fueron muy pocos y no llegaban por trato directo, eran procedentes de Sevilla y destinados al servicio en algunas casas señoriales; pero no tardaron en multiplicarse, no sólo por la llegada de nuevos esclavos, ciertamente numerosos a partir de 1580, sino sobre todo al mezclarse con indios y españoles, con lo que paulatinamente se diluyeron entre los llamados mulatos, zambos, moriscos, lobos, coyotes, etc. La denominación de castas se aplicó originalmente a quienes tuvieran algún antepasado esclavo, aunque se generalizó a todos los que no fueran españoles ni indios, de manera que los libros parroquiales registraban como castas a cuantos reconocían alguna mezcla racial en su familia, e incluso algunos indios, que deberían haber recibido los sacramentos en su propia parroquia.
 
En las regiones agrícolas, en particular en los ingenios azucareros, fue común el empleo de esclavos como mano de obra; las condiciones de trabajo fueron muy duras y la vida doméstica dependió más de solidaridades ocasionales que de lazos de parentesco. En barracones o en cabañas, las afinidades afectivas y los recuerdos del pasado africano se combinaban para crear comunidades que sustituían a las posibles familias. La dificultad de relacionarse con miembros de otros grupos se manifiesta en la elevada endogamia étnica, que alcanzó el 69% entre los hombres y 82% entre las mujeres. Muy pocos esclavos trabajaron en las minas, sin duda porque resultaba más rentable la contratación de trabajadores libres, cuya salud no era responsabilidad del patrón y que tenían mayor empeño en obtener el mineral de mejor calidad. Y los esclavos domésticos de las ciudades pudieron disfrutar de unas condiciones mucho más favorables; la cercana convivencia con sus amos creaba relaciones de aprecio mutuo que con frecuencia culminaban en la manumisión, además de que podían ocupar parte de su tiempo en actividades lucrativas mediante las que ahorraban para comprar su libertad. Si bien no pudieron elegir pareja con absoluta autonomía, pudieron confiar en una menor intromisión en sus decisiones puesto que tenían la posibilidad de relacionarse con una numerosa población, y la convivencia conyugal no requería que se trasladasen grandes distancias. De hecho, su arraigo familiar y el apellido que adoptaban correspondían muchas veces a la familia de sus amos, que entre las mujeres no era raro que fueran también los padres de sus hijos.
 
En la capital del virreinato, y en otras ciudades con numerosa población, se reunieron representantes de todos los grupos a los que se clasificaba por su "calidad" más que por el color de su piel. Sin duda el origen étnico influía en las consideraciones de calidad, pero también la situación económica, el prestigio profesional, el reconocimiento social e incluso la legitimidad del origen familiar. La flexibilidad de este concepto facilitó el traspaso de las llamadas barreras del color, que nunca fueron tales barreras o al menos no fueron insalvables. En las últimas décadas del domino español y puesto que reconocían el fracaso de los intentos de segregación, las autoridades de la metrópoli reprendieron agriamente a los prelados novohispanos por el evidente descuido en el registro de las calidades de los feligreses de sus diócesis. Tras reiteradas reclamaciones, el arzobispo Fonte respondió sin la menor disculpa ni propósito de enmienda; por el contrario, advirtió que lo único que las parroquias debían y podían acreditar era el cumplimiento de la recepción de los sacramentos y que, por lo tanto, los comprobantes de bautizo, defunción o matrimonio no podían utilizarse en ningún caso como certificados de calidad (lo que sin embargo se hacía). Incluso explicó que los párrocos aceptaban la declaración de los interesados aun cuando fuera evidente que lo que decían era falso.
 
Sólo contadas familias entre las más distinguidas, de acreditado y limpio origen hispano, pusieron especial empeño en conservar su abolengo mediante enlaces ventajosos dentro de su propio nivel, mientras que los españoles pobres, que eran casi todos, se mezclaron sin prejuicios con miembros de las castas. Tan irrelevantes eran estas mezclas que ni siquiera se consignaban en los libros de matrimonios, en los que sólo excepcionalmente se encuentran referencias a la calidad de los contrayentes antes el último tercio del siglo XVIII. Incluso en los expedientes previos al matrimonio, tramitados en la vicaría eclesiástica, son mucho más completas las referencias a enlaces de parejas de la élite. Además, las capitulaciones matrimoniales y las cartas de dote dan testimonio de la importancia de los bienes materiales en la consolidación de fortunas familiares.
 
La dote, aportación femenina de bienes materiales destinada a contribuir a sustentar "las cargas del matrimonio", tenía también cierta trascendencia para el futuro de la esposa. Hubo maridos que justificaron su mala conducta porque ella ni siquiera había aportado dote, otros se quejaron de la actitud altanera de ellas porque su dote había sido cuantiosa, las huérfanas acogidas en el colegio de la Caridad no podían casarse sin dote, aunque el pretendiente estuviera dispuesto a renunciar a ella. La solución en algunos casos fue que aceptara dotarla él mismo previamente. Cuando era la familia quien aportaba la dote, ésta podía consistir en una parte de la herencia que le correspondería a la novia como "legítima" de la herencia que algún día habría de percibir; también podía ser una cantidad proporcionada por parientes o instituciones benéficas, siempre incluía ropa personal y ajuar doméstico. Ya fuera cuantiosa o insignificante no hay duda de que tenía cierto valor simbólico. Incluso al conceder la manumisión de algunas esclavas se añadía la donación de algunos bienes como dote que facilitaría su matrimonio. Las arras eran un tributo del novio como recompensa por la virginidad de la novia, de modo que se omitían sistemáticamente en los matrimonios de las viudas y no se mencionaban cuando el pasado de la joven era dudoso.
 
Un matrimonio honorable, una esposa de alcurnia y una profesión respetable eran signos de distinción, pero no excluían la simultaneidad de otro tipo de relaciones irregulares que eran comunes entre los menos acomodados. A la hora de redactar su testamento muchos hombres y mujeres mencionaban a los hijos naturales procreados antes del matrimonio, a los ilegítimos, nacidos de una relación de concubinato, y a los expósitos recogidos o formalmente adoptados. Los varones, solteros o casados, podían incluir a los habidos con esclavas o sirvientas en contactos ocasionales. Era inevitable, por lo tanto, que en los hogares urbanos convivieran vástagos de distintos orígenes, lo que creaba conflictos frecuentes.
 
Un padre olvidadizo no tuvo la precaución de formalizar ante escribano la libertad de los hijos que había tenido con su esclava y a quienes había educado esmeradamente junto a los legítimos. A su muerte los herederos pusieron en venta a sus medio hermanos. Los hijos de un regidor de la ciudad y de una mulata con la que convivió muchos años lograron la legitimación póstuma alegando lo que de todos era sabido: que su padre siempre los había tratado como hijos, pero no pudo casarse por no menoscabar su rango con una esposa de inferior calidad. Una mujer española residente en la capital crió como hija natural a una niña que trajo con ella de Veracruz y sólo en sus últimos momentos reconoció que en realidad ella era casada y había huído del lado de su esposo con la hija de su esclava mulata. Estas complicaciones familiares no eran excepcionales cuando una gran parte de los hogares acogían a grupos domésticos formados por hijos de sucesivos matrimonios, cónyuges casados en segundas o terceras nupcias y parientes o paisanos cuya situación difícilmente se puede identificar como servil o de parentesco.
 
Las mujeres no gozaron de tantas libertades como los hombres, pero tampoco era obstáculo para conseguir marido el tener uno o más hijos naturales. Ciertamente en las familias acaudaladas o con pretensiones de hidalguía se cuidaba con mayor esmero la castidad de las doncellas. Incluso si no llegaban vírgenes al altar se defendían con la excusa de que habían cedido a las súplicas de un novio formal que les había dado palabra de matrimonio; el incumplimiento de una promesa de esta índole deshonraba más al caballero que a la dama. La reparación del daño podía limitarse al pago de una indemnización o llegar a imponer un matrimonio forzoso. En el año 1631, un oficial del séquito del virrey Marqués de Cerralvo, que cortejó a una señorita de familia honorable fue sorprendido en situación comprometida y trasladado a la cárcel de corte, de la que sólo salió directamente para casarse, sin que le sirvieran las excusas con las que intentó evadir el compromiso.
 
Los registros parroquiales dejaron constancia de los matrimonios, pero no, obviamente, de las uniones consensuales, a las que sólo podemos acercarnos a partir de las cifras de ilegitimidad de infantes registrada. Mediado el siglo XVII, cuando se había consolidado el modelo de vida urbana y se habían superado las improvisaciones de los primeros tiempos, 28,126 bautizos de niños nacidos en las parroquias más céntricas de la ciudad de México muestran un promedio de 42% de niños nacidos fuera de matrimonio. En este promedio hay que distinguir los casos extremos representados por los indios, con un mínimo de 27% y los negros y mulatos que llegaron al 52% del total de los nacidos dentro de su grupo. El peso de la población indígena es mucho más representativo, porque ellos constituían el segundo componente numérico después de los españoles. Y hay que destacar que las mujeres españolas que registraron a sus hijos naturales en su misma calidad alcanzaron el 38%, apenas unos puntos menos que los mestizos y castizos. Aunque todavía no se han completado datos de otras ciudades, sabemos que en la de Guadalajara, a lo largo del siglo se alcanzaron tasas de ilegitimidad entre 40.3% como mínimo y 64.1% como máximo. Estas cifras dan indicio de la complejidad de las estructuras familiares, oscilantes entre la rigurosa monogamia, fidelidad y respeto preconizados por la moral cristiana y la despreocupada promiscuidad de parte de la población.
 
Un siglo más tarde, finalizando el XVIII, era evidente la tendencia hacia mayor formalidad en los matrimonios, con un descenso de ilegitimidad que se redujo en las parroquias de la capital a 20.5% en promedio. Ya en esta época podemos conocer algo de los infantes abandonados, puesto que en el último cuarto del siglo se fundó en la ciudad de México la primera casa de niños expósitos, la del Señor Sant Joseph, por iniciativa y a cargo del arzobispado. La proporción de niños recibidos en esa institución muestra una mayoría de las castas, seguida muy de cerca por los españoles y con mínima presencia de indígenas. En la exposición de motivos de la fundación mencionó el arzobispo Francisco Antonio de Lorenzana el "intolerable escándalo" de que los niños nacidos de uniones ilegítimas fueran acogidos por familias honorables, que muchas veces eran las mismas a las que pertenecía alguno de sus progenitores, y así se criaban sin diferencia los hijos legítimos y los espurios.
 
La convivencia de legítimos e ilegítimos había sido normal durante más de 200 años y se daba igualmente entre los pobres y entre los ricos. Para aquéllos no había motivo de escándalo cuando casi la mitad de la población se encontraba en las mismas circunstancias, para los más distinguidos la convivencia podía pasar inadvertida porque las casas señoriales acogían a gran número de parientes y allegados cuya relación con el jefe de familia podía no estar clara. Los nobles y ricos comerciantes reunían a los grupos domésticos más numerosos de hasta 70 personas, aunque lo más frecuente era que se limitasen a 30 o 40. En cambio los menos pudientes, que ocupaban viviendas pequeñas o cuartos y accesortias, tenían en promedio 4 o 5 personas en cada hogar. La elevada mortalidad infantil contribuir a mantener el corto número de vástagos por matrimonio ya que lo más frecuente es que sólo 2 o 3 hijos alcanzasen la edad adulta y no eran pocos los que carecían de descendencia.
 
De la Colonia a la República
Al menos durante los últimos 300 años se ha hablado de modernidad en relación con la familia, pero en cada momento se ha entendido como tal algo diferente, desde la superación de viejas costumbres de origen medieval hasta la aceptación de diversas formas de enlace, ya sea indisoluble o temporal, civil o religioso. En general el paso a la familia moderna fue un proceso de larga duración en el que se adoptaron costumbres y modelos culturales que incluían formas de relación conyugal más igualitarias, espacios para la intimidad, predominio de las relaciones afectivas sobre los intereses económicos, rechazo a la injerencia de parientes y extraños en las decisiones familiares y, sobre todo, progresiva secularización de las costumbres y del vínculo conyugal.
 
En tal sentido, las familias novohispanas del siglo XVIII estaban muy lejos de ese paradigma, puesto que en gran parte se incorporaron tardíamente al ideal familiar contrarreformista, en una época coincidente con la agudización de los prejuicios étnicos y de distinción. Muy lentamente se fue generalizando el modelo basado en el matrimonio canónico, la celebración de la boda dentro de la iglesia y no en el domicilio particular de los contrayentes y la exclusión de los hijos ilegítimos del hogar conyugal. Al mismo tiempo, como rasgos incipientes de modernidad, se aceptó la participación de los hijos en la toma de decisiones sobre su matrimonio y la aproximación en las edades de marido y mujer. Desde luego que estos cambios se produjeron con diferentes ritmos y afectaron desigualmente a los distintos grupos socioeconómicos. Como había sucedido anteriormente, los "hijos de familia", aquellos que contaban con parientes prominentes, sufrían las consecuencias de los prejuicios y ambiciones de sus mayores y tenían menos libertad de elección que los más modestos para quienes la única limitación era el reducido ámbito geográfico y humano en que podían ejercer su capacidad de decisión. Los documentos muestran la frecuencia de matrimonios entre personas de una misma parroquia, entre practicantes e hijos de una misma profesión y, por supuesto, entre quienes compartían la misma "calidad" o nivel de reconocimiento social.
 
Ya a fines del siglo XVIII, un nuevo talante, influido aunque remotamente por los aires de libertad del siglo de las Luces, se alejaba de la resignación y de la aceptación del sufrimiento como mérito para la obtención del paraíso; la vida no era tan sólo un valle de lágrimas, el matrimonio no tenía por qué ser un purgatorio anticipado, se imponía la idea de que la felicidad también era posible en la tierra y no sólo en el cielo; en consecuencia, la búsqueda de la dicha personal pasaba por el disfrute de una satisfactoria unión conyugal en la que el afecto era más importante que los intereses materiales. Las expresiones de los jóvenes que protestaron ante imposiciones paternas contrarias a su gusto muestran el cambio de actitud. Ya se atrevían a hablar de amor tanto como de afición o inclinación y ya se referían al noviazgo como un derecho personal que no tenían que encubrir con eufemismos como "tener voluntad", ni debían lamentar o manifestar arrepentimiento como si el afecto hacia alguien fuera una debilidad o una culpa. No hay duda de que muchas parejas pudieron casarse según su voluntad, lo que estaba muy lejos de resultar satisfactorio para todos. Los padres podían exhibir las "desastrosas consecuencias" de los matrimonios desiguales realizados sin el consejo paterno, y tales iniciativas juveniles eran particularmente alarmantes para quienes disfrutaban de fortunas, propiedades o títulos nobiliarios, codiciados por desaprensivos y seductores galanes.
 
Las quejas de algunos nobles justificaron la promulgación de la Real Pragmática matrimonios, que entró en vigor en España 1776 y en las Indias en 1778. Las sucesivas adiciones y modificaciones a esta disposición real muestran la división interna aun en las familias aparentemente mejor avenidas. La pragmática autorizaba a los padres a desheredar a los hijos rebeldes pero no contaba con que muchas madres disponían de sus propios bienes y podían tomar partido por los jóvenes en contra de sus intransigentes maridos, así que una real cédula añadió la prohibición de que ellas los designasen como herederos o les hicieran donaciones. Poco después, y ya que la pragmática se refería a los menores de 25 años, se extendió la obligación de pedir consejo paterno a los mayores de esa edad; todavía más tarde se advirtió a los jóvenes universitarios, residentes en colegios reales y a las doncellas acogidas a establecimientos del patronato real, que requerían, además del permiso paterno (o materno en la mayoría de estos casos, puesto que muchos eran huérfanos) la licencia de las respectivas autoridades e las instituciones que los acogían.
 
Mientras entre las familias prominentes preocupaba el destino de la fortuna familiar y el lustre de los blasones, los vecinos menos afortunados de las ciudades enfrentaban el reto de sobrevivir en un medio que ofrecía pocas oportunidades de obtener un trabajo bien remunerado y un hogar confortable. La situación era doblemente difícil para las mujeres jefas de familia, que debían conseguir recursos para sustentar a las personas dependientes de ellas sin haber obtenido una preparación profesional que les permitiera alcanzar un salario suficiente. En el campo era absolutamente excepcional esta situación, ya que prácticamente no había madres solteras y las viudas y doncellas se acogían al amparo de parientes. En cambio en las ciudades los hogares encabezados por mujeres alcanzaban hasta 24% o 30% según los barrios y grupos sociales. Muy pocas de estas mujeres declararon a los empadronadores cuáles eran sus fuentes de ingresos y sólo se puede deducir que las que habitaban casas propias o principales tendrían propiedades productivas, las que ocupaban accesorias con tapanco podrían ser propietarias de tiendas, escuelas de amiga o talleres, y las demás, la gran mayoría, que vivía en cuartos modestos, de una o dos piezas, estaría formada por costureras y bordadoras, por aquellas que elaboraban comidas para su venta en la calle, las que recibían una ayuda más o menos generosa de antiguos compañeros que las tenían como auténtica "casa chica", o prestarían servicios como lavanderas, planchadoras, recamareras o cocineras sin residir en el hogar que las empleaba.
 
Lo más característico de los grupos domésticos de la ciudad de México en el último cuarto del siglo XVIII es la abundancia de hogares complejos. El padrón de la parroquia del Sagrario del año 1777 muestra el predominio de las familias nucleares, lo cual era predecible, un reducido número de viviendas con familias extensas, algo más numerosos los solitarios, con o sin sirvientes y 20% de familias polinucleares o con relaciones de parentesco y afinidad que podrían considerarse fuera de lo normal. Entran aquí los agregados domésticos con hijos naturales, adoptados o expósitos y procedentes de matrimonios previos de alguno de los miembros de la pareja principal; también, en buen número, las familias arrimadas sin relación de parentesco y las que pudieran tenerlo pero no se explica en el censo. En algunos casos estas familias polinucleares estaban consituidas por dos o más grupos de mujeres con sus respectivas hijas, que seguramente se brindaban apoyo y compartían el cuidado de los menores y los gastos de la casa.
 
Los solitarios varones eran eclesiásticos o burócratas y las mujeres casi siempre maduras sin parientes. Muchos de los solitarios varones disfrutaban de una vivienda con varias habitaciones, mientras que las mujeres ocupaban cuartos en los patios de vecindades.
 
Por las mismas fechas se multiplicaron los expedientes de divorcio eclesiástico y proliferaron las denuncias por malos tratos de los maridos. Es difícil pensar en un aumento real de la violencia doméstica, que siempre existió, pero, en cambio parece evidente que se habían movido los límites de lo considerado tolerable. De ahí la sorpresa de los maridos demandados, que lejos de negar los hechos los justificaban como castigos merecidos por esposas insumisas. La sevicia fue alegada como causal de divorcio en casi todos los casos, a veces acompañada de quejas por abandono de hogar, por adulterio, por embriaguez o por no proporcionar el dinero suficiente para la subsistencia de la esposa y los hijos. La mayoría de los juicios de divorcio fueron promovidos por esposas quejosas, aunque también hubo maridos que consideraban insoportable el mal genio, la rudeza de trato o el mal manejo del hogar por parte de sus esposas. Es interesante contrastar la inconformidad de estas mujeres del siglo XVIII con la aparente sumisión de sus descendientes en el XIX, cuando disminuyó notablemente el número de los divorcios y el de las quejas por malos tratos.
 
Los documentos apenas dejan entrever que las mujeres intentaban superar su tradicional sumisión y reclamar un trato más digno; pero no lo proclamaban como una bandera igualitaria y no es apreciable que lo hicieran como expresión de rebeldía contra las estructuras vigentes. Más bien procuraron dejar establecido que ellas no intentaban evadir sus compromisos como esposas sino que aspiraban a que los maridos cumpliesen igualmente sus obligaciones y que reconocían el derecho de ellos a corregirlas y aun golpearlas, pero sólo cuando existiera causa justa y lo hicieran con moderación. Los maridos asumían su papel dominador y el patriarcalismo, antes propio de familias encumbradas, se generalizaba entre los grupos populares e incluso se extendía por las zonas rurales. Por lo demás, la vida en el campo seguía apegada a sus rutinas tradicionales.
 
El tránsito a la vida independiente no tuvo un impacto inmediato sobre la estructura familiar ni sobre las formas de relación en el hogar. Hay indicios de que algunas concepciones autoritarias propias del sistema patriarcal se generalizaron, con el consiguiente endurecimiento de las actitudes machistas en los ambientes populares. En ocasiones pudo ser una reacción de violencia frente a las aspiraciones femeninas de lograr un trato más justo. En aspectos como los derechos de las mujeres, la legislación no precedió a los cambios sino que se generó una vez que se impusieron las nuevas actitudes. Mientras los hombres se liberaban de los lazos que los habían atado a gremios, hermandades y cofradías y obtenían el derecho a la emancipación de la autoridad paterna a partir de los 21 años, las mujeres casadas seguían en la misma situación subordinada. Poco a poco, las esposas abandonadas y las madres viudas o solteras lograron la patria potestad sobre sus hijos como un derecho propio de la maternidad. También las doncellas impusieron su voluntad al elegir novio.
 
Ya que la ley mantenía a las esposas bajo el dominio de sus maridos parecería, desde la perspectiva del siglo XXI, que la posición de las mujeres libres era envidiable; pero la realidad era bien diferente para aquéllas que encabezaban un hogar sin disponer de suficientes recursos, sin preparación para realizar un trabajo especializado ni oportunidades de conseguir un empleo en cualquier actividad honesta y bien remunerada. En esas condiciones, la búsqueda de pareja era más una necesidad económica que una inclinación afectiva; la aspiración de llegar al matrimonio se relacionaba con la necesidad de lograr un ingreso seguro y, como había sido frecuente durante la época colonial, las uniones temporales sustituían al matrimonio canónico. Los nacimientos ilegítimos se mantuvieron en proporciones elevadas, lo que muestra hasta qué punto las expectativas femeninas de conseguir un compañero que las sostuviera, se frustraban al quedar nuevamente solas y con la carga adicional de los hijos.
 
Las reformas liberales de mediados de siglo tuvieron consecuencias decisivas sobre la organización familiar, si bien la resistencia de una población casi totalmente católica contribuyó a la lenta aplicación de lo establecido por las leyes. La más importante en relación con la familia fue la expedida en 23 de julio de 1859, que establecía el matrimonio civil y el divorcio. Al rechazar la validez legal de las uniones religiosas, el gobierno de Benito Juárez atacaba frontalmente a la iglesia católica, que había sido la única responsable de refrendar los enlaces conyugales. Pero además se establecía el divorcio, con el carácter de disolución del vínculo y la opción de contraer nuevo matrimonio. Esto era muy diferente del llamado divorcio eclesiástico, que tan sólo autorizaba a los cónyuges a vivir separados, sin posibilidad de casarse de nuevo.
 
La reacción popular, aunque no inmediata, se sintió al aumentar extraordinariamente el número de juicios de divorcio en las décadas de 1860 y 1870 (58 y 103 juicios respectivamente) pero con una disminución igualmente drástica poco después, debido a lo cual las proporciones en el conjunto del siglo no son muy diferentes: los 201 expedientes de divorcio eclesiástico durante 1800 a 1859 apenas contrastan con los 177 de los cuarenta años siguientes, de 1860 a 1900.
 
Todavía durante largos años fueron muchas las parejas que no formalizaron su relación ante ninguna autoridad, otras tantas acudieron tan sólo a la iglesia, pocas se presentaron en el registro civil y aun fueron menos las que se registraron en ambas instancias. La oposición a la secularización y al nuevo control ejercido por el gobierno se manifestó también en la renuencia de los padres a inscribir a sus hijos en el registro civil, mientras que casi todos los bautizaban.
 
Las familias de la élite, sin renunciar a su tradicional cercanía a la jerarquía católica, aceptaron con mayor facilidad las nuevas disposiciones y supieron acomodarse a la situación. Los grupos de parientes prominentes del siglo XVIII supieron diversificar sus actividades empresariales y profesionales, participaron en los gobiernos locales y consolidaron su posición. El siglo XIX fue precisamente el momento de auge de las oligarquías locales, que aprovecharon la debildad del gobierno central para afianzar su poder y aumentar su caudal.
 
La promulgación del Código Civil para el Distrito Federal y Baja California, en 1870, consagró las reformas liberales y sirvió de pauta para a legislación de los Estados de la Federación, que se aproximaron a modelo, aunque con algunos matices y tendencias propios. La diversidad legislativa era apenas un reflejo de la variedad de formas y costumbres familiares que coexistían en el país.
 
El respaldo familiar era decisivo en los malos momentos, para cubrir gastos inesperados, para recibir asistencia en una enfermedad o para proporcionar trabajo a los desempleados y alimento a los necesitados. Quien tenía parientes podía superar situaciones difíciles que hundían a los huérfanos de ese apoyo. Las estrategias de los pobres se dirigían a la supervivencia en contraste con las de los privilegiados que pretendían consolidar su poder. Siempre los grupos prominentes recurrieron a los matrimonios y a la colocación de sus hijos en órdenes regulares, cabildos eclesiásticos o conventos femeninos como medio de aumentar sus bienes y lograr mayor influencia y prestigio social, hubo quienes tuvieron éxito y mantuvieron el prestigio de su apellido junto a la prosperidad material durante varias generaciones. Comerciantes enriquecidos, mineros afortunados y funcionarios distinguidos se unieron a viejos hidalgos para asegurar una posición conspicua. Con títulos nobiliarios o sin ellos, los más acaudalados novohispanos consiguieron tejer redes de parentesco que les aseguraron el éxito en los negocios, la influencia en la vida pública y la conservación de sus privilegios. Ya en el tránsito de la época colonial a la vida independiente, quienes supieron diversificar sus posiciones y acomodarse a las nuevas circunstancias, no sólo aumentaron sus riquezas sino que ganaron poder político, favorecidos por el debilitamiento del control que se produjo con las nuevas instituciones.
 
Mientras tanto, las masas empobrecidas seguían recurriendo a la familia como apoyo en las horas difíciles de la guerra y en la pérdida de trabajo por la ruina de las empresas. Cambiaba bruscamente el régimen de gobierno, se desmoronaban lentamente las viejas instituciones y la familia evolucionaba muy lentamente hacia lo que sería la familia rural y urbana del México moderno.
 
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NOTAS

[1] La diferencia entre barraganas y mancebas y entre éstas y las prostitutas fue apreciable en el siglo XVI y desapareció progresivamente en las siguientes centurias. La diferencia era explícita en la Recopilación de Leyes de los Reinos de las Indias, (1943) 3 vols., edición facsimilar de la de 1791, Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica, Libro IX, título XXVI.
Categoría: 
Artículo
Época de interés: 
Colonial
Área de interés: 
Historia Social

Las Reformas Borbónicas y la participación política popular en el México Colonial

Autor: 
Cladia Guarisco
Institución: 
El Colegio Mexiquense, A.C.
Síntesis: 
Las Reformas Borbónicas y la participación política popular en el México Colonial[1]
 
 
Claudia Guarisco
El Colegio Mexiquense, A.C.
 
En la Historia Colonial de México, las últimas décadas del siglo XVIII se conocen como la época de las “Reformas Borbónicas”. Entonces los monarcas de la dinastía Borbón emprendieron una serie de cambios institucionales, dirigidos a fortalecer el dominio en sus colonias. Pero eso no fue todo. Esas transformaciones también se dirigieron a modernizar la monarquía, en el sentido de promover la participación política de los sectores populares bajo la premisa de la igualdad ante las leyes. En las páginas que siguen voy a demostrar esta proposición, a través del análisis de la “Junta”. Pero antes de pasar a definirla, y dar cuenta de su funcionamiento, es necesario, primero, caracterizar a los actores y el escenario en medio de los cuales cobró vida.
 
 
Los actores y el escenario
 
La organización social en el México Colonial era muy diferente a la actual. No existían clases configuradas a partir de la división del trabajo, si no dos estamentos. Uno lo conformaban los indios y el otro; los españoles. Los estamentos eran agrupaciones que tenían un origen político, en la medida que era la voluntad real la que definía el modo de vida de sus integrantes. Así; los indios, a diferencia de los españoles, no podían portar armas ni andar a caballo. También en lo que respecta a las obligaciones hacia los monarcas, existían leyes diferentes para indios y españoles. Por ejemplo, mientras los primeros contribuían con el pago de los Reales Tributos; que era un impuesto per cápita, los segundos lo hacían a través de las Alcabalas; que era un impuesto al comercio. Además, los estamentos tenían una estructura piramidal. Estaban divididos en diferentes segmentos, ordenados jerárquicamente de acuerdo a su riqueza y prestigio. El ápice del estamento español estaba compuesto por la nobleza. En la base; en cambio, estaba el “estado llano”. El estamento indígena, a su turno, también se hallaba dividido en dos grupos: los nobles y los indios del común o macehuales.
 
Además de los estamentos, la organización social del México Colonial se componía de castas, siendo la más importante la de los mestizos. Estos no constituían un grupo bien definido desde el punto de vista legal, como los indios y españoles, porque eran el producto no deseado de la unión de ambos grupos. Desde el siglo XVI, fueron vistos con recelo por los monarcas, debido no solamente a la ilegitimidad de su origen, sino también a la creencia de cuño medieval según la cual la mezcla de sangre amenazaba el orden social.
 
La mayor parte de los indios vivían alejados de los grandes centros urbanos, asentados en parroquias o curatos particulares a su estamento, los cuales se componían de cierto número de pueblos. Estos constaban, a su turno, de un centro demográficamente importante llamado “cabecera”, y de unidades de menor relevancia o “sujetos”. Simultáneamente, uno de los pueblos constituía la “cabecera parroquial”, en la que residía el párroco y se erigía la iglesia. Todos los pueblos de indios, asimismo, estaban rodeados de tierras otorgadas por los monarcas, las cuales servían para que sus integrantes se alimentaran y pagaran los Reales Tributos.
 
Cada pueblo se hallaba organizado en torno a las entonces llamadas “repúblicas de indios”. Estas eran las unidades mínimas de la administración real; una especie de equivalente a los municipios de la actualidad, aunque privativos desde el punto de vista de la composición social. A través de ellas los monarcas ejercían su control sobre la población indígena y, al mismo tiempo, daban cabida a sus demandas. Entre las obligaciones de los funcionarios de las repúblicas estaba la de administrar justicia en pleitos de menor cuantía, coordinar los trabajos de construcción y reparación de puentes, caminos y edificios, así como encargarse de las finanzas de los pueblos y recaudar los Reales Tributos. Al mismo tiempo, esos funcionarios representaban a los indios en la solicitud de privilegios o “pedimentos”, sustentados en largos memoriales que trataban, por ejemplo, de exenciones en torno a las contribuciones.
 
La república de indios constaba de un cuadro de funcionarios de carácter electivo, el cual se componía de un gobernador, varios alcaldes así como de un síndico procurador y un escribano. Cada alcalde representaba ya fuera a los indios de una cabecera o a de un sujeto, mientras que el cargo de gobernador se rotaba anualmente entre los miembros de cada una de esas unidades. Cabe señalar que las repúblicas no eran instancias gubernamentales de carácter autónomo, si no que sus integrantes eran vigilados por un funcionario real de mayor jerarquía que alcaldes y gobernadores, denominado “subdelegado”. La jurisdicción de los subdelegados se extendía sobre el “partido”, que era la reunión de cierto número de parroquias. Simultáneamente, los pueblos de indios constituían el órgano más pequeño de la administración de la Iglesia. Los cuadros, en este caso, estaban compuestos por fiscales de iglesia y mayordomos, quienes debían ocuparse de que la población se apegara a lo dispuesto por la Madre Iglesia. La autoridad inmediatamente superior a ellos eran los curas párrocos, cuya jurisdicción se extendía sobre la parroquia o curato.
 
Inspirados por la “Teoría del Mal Ejemplo”, los reyes impusieron en el siglo XVI la separación residencial de indios respecto a los demás componentes sociales. Pensaban que de ese modo se mantendrían lejos de la influencia nociva de mercaderes, mercachifles y vagos de origen español y mestizo que solían llegar a los pueblos. Sin embargo, pese a los esfuerzo puestos por la Corona en este sentido, muy pronto aquellos se fueron enquistando en las cabeceras de las parroquias indígenas. Durante las últimas décadas del siglo XVIII no solamente esa era la situación generalizada en el virreinato de la Nueva España, si no que los monarcas Borbones empezaron a pensar en indios, mestizos y españoles del estado llano en términos de un grupo amplio e indiferenciado; como una especie de “sector popular” que debía participar activamente en los asuntos de gobierno. Además, dispusieron que el medio a través del cual esa participación se llevara a cabo fuera la Junta.
 
La Junta era una institución dirigida a comprometer a indios, mestizos y españoles del estado llano de las parroquias en la función pública. Se trataba de una asamblea conformada por los padres de familia, independientemente de su adscripción estamental o de casta. En ella se discutían los problemas que enfrentaban, fueran estos de índole económica, religiosa o incluso bélica. También se planificaba la acción conjunta que conduciría a su resolución. Se trataba de una forma de organización local muy moderna, en el sentido de que rompía con el aislamiento que había caracterizado la participación política de los indios en torno a las repúblicas, y los integraba con sus vecinos no indígenas en un solo cuerpo político. En lo que sigue se analizarán tres tipos de Junta, que tuvieron lugar entre 1770 y 1821: la Junta de Fábrica, la Junta de Comerciantes y la Junta de Guerra o Patriótica, tal y como se dieron en los pueblos y parroquias indígenas del Valle de México que rodeaban la capital de virreinato, y que conformaban los entonces partidos de Coyoacan, Xochimilco, Chalco, Coatepec, Tacuba, Ecatepec, Texcoco, Teotihuacan, Otumba, Cuautitlan, Citlaltepec y Mexicalzingo.
 
 
La Junta de Fábrica
 
La religión constituyó en la Nueva España un conjunto de creencias y ritos en torno a la divinidad, que fue compartido por los estamentos y castas. Su función primordial era la de mantener el orden social. La creencia en la Divina Providencia justificaba, entre otras cosas, la inevitabilidad del lugar que cada cual ocupaba en la sociedad. Asimismo, los valores que ubicaban la importancia del bien común por encima de la del bien individual y las creencias que señalaban el origen divino del poder real sancionaban la cooperación entre españoles, indios y mestizos, así como la obediencia al monarca. En el Valle de México esa unidad en materia religiosa hizo posible el arraigo de la Junta de Fábrica. Esta se erigió en las cabeceras de las parroquias indígenas; es decir, en el lugar de residencia de los miembros de esos tres grupos.
 
Hasta bien entrado el siglo XVIII, la reparación y construcción de las iglesias de los pueblos cabeceras habían sido financiadas con el dinero proveniente de los Reales Tributos y con la mano de obra indígena. En 1798 la Corona modificó sustancialmente ese procedimiento, disponiendo que los gastos fueran cubiertos no solamente por la Real Hacienda sino que, además, se repartieran entre los indios, mestizos y españoles del estado llano. La participación de los primeros en las Juntas de Fábrica se realizó de manera individual, mientras que los indios se hicieron presentes a través de sus gobernadores y alcaldes. Una de las funciones más relevantes que tenían los oficiales de república hacia fines del siglo XVIII era la de acudir a tales Juntas para tomar decisiones a propósito culto, al lado de los españoles y mestizos que vivían en las cabeceras de sus curatos. En el pueblo de San Miguel Temascalzingo (Chalco), por ejemplo, el subdelegado mandó comparecer a todos los residentes de la cabecera para tratar en una Junta los medios más apropiados de reparar una capilla. Los asistentes convinieron en que uno de los comerciantes españoles facilitara los mil pesos que se requerían, a cambio de que durante los tres años siguientes se le fueran restituyendo con un pequeño interés. Asimismo se dispuso que la devolución del dinero se llevara a cabo a partir de los arbitrios que se cobraban a los comerciantes por sus tiendas y mesones. El subdelegado del partido comunicó estas medidas a sus superiores quienes, antes de otorgar su permiso, mandaron hacer las averiguaciones correspondientes. Uno de los residentes españoles fue encomendado para que, bajo juramento, valorizara el costo de la reparación de la capilla. También testificó un gobernador de indios. Ambos coincidieron en la necesidad de reparar el edificio y sus testimonios fueron enviados a los funcionarios reales respectivos.
 
Obtenido el visto bueno, y en nueva Junta, indios, españoles y mestizos nombraron de común acuerdo como mayordomo a uno de los comerciantes españoles, con el objeto de que administrase el dinero de la obra. El mayordomo también debía responsabilizarse de la recaudación de los arbitrios de las tiendas y mesones para saldar, paulatinamente, el préstamo de los mil pesos.
 
Similarmente, el gobernador del pueblo de San Pedro Tlahuac, en Chalco, promovió la reparación de la iglesia parroquial en 1790. Siguiendo los mismos procedimientos que en el caso anterior, españoles, mestizos e indios se congregaron en la casa cural para repartirse las contribuciones. El siguiente cuadro muestra lo que aportó cada grupo.
 
 
Cuadro I
Contribuciones de los vecinos de San Pedro Tlahuac (Chalco) para la reparación de la iglesia parroquial
 
 
Componente del pueblo
Contribuyentes y contribuciones
Españoles del estado llano y mestizos
 
Indios
 
Tlahuac (cabecera)
2 individuos: 6 pesos cada uno por una sola vez.
260 indios: 4 peones diarios y 1 real al mes.
San Francisco Tlaltenco (sujeto)
23 individuos: entre 2 y 4 pesos por una sola vez.
 
120 indios: 50 pesos.
 
 
Santiago Zapotitlan (sujeto)
 
6 individuos: en promedio cada uno 2 brazadas de tezontle.
83 indios: 1 canoa de tezontle, ripio y 3 peones por semana mientras dure la obra.
 
 
 
 
 
 
Santa Catarina (sujeto)
 
 
 
 
18 individuos: entre 2 y 4 pesos y 12 cargas de cal por una sola vez.
Indios principales, D. Fernando Pascual, Don Mateo Pacheco y Don Bacilio: 3 pesos cada uno. Los demás indios del común: 3 peones semanales mientras durase la obra.
San Martín Xico (sujeto)
 
48 indios: 1 peón diario.
 
 
 
Asimismo, en 1802 los gobernadores de la cabecera parroquial de Tlanepantla (Tacuba), promovieron la reparación de su iglesia, para lo cual decidieron que los indios contribuyeran con su trabajo y los españoles y mestizos con dinero y materiales.
 
 
La Junta de Comerciantes
 
En todas las épocas y sociedades el intercambio de bienes ha constituido una fuerza vinculante entre los hombres. En el Valle de México el comercio no sólo propició la integración de los indios con los españoles del estado llano y los mestizos, haciendo posible su participación en torno a la Junta de Comerciantes. Además, la magnitud de la presencia de los primeros en el comercio determinó que, luego de la abolición de los Reales Tributos en 1810, fuera posible homogeneizarlos fiscalmente con españoles y mestizos. Esa igualación en materia tributaria significó otro gran paso hacia la modernidad política en el México Colonial.
 
Si bien es cierto que los indios del Valle lograban sostenerse con el trabajo realizado en tierras que les proporcionaban los gobernantes, estuvieron lejos de vivir en la autarquía. Una parte de la cosecha (grano, hortalizas y fruta) la dedicaban al autoconsumo y la otra a la venta al menudeo, junto con algunos pollos, gallinas, cerdos, pavos y pescados. Además, complementaban sus ingresos con la comercialización de pulque, artesanías (cestos, cerámica y tejidos), salitre, sal, leña, sacate y piedra, entre otras cosas.
 
Los indios de los diferentes pueblos de San Cristóbal Ecatepec, San Juan Teotihuacan y Otumba lograron cierta especialización en la producción, conducción y venta de pulque y tequesquite o salitre. Los suelos de esas jurisdicciones, carentes de agua, producían apenas grano y eran en general poco fértiles. Los indios de Texcoco comercializaban sal, leña, carbón, tejidos de lana y algodón, así como madera. Además vendían su fuerza de trabajo, eventualmente, en las haciendas cercanas. En Coatepec muchos indios ofertaban su fuerza de trabajo como albañiles y carpinteros, mientras que los de Chalco y Xochimilco, introducían sus productos a la Corte en canoas que se desplazaban por la ruta lacustre del sur. Los de Xochimilco traían sobre todo manufacturas en madera, frutas y verduras de sus chinampas o provenientes de Tierra Caliente, mientras que los de Chalco transportaban básicamente granos. Los de Ixtacalco; al sur de la Ciudad de México, y los de Mexicalzingo, al igual que los de Xochimilco, se caracterizaron también por su continua participación en el comercio, vendiendo lo producido en sus chinampas, además de sal, salitre, cestos, cerámica y pescado. Los de Coyoacan y Tacubaya, por otro lado, eran reconocidos como albañiles y carpinteros, mientras que los indios de Tacuba vendían vasijas de barro, carbón y piedra. Particularmente los de Toltitlan, trabajaban un tejido que entonces se conocía como “jerguetilla” y lo vendían en la ciudad de México. Se trataba de un tejido burdo, que era adquirido por los pobres. Los indios de Tacuba no solamente vendían jerga, piedra, carbón y vasijas de barro, sino también pulque y tequesquite, además de maíz, frejol, cebada, trigo, alberjón, habas, aceite y fruta que sus ricos suelos, abundantemente regados, solían producir. Finalmente, la población indígena del partido de Cuautitlan se especializaba en la producción y venta de un tipo especial de cerámica.
 
Los indios del Valle no solamente introducían sus productos a la Ciudad de México, utilizando los caminos que la unían con los pueblos cabecera y la ruta lacustre del sur. Además participaban en el comercio que se llevaba a cabo en los tianguis que tenían lugar semanalmente en las cabeceras parroquiales. El tianguis de Cuautitlan era muy frecuentado por viajeros que iban de la Ciudad de México a la región minera del norte. El de Chalco era muy grande y concurrido, comercializándose en él sobre todo semillas. Por su parte Chicoloapan (Coatepec) se convirtió en el siglo XVIII en un pueblo comercial importante, en el que cada miércoles se reunía una gran cantidad de gente para intercambiar ropa, granos, frutas, animales y otros muchos artículos. La multiplicidad de mercados en todo el Valle, además, promovió la movilización de los indios a lo largo de sus diferentes partidos. Así, por ejemplo, los de Zumpango y pueblos adyacentes, comercializaban chile, tomate, frejol y sal, y para que no se desaprovechara lo que no llegaba a venderse, se trasladaban a las plazas y mercados de otros pueblos, proveyendo a la gente pobre de víveres baratos.
 
Durante las últimas décadas del siglo XVIII la importancia de la participación indígena en el comercio no fue desapercibida por los gobernantes. Estos abrigaron entonces la idea de terminar con la exención de la paga de Alcabala con la que siempre habían contado. Hacia 1792 el volumen promedio de bienes que comercializaron los indios en la Ciudad de México ascendió a treinta mil pesos y el Erario perdió, en Alcabala, alrededor de dos mil pesos. Ese año los indios del Valle introdujeron a la Ciudad de México por las garitas de Burras, Mellado, Valenciana y Santa Rosa (cerca a las de San Lázaro y Peralvillo) sobre todo fruta, menestras, maíz y paja, unos pocos productos lácteos, cerdos, jerga, manta y sombreros. Cada indio transportaba, por ejemplo, dos arrobas de chile, o seis cargas de durazno, o tres fanegas de frejol, o cuarenta varas de jerga o siete sombreros, o cuatro cargas de aguacate o un cerdo mediano. El valor de estas mercancías era de alrededor de seis pesos y el de la Alcabala que se dejaba de cobrar ascendía a cuatro reales.
 
La necesidad de cubrir los sueldos de la tropa en el contexto de la ofensiva insurgente impulsó al Virrey Venegas a imponer en 1812 una contribución sobre los bienes de consumo básico comercializados. Considerando que éstos se hallaban muy poco gravados, estableció un impuesto fijo llamado “Contribución Extraordinaria de Guerra Temporal o Subsidio de Guerra”, el cual debía comprender a todos los habitantes de Nueva España sin importar su adscripción estamental o de casta. El siguiente cuadro muestra los productos cargados y el monto de los cargos:
 
 
Cuadro II
Tarifa de la Contribución Extraordinaria de Guerra Temporal, 1812
 
Producto
 
Cantidad
Impuesto (Reales)
Maíz
Carga de 2 fanegas
3
Harina sin florear
Ibidem
6
Cebada
Ibidem
2
Garbanzo
Ibidem
6
Lenteja
Ibidem
4
Frijol
Ibidem
2
Chile
Carga de 14 arrobas
14
Arroz blanco
Carga de 12 arrobas
6
Arroz morisqueta
Ibidem
3
Haba seca
Ibidem
2
Chícharo seco
Ibidem
2
Sal
Ibidem
2
Bueyes viejos, novillos, vacas, toros de abasto
 
Cabeza
 
4
Carneros de abasto
Cabeza
2
Chivos, cabras, ovejas viejas para matanza de cebo
 
Cabeza
 
_
Cecina seca
Carga de 1 arroba
2
Cebo
Ibidem
3
Puerco para jamón o abasto
Cabeza
3
Queso añejo
Carga de 12 arrobas
6
Azúcar
Ibidem
1
Piloncillo blanco
Ibidem
3
Panocha blanca
Ibidem
3
Piloncillo de hoja
Carga
1 _
Panocha prieta
Carga
1 _
Lana
Arroba
1
Algodón despepitado
Carga de 12 arrobas
12
Algodón con pepita
Ibidem
6
Mulada de partidas
Cabeza
4
Potros cerreros, quebrantados y caballos de partida
 
Cabeza
 
2
Aguardiente de España
Barril
12
Aguardiente de caña
Ibidem
8
Vino de España
Ibidem
8
Aguardiente y vino de uva de la tierra
Ibidem
8
Vino mezcal
Barril quintaleño o de cuero
4 (pesos)
Cerveza, licores y vinos en botellas
Docena
8
Cobre
Quintal
1 (peso)
Plomo
Carga de 12 arrobas
2
Greta
Ibidem
2
Magistral
Ibidem
1
Jabón
Arroba
1
Cera
Arroba
4
Aceite de Oliva de España y de la tierra
Ibidem
4
Cacao de Guayaquil
Ibidem
4
Cacao de Caracas
Ibidem
2
Cacao de Maracaybo
Ibidem
2
Cacao de Tabasco
Ibidem
2
Cacao de Soconusco
Ibidem
4
Cal
Carga de 12 arrobas
2
Madera de todas clases
 
(12%)
Tequesquite
Fanega
1
 
Paja de todas clases
Carga de mula y media de burro
 
1, _
Fierro y acero introducido en Reales de Minas
 
Quintal
 
3, 4 (pesos)
Papel
Resma
2
Café
Arroba
2 (pesos)
Té o Cha
Ibidem
3 (pesos)
 
 
El cobro estaba a cargo directamente de guardas de las dependencias de Real Hacienda que existían en los partidos del Valle, con lo cual su efectividad quedó asegurada aunque, al mismo tiempo, propició fricciones. Aquel se realizaba tanto en las garitas como en los tianguis erigidos semanalmente en las cabeceras parroquiales.
 
En toda la Nueva España, se recaudaron bajo el rubro de Contribución Temporal de Guerra las siguientes sumas, que incrementaron en cerca de una tercera parte lo reunido durante ese mismo período bajo el antiguo ramo de Alcabala:
 

 

Cuadro III

Producto de la Contribución de Guerra y Alcabala, recaudado en la Nueva España, 1812-1817.
 
Año
Contribución de Guerra (Pesos)
Antiguo Ramo de Alcabala (Pesos)
1812
248,157
2,453,721
1813
1,028,422
3,254,200
1814
1,484,110
3,052,339
1815
1,384,270
3,008,544
1816
1,572,161
3,414,395
1817
449,064
5,811,440
Totales
6,166,186
20,994,539
 
 
En 1816, la Contribución de Guerra cambió de nombre. Desde entonces se denominó “Alcabala Eventual de Guerra”. Los efectos comercializados sobre todo por los indios, quedaron sujetos al pago de aquella, así como al de la Alcabala Permanente, ascendiendo cada una a un 6%. La nueva tarifa especificaba una serie de manufacturas indígenas y productos recogidos de los campos, bosques y montañas que no habían sido observados en 1812, como por ejemplo bateas, cal, canastos, costales de Tlayacapa, escobas, cucharas de madera, ladrillos, mantas, petates, cáscara de encino, nueces, paja, palma, piedras y tequesquite, entre otros. Durante los años siguientes los guardas exigieron a los indios la Alcabala Permanente y Eventual no solamente en las garitas de la Aduana de México, sino también en los mercados y tianguis celebrados en los pueblos. Así, por ejemplo, en las plazas del pueblo de Papalotla, en Texcoco se recaudó de los indios en el mes de mayo de 1817 treinta y un pesos y siete reales por sesenta y ocho cerdos de sábana, cuatro pesos y siete reales por seis y media cargas de queso, cuatro pesos por diez arrobas de chile y un peso un real y siete granos por tres cargas de sal. En abril de ese mismo año, los indios de San Juan Teotihuacan contribuyeron con catorce pesos por treinta cerdos de sábana y tres pesos y dos reales por dos cargas de sal.
 
Muchos indios llegaban a la ciudad de México como conductores de mercancías pertenecientes a terceras personas o a sus pueblos, pero otros tantos lo hacían, por ejemplo con una res, dos carneros, un cerdo o dos, o una carga de cebada de su propiedad. En 1823, por ejemplo, Jacinto Palomo registró cuatro cargas de tequesquite en la garita de Peralvillo, por lo que pagó dos reales. En la garita de Belem Agustín Esteban y José Tomás pagaron cuatro reales cada uno por seis docenas de chorizo que, respectivamente, introdujeron a la Ciudad de México para su venta. Francisco Antonio, por su parte, pagó un peso por tres cargas y media de maíz. En la garita de San Lázaro, Polinario pagó cuatro reales por una arroba y media de lana y en la de la Candelaria, Hipólito José dio seis reales por dos docenas de canastillos y una gruesa de naranjas.
 
La integración entre indios, españoles del estado llano y mestizos motivada por el comercio, sin embargo, solamente tuvo un impacto en las cabeceras parroquiales. Era en esos pueblos donde semanalmente se llevaban a cabo los tianguis, acudiendo miembros de las tres agrupaciones dedicados a la venta de bienes de consumo básico. Fueron ellos quienes se unieron en torno a las Juntas de Comerciantes con el objeto de defenderse de lo que consideraban excesos en el cobro de los derechos que los subdelegados les cobraban por el establecimiento de sus puestos de venta. Así, por ejemplo, en 1786, los españoles, mestizos e indios que vendían frutas y vituallas en el tianguis de Chalco presentaron un escrito al Virrey Gálvez, sobre la ilegitimidad de las exacciones que se les exigía por sus ventas.
 
Las Juntas de Comerciantes no fueron privativas del Valle de México. En San Francisco Ixtlahuaca; pueblo y cabecera parroquial del partido de Tianguistengo, en el actual Estado de México, era cosa común su celebración hacia 1795. Acudían a ellas los pocos españoles y la mayoría de mestizos e indios que, en conjunto, componían las ciento y más familias que residían en ese lugar. Aquel año, incluso, se decidió elegir como síndico procurador a un español, dueño de una pulpería. A través de su elección, se buscaba hacer más eficiente la defensa de sus intereses como comerciantes frente al subdelegado. Éste, desde hacía algún tiempo, venía gravándolos en exceso por sus ventas.
 
Al igual que en las Juntas de Fábrica, los indios participaron en las Juntas de Comerciantes a través de sus gobernadores y alcaldes. Los españoles del estado llano y mestizos, en cambio, lo hicieron individualmente. La diferencia entre las Juntas de Fábrica y las Juntas de Comerciantes radicaba en que las últimas poseían un carácter defensivo, ya que se erigían con el objeto de salvaguardar los intereses de un sector de la población ante los subdelegados y, además, eran exclusivas desde el punto de vista de la actividad económica desempeñada por sus miembros. En las Juntas de Fábrica, en cambio, tanto indios como españoles y mestizos compartían la misma preocupación por reparar o construir el templo, independientemente de las actividades que realizaban para ganarse la vida. En estas asambleas no había que conciliar intereses antagónicos entre población y subdelegados. Éstos actuaban simplemente como promotores. De ahí, también, que no fuera necesario elegir representantes con funciones especiales, como los síndicos, para hacer valer los intereses de sus participantes.
 

 

La Junta de Guerra o Patriótica

 
Dado que el ejército regular resultaba insuficiente para contener a los insurgentes liderados por el Padre Hidalgo, el Virrey Venegas ordenó en 1811 que los españoles del estado llano y los mestizos se incorporaran a las milicias. Sin embargo, esa disposición debió flexibilizarse para dar cabida a los indios, quienes tradicionalmente habían estado exceptuados de todo servicio militar. A través de esta medida, no solamente se dio un nuevo avance hacia la modernidad política si no que, simultáneamente, la Junta asumió una nueva fisonomía.
 
En el Valle de México, las Juntas Patrióticas constituyeron organizaciones dirigidas, sobre todo, a fijar las contribuciones necesarias para el establecimiento y funcionamiento de unas milicias cuya formación los Borbones habían estado impulsando, sin mucho éxito, desde mediados del siglo XVIII, junto con la de un ejército regular. La particularidad de las Juntas Patrióticas radicó en que la participación no se ciñó a los habitantes de las cabeceras parroquiales sino que incorporó a los indios de los pueblos sujetos. Además, los subdelegados no se limitaron a promover el establecimiento de tales asambleas si no que, como máximas autoridades milicianas de los partidos, intervinieron directamente en los procesos de toma de decisiones.
 
En la Junta Patriótica se discutía acerca del contingente humano y el dinero que, bajo el rubro de Contribución Directa, cada pueblo podía dar a la guerra. El subdelegado preparaba planes en torno a estos puntos, que la Junta tenía el deber de aceptar, corregir o desaprobar. Así, por ejemplo, en Texcoco, hacia 1815, se hizo un plan de contribuyentes que fue aprobado por la asamblea, mas no el gasto. Días más tarde, ésta dio su visto bueno, no sin antes reducir el número de milicianos que compondrían la compañía de infantería. A la primera reunión acudieron los comerciantes de la cabecera, el subdelegado y el cura de la parroquia. En la segunda, los comerciantes estuvieron representados por un síndico procurador. En nueva Junta, el subdelegado dialogó, a su vez, con los gobernadores de indios.
 
La unidad fiscal en materia de guerra, como había sucedido con los Reales Tributos, era el indio padre de familia, aunque la cuota variaba según las posibilidades económicas de cada cual. Así, por ejemplo, en San Agustín de las Cuevas (Coyoacan), hasta 1818 se reunían mensualmente quinientos pesos destinados al mantenimiento de las tropas que debían servir para la guarnición de ese territorio, a cuyo mando se hallaba un español de la Villa, con el grado de comandante. Los españoles y mestizos, así como los indios colaboraban según sus posibilidades. Ese año, se formó una Junta para reajustar, por órdenes superiores, la cuota. En conjunto, los indios de los pueblos de San Pedro Apóstol, Santísima y Santa Ursula, Calvario, Niño Jesús y Chimalteyoc, San Lorenzo Huipulco, Santo Tomás Ajusco, San Miguel, San Andrés, La Magdalena y San Pedro Mártir aportaron el doce por ciento de aquella.
 
En 1819 las contribuciones de guerra en dinero seguían vigentes. La Contribución Directa siguió cobrándose durante los años siguientes aunque sirvió para sufragar gastos muy diferentes a los que la insurgencia había motivado. En las cuentas de los Fondos Públicos del ayuntamiento constitucional erigido sobre la parroquia de San Juan Bautista Citlaltepec, correspondientes a 1824 y 1825, el procurador síndico recaudó seis pesos por tal concepto. Ese último año, la suma a la que ascendió el impuesto en el Estado de México fue de 40,125 pesos.
 
Para llevar las cuentas, los miembros de la Junta Patriótica nombraban a un tesorero, que podía ser un capitán miliciano o simplemente un vecino español o mestizo. Los gobernadores y alcaldes de indios cobraban la contribución entre los miembros de su grupo y rendían cuentas ante la asamblea. Mientras tanto, las cuotas de los españoles y mestizos eran recogidas por un sargento cobrador.
 
Por otro lado, en la Junta Patriótica gobernadores y alcaldes, junto con los párrocos, informaban de los avances y retiradas de los insurgentes. En ellas también se formulaban estrategias defensivas como, por ejemplo, la de que el cura tocara la campana en señal de peligro y la población acudiera a la cabecera armada de lanzas, palos y piedras. Asimismo, se decidía poner vigías en ciertos puntos y costear sargentos veteranos para que instruyera a los milicianos.
 
En suma, la religión y el comercio fueron fuerzas sociales que propiciaron la integración de estamentos y castas en el Valle de México. El compartir el mismo horizonte religioso y una misma actividad económica llevó a indios, mestizos y españoles del estado llano a cooperar en organizaciones comunes como la Junta de Fábrica y la Junta de Comerciantes. La necesidad de contar con un escenario donde llevar a cabo los rituales y la de realizar transacciones comerciales en un ambiente desprovisto de tensiones fueron, respectivamente, los objetivos principales de esas organizaciones. En ambos casos, la presencia indígena estuvo mediatizada por la república. En cambio, los no indios participaron de manera individual. Tales prácticas fueron promovidas por unos reyes atentos a la dinamicidad que la sociedad mostraba y que se hallaban profundamente seducidos por los destellos de la modernidad política forjada por los ideólogos de la Ilustración. Y sin embargo, el impacto de las leyes que emitieron fue diferencial. En los pueblos que no eran cabeceras parroquiales, carecieron de importancia alguna hasta el advenimiento de la lucha contra-insurgente. La guerra significó para los indios, mestizos y españoles del Valle de México una amenaza contra un orden social considerado legítimo. En consecuencia, su defensa constituyó una nueva fuerza vinculante que trascendió en importancia al comercio y la religión, llevándolos a participar en un tipo de Junta mucho más incluyente; erigida sobre la parroquia entera.
 
La experiencia desplegada por los indios del Valle de México en torno a la Junta; experiencia construida sobre el principio de la “unidad en la diversidad”, tuvo implicaciones importantes a lo largo del siglo XIX. Como he demostrado en otro lugar[2], aquella fue determinante para su muy sui generis conversión en ciudadanos de la nación española entre 1812-14 y 1820-21 y, posteriormente, en la de ciudadanos de la nación mexicana. Así, por ejemplo, los principios de igualdad legal e individualidad sobre los cuales se asienta esa moderna institución, debieron retroceder ante la demanda indígena de mediatizar su participación política. Del mismo modo que lo habían hecho en la Junta, los indios del Valle de México se hicieron presentes en el Ayuntamiento Constitucional a partir de una república resuelta a no dejarse morir.
 
Bibliografía Básica
 
    
CERRUTI, Mario (coord.), De los Borbones a la Revolución : Ocho Estudios Regionales, México, COMECSO, 1986
 
COMMONS DE LA ROSA, Aurea, Las Intendencias de la Nueva España, México, Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Nacional Autónoma de México, 1993
 
GUIMERá, Agustín (Ed., El Reformismo Borbónico: Una Visión Interdisciplinar, Madrid, Alianza: Consejo Superior de Investigaciónes Científicas, 1996
 
LYNCH, John. Bourbon Spain, 1700-1808, Cambridge, Mass., Basil Blackwell, 1989
 
MESTRE, Antonio, Despotismo e Ilustración en España, México, Ariel, 1976
 
PIETSCHMANN, Horst, Las Reformas Borbónicas y el Sistema de Intendencias en Nueva España: Un Estudio Político Administrativo, México, Fondo de Cultura Económica, 1996
 
PIETSCHMANN, Horst, "Revolución y Contrarevolución en el México de las Reformas Borbónicas. Ideas Protoliberales y Liberales entre los Burócratas Ilustrados Novohispanos (1780 1794)", en L'Amérique Latine Face à la Révolucion Française. L'Epoque Révolutionnaire: Adhésions et Rejets, Toulouse, Caravelle. Cahiers du Monde Hispanique et Luso Brésilien, 1990
 
RODRíGUEZ GARZA, Francisco Javier y Lucino Gutiérrez Herrera (coords.), Ilustración Española, Reformas Borbónicas y Liberalismo temprano en México, México, División de Ciencias Sociales y Humanidades, Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Azcapotzalco, 1992
 
RUIZ ABREU, Carlos Enrique, Tabasco en la Época de los Borbones: Comercio y Mercados, 1777-1811, Villahermosa, Universidad Juárez Autónoma de Tabasco, 2001
 
 
 
 
NOTAS

[1] Extractado de: “El Reformismo Borbónico y la Participación Política de Indios y Estado Llano en el Valle de México”. Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas 40, 2003, Hamburgo, pp. 97-121.[]
2 Ver: Los indios del Valle de México y la Construcción de una Nueva Sociabilidad Política, 1770-1835. México, El Colegio Mexiquense, 2003.
Categoría: 
Artículo
Época de interés: 
Colonial
Área de interés: 
Historia Política
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