Reseña

sobre María de los Ángeles Romero Frizzi, "El sol y la cruz. Los pueblos indios de Oaxaca colonial"

Autor: 
Pierre Ragon
Institución: 
Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos
Correo electrónico: 
Síntesis: 

María de los Ángeles Romero Frizzi, El sol y la cruz. Los pueblos indios de Oaxaca colonial, México, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social - Instituto Nacional Indigenista, 1996. (Colección de historia de los pueblos indígenas de México.)


Reseñado para H-MEXICO por Pierre Ragon <pierre_ragon@infosel.net.mx>


La colección que dirigen Teresa Rojas Rabiela y Mario Humberto Ruz es actualmente bien conocida por el público lector. Aunque esta labor ha ido a desembocar hacia enfoques geográficos y cronológicos diversos, todos los autores del grupo comparten una misma tónica. El presente volumen, enfocado a la historia colonial de los pueblos indígenas de Oaxaca reúne perfectamente las características que el conjunto ya publicado exige: encontramos un esbozo histórico en el que los pueblos autóctonos, en un mundo donde siempre aparecen como dominados, serán esta vez colocados en el centro del tema en tanto que sujetos de la historia.

Como el plan escogido por María de los Ángeles Romero Frizzi es claro, se presta bien a una presentación general de su visión. Esta autora logra una pintura viva y concreta de la historia de los pueblos indígenas de Oaxaca al utilizar un ramillete de ejemplos juiciosos, claramente ilustrados con fuentes documentales que ella bien domina. Cada vez que esto es posible, utiliza textos indígenas, principalmente traducidos del zapoteco, de los fondos Tierras e Indios del AGN, con lo que logra desarrollar perspectivas originales. Los dos primeros capítulos se refieren al contexto geográfico y étnico. Un tercer capitulo presenta el periodo de la conquista y de la implantación de la dominación española, desde el punto de vista de los indígenas. Viene después una presentación de las transformaciones políticas inducidas por la dominación española, y otras dos secuencias se consagran a las transformaciones socioeconómicas de las comunidades indígenas. Un corto capítulo trata la rebelión de Tehuantepec (1660-1661), y al final, la autora acaba por evocar las mutaciones de la sociedad indígena en el siglo XVIII.

Trataré de resumir lo esencial de esta obra en unas pocas palabras. María de los Ángeles Romero Frizzi comienza por describir la enorme diversidad de Oaxaca. Geográficamente, este estado, cuyas fronteras calcan grosso modo salvo el norte las del antiguo obispado de Antequera, no tiene uniformidad: todos los paisajes de México, desde el bosque tropical húmedo hasta las estepas semiáridas, pasando por los bosques de coníferas, se encuentran ahí representados. El relieve, la variedad de las orientaciones y climas generan, en esta región, una abundancia de nichos ecológicos; el resultado es un gran número de ecosistemas de gran contraste entre ellos. Probablemente la agricultura apareció en la zona de los valles centrales hacia 8000 a.C.; en ese entonces, la zona habría gozado de una humedad más acentuada que la de hoy día. Aunque tradicionalmente para Oaxaca se distinguen unos 16 grupos étnicos, ya presentes en tiempos de la conquista, la autora hace hincapié en el carácter arbitrario de esta clasificación basada sobre las diferencias indígenas -lógica ciertamente para los antropólogos- ya que los indígenas, siempre según la autora, conforman sus propios grupos y distinciones principalmente según criterios de ciertos linajes.

Antes de la llegada de los españoles, la historia de la zona no es fácil de reconstituir: no aparecen transcripciones coloniales en la escritura alfabética de documentos prehispánicos como lo son el Chilam Balam, Popol Vuh o la Historia tolteca-chichimeca. Para el caso que nos ocupa, el historiador y el antropólogo deben contentarse con los códices, con los títulos de tierras, con los textos de las Relaciones geográficas, con los trabajos de los arqueólogos y con los relatos orales contemporáneos. Peor aun, esas fuentes vierten una luz confusa, desigual, sobre el antiguo paisaje oaxaqueño, además de que el desequilibrio en el avance de los estudios contemporáneos acentúa esas desigualdades. Por ejemplo, se conoce mejor a los mixtecos, seguidos por los zapotecos o los cuicatecos, y se conoce menos a los otros grupos: chinantecos, mazatecos, triquis, huaves... de los que casi se ignora su pasado por completo.

Es claro que la conquista española no implica la desaparición de las autoridades indígenas y de las culturas autóctonas. Símbolo de la complejidad de los nuevos conflictos, la escritura colonial de los antiguos códices, siempre según nos relata la autora, está menos motivada por la preservación de los intereses indígenas frente a las autoridades coloniales y más por la reglamentación de conflictos internos de los propios pueblos indios. Cuanto más jerarquizadas están las sociedades, más fácilmente sus elites políticas pactan de forma voluntaria con las autoridades extranjeras, pues desean afirmar su preeminencia local dentro del nuevo orden: juego este peligroso que provoca el proceso de occidentalización de las sociedades prehispánicas, del que al final los españoles salen beneficiados. La autora sugiere que esta actuación de las elites, amenazadas por la aparición de las nuevas instituciones, junto con la captación de tributos realizada por los nuevos señores, favorecen la imposición de un nuevo orden colonial, pero agrandan la tensión entre caciques y macehuales.

Además, Romero Frizzi descubre fenómenos de alcance universal que involucran a las sociedades en su conjunto. Nos dice que los modos de vida sufren profundas transformaciones con la introducción de nuevas técnicas y de nuevos cultivos. Durante todo el siglo XVI, el dinamismo de las sociedades indígenas contrasta con su hundimiento demográfico y con el desvío de la fuerza de trabajo provocado por las órdenes religiosas ávidas de mano de obra para la construcción de sus conventos. La renovación de los cultivos alimenticios y la introducción de la ganadería constituyen las transformaciones más comunes, mientras que otras metas más ambiciosas, la cría del gusano de seda (en el XVI), o la de la grana (en todo su apogeo en el XVIII), propician un buen medio de intercambio para las sociedades. Sin embargo, a largo plazo, los tres siglos de historia colonial aparecen hondamente marcados por el debilitamiento de las sociedades tradicionales (fenómeno que la autora califica de "empobrecimiento"). En una población diezmada, el alcoholismo causa estragos. Las economías campesinas sufren la escasez de utensilios metálicos y de la rareza de circulación monetaria; mientras tanto, son víctimas de un intercambio desigual y de la confiscación de los circuitos comerciales más remuneradores, acaparados por los comerciantes españoles. Cuando la curva demográfica vuelve a ascender, las luchas por la tierra se agudizan; se produce un desmembramiento de las comunidades indígenas y los nuevos pueblos se enfrentan más entre sí mismos que contra el orden colonial. Sólo en el contexto de las practicas religiosas la resistencia habría sido más eficaz..

La obra, como todas las de esta colección, presenta una rica iconografía, pero en este caso, la importancia y la densidad del texto escrito por la autora ha dejado poco espacio para el apéndice documentario. Pese a las débiles fuentes de origen indígena, Romero Frizzi, logra casi en todos los casos escribir la historia vivida por las poblaciones autóctonas, según la visión de ellas mismas. La autora nos pinta la conquista, desde el punto de vista de los vencidos, como el nacimiento de un nuevo sol, y el inicio de las luchas de 1660, el Domingo de Ramos, como la corrección de un desequilibrio introducido en el orden cósmico por las exacciones de los alcaldes mayores que desviaban una parte de las ofrendas destinadas a la Iglesia. Únicamente la dimensión militar de la conquista es tratada en la obra de forma más tradicional: prácticamente descrita, por supuesto, sólo por testimonios de origen español. Al contrario, la evocación de la evangelización constituye la oportunidad para que la autora presente un bello estudio regional de la zona de Yanhuitlán y de Teposcolula; para este caso, el uso del Códice de Yanhuitlán es de lo más airoso.

Una tesis recorre todo el libro: la aparente sumisión de los pueblos indígenas a la cultura dominante, durante el periodo colonial, no sería más que un efecto de óptica producto de la valorización excesiva de las habilidades del aparato administrativo español, que muestran los diferentes trabajos enfocados a este aparato. Además, en el siglo XVIII, las culturas indígenas habrían conocido un cierto renacimiento. A partir de esta doble aclaración, la autora explica el vigor de las luchas actuales de los indígenas de Oaxaca.

Este enfoque es interesante, pero habría que confirmarlo. Si bien es perfectamente válido el interés de los autores de esta colección por esa otra visión del pasado, no debemos olvidar que la historia vivida por los indígenas también es a su vez sólo un aspecto de la realidad. Redibujar la historia vivida por los pueblos autóctonos, al lado de la historia "oficial" ya escrita, es indispensable, pero seria ideal ver escrita una historia global que nos narrase el conjunto de los conflictos vividos por los diferentes actores de la sociedad colonial y que restableciese el equilibrio entre la conciencia de los hechos culturales y la de las realidades socioeconómicas. Los retos de la colección "Historia de los pueblos indígenas de México" nos acercan algo a este objetivo.

 Pierre Ragon

pierre_ragon@infosel.net.mx

Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos

 

Categoría: 
Reseña
Época de interés: 
Colonial
Área de interés: 
Etnohistoria

sobre Luis Jáuregui: La Real Hacienda de Nueva España, su administración en la época de los intendentes, 1786-1821

Autor: 
Michel Bertrand
Institución: 
Universidad de Toulouse
Correo electrónico: 
Síntesis: 

Luis Jáuregui: La Real Hacienda de Nueva España, su administración en la
época de los intendentes, 1786-1821, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1999, 389 p.


Reseñado para H-MEXICO por Michel Bertrand, Universidad de Toulouse- Francia  <mbertran@univ-tlse2.fr>

 La atención puesta en la administración de la Real Hacienda colonial ha venido dibujando desde mucho tiempo atrás una corriente historiográfica particularmente fecunda. Inscrita desde un planteamiento fundamentalmente institucional, esta historiografía consiguió ofrecer una visión cada vez más precisa y exacta del funcionamiento interno de un servicio burocrático que jugó un papel central en el establecimiento de una lógica de explotación colonial. Recordemos aquí que, en el marco de la primera expedición colombina, entre los dos oficiales responsables de los intereses reales se encontraba precisamente un encargado de administrar el Real Tesoro. Más tarde, las expediciones de colonización contaron generalmente con un oficial que, con un título que podía variar, ejercía la misma función. De esta historiografía, que conoció su máxima productividad entre los años 50 y 80de este siglo, nos limitaremos a evocar aquí el hecho de que se inscribió en parte en la prolongación de trabajos relativos al mismo tema aplicados al espacio peninsular. De C. Espejo de Hinojosa a A. Domínguez Ortiz, pasando por J. M. Mariluz Urquijo, I. Sánchez Bella, R. Carande o M. Ladero Quesada, son aquí algunos de los historiadores que contribuyeron con sus importantes trabajos e investigaciones al dinamismo de esta corriente historiográfica.

 

Paralelamente al desarrollo de una historia institucional relativa a la Real Hacienda, se llevó también a cabo una historia económica fundamentada en la utilización de las fuentes muy abundantes que precisamente fue produciendo este sector burocrático a lo largo del período colonial. En este segundo caso también el dinamismo de esta historiografía, en gran parte animada por historiadores norteamericanos y que alcanzó su máxima productividad entre los años 70 y 90, impide evocar los nombres de todos aquellos que contribuyeron a su desarrollo. La recopilación y ulterior publicación de las cartas cuentas de la Real Hacienda americana, iniciada por J.J. Te Paske y llevada a cabo con la colaboración de otros historiadores como J. J. Palomo y H. S. Klein, viene en cierta forma a concretar el interés acordado por los historiadores de la economía colonial a esta fuente producida por la Real Hacienda americana.

 

De cierta forma, el trabajo de Luis Jáuregui sobre la Real Hacienda novohispana del final del siglo XVIII se inscribe directamente en la doble filiación de ambas corrientes historiográficas. En un primer momento, este trabajo se fundamenta en la observación de que los hombres que llegaron al poder con la independencia consideraron pertinente no cambiar el sistema hacendístico. Con base en esta constatación, se trata para L. Jáuregui de reconstituir el funcionamiento de un organismo estatal, o sea la Real Hacienda, en vísperas de la Independencia. Lo que viene por lo tanto a ofrecer este estudio es una reflexión sobre la última transformación que conoció la Real Hacienda colonial con la instalación de las Intendencias. Desde esta primera perspectiva, este trabajo viene oportunamente a colmar un espacio que, de manera sorprendente, había olvidado considerar la historiografía a la que aludíamos más arriba. Por otra parte, partiendo delas propias fuentes producidas por este sector burocrático, el propósito deL. Jáuregui consiste en llevar a cabo una historia económica que él llama "institucional " -y que quizás sería más acertado, para lo que a este trabajo se refiere, calificar de historia fiscal- cuyo propósito consiste en abordara las instituciones " como mediadoras que se hallan entre los distintos elementos que componen la sociedad". Este enfoque le permite analizar a la vez como se fue conformando la planta administrativa a las exigencias impuestas por la reforma de Estado colonial así como el hecho de que, en su trabajo de recaudación fiscal, esta burocracia tuvo también que adecuarse ala realidad con la que se encontraba.

 Esta doble reflexión, relativa a una administración fundamental dentro del aparato estatal, es llevada a cabo según una perspectiva cronológica que divide en dos partes el conjunto del trabajo. La primera de ellas, titulada "Crisis y auge, la administración fiscal novohispana de los siglos XVII y XVIII", consiste en un muy preciso repaso de la historia de esta burocracia a lo largo de los dos siglos considerados. De esta presentación muy rigurosa, cabe resaltar la reconstrucción de la estructura hacendística aquí propuesta y la de su evolución a lo largo del período estudiado.

 Entre las conclusiones de importancia aportadas por el trabajo de L. Jáuregui, señalemos la precoz toma de conciencia por parte de la metrópoli, favorecida por la crisis administrativa del siglo XVII, de la necesidad de llevar acabo una reestructuración de este sector burocrático tan importante para ella. Importante también es el análisis llevado a cabo del impacto de la reforma de las intendencias sobre el sector hacendístico. De este esfuerzo reformador, el autor dibuja con mucha atención y precisión su traducción en términos institucionales, realidad de la que ofrece una presentación mediante organigramas de gran utilidad y particularmente esclarecedores. Al confrontar esta reforma con su traducción fiscalizadora, L. Jáuregui puede concluir que hubo una mejora significativa de la recaudación fiscal a partir de la segunda mitad de los años 1780, dado que disminuyó significativamente el costo de la recaudación de los impuestos en la Nueva España.

 En contrapartida con este primer período, benéfico en términos fiscales para la metrópoli, los años siguientes aparecen como un momento de desorganización de una administración cuya tendencia había sido la de una mejora significativa a lo largo del siglo XVIII. En una segunda parte titulada "Cambio y desorden, las reformas administrativas de los últimos años de la colonia ", L. Jáuregui aborda la cuestión del impacto sobre el sistema fiscal del contexto político militar en el que se encontró envuelto el imperio a partir del principio del siglo XIX. Insistiendo en el impacto de las urgencias de la monarquía que operaron a la manera de un guión que condujo ineluctablemente hacia la crisis del sistema, subraya que la creación de la Caja de Consolidación de los Vales Reales marcó en Nueva España la separación de las funciones del crédito público de las del resto de la Real Hacienda. De la misma forma, insiste en la disminución de las responsabilidades de los intendentes en materia hacendística como una traducción del fracaso del sistema introducido a partir de los años 80.

 Finalmente, la crisis de 1808 vino a significar la agravación de una situación nueva y cada día más comprometida al quedar la Real Hacienda novohispana directamente bajo la autoridad de la Junta Central. A pesar de que las reformas intentadas por esta nueva institución no tuvieron mucho efecto concreto, las iniciativas locales se multiplicaron para intentar proponer soluciones de mejora y modernización para un sector burocrático en crisis. Estas iniciativas y propuestas desembocaron en una disminución del peso de la Real Hacienda con la desaparición de los tributos en 1810 y de los estancos a partir de 1811, lo cual significó también una profunda desorganización de este sector burocrático.

 Mientras las reformas propuestas contribuían al desorden administrativo en la colonia, la metrópoli se veía obligada a recurrir a contribuciones extraordinarias para compensar las pérdidas sufridas resultantes de la desorganización del sistema. L. Jáuregui se atiende entonces a medir el impacto que la imposición de contribuciones extraordinarias tuvo en términos fiscales. Demuestra que esta nueva fiscalidad supuso el establecimiento de un nuevo nivel administrativo ocupado por la Junta de Arbitrios establecida a finales del año 1811. Sin embargo, a pesar de estos intentos, L. Jáuregui subraya como, a lo largo del período abierto a partir del año 1808, Nueva España fue contribuyendo cada vez menos al gasto de la metrópoli. Esta observación pone en relieve la relativa autonomía adquirida por el virreinato en el campo fiscal durante este período terminal de la historia colonial. Conclusión que viene a matizar las afirmaciones relativas al peso cada vez más importante de la contribución novohispana a la metrópoli desde la segunda mitad del siglo XVIII.

 En este contexto de desorganización, la definición del erario público por las Cortes de Cádiz vino a ser un momento de gran importancia. Las reformas entonces elaboradas no sólo respondían a las urgencias del momento sino que también obedecían a un cambio ideológico importante. Es esta transformación, que heredaría años después el México independiente, la que analiza con gran atención L. Jáuregui. Estas innovaciones, sumadas al impacto desestabilizador de la guerra contribuyeron por lo tanto a la aparición de un sistema fiscal sin rutina administrativa y con muy poca autoridad para el cobro de los impuestos mientras que los gastos, con la presencia de un ejército muy costoso, no paraban de aumentar. Esta contradicción significó para el nuevo Estado, en el momento en que accedía a su independencia, una situación de déficit muy difícil de erradicar ulteriormente.

 Este trabajo, que reconstruye de manera muy rigurosa la evolución del sistema hacendístico en la Nueva España a partir de la instauración de las intendencias y la del producto de su recaudación, ofrece una síntesis de gran utilidad y claridad sobre un tema esencial para la comprensión del siglo XVIII novohispano y de la independencia mexicana. Al inscribirse dentro de una doble tradición historiográfica que ocupó en los últimos 40 años un papel muy importante y dio a luz algunas obras maestras en el campo americanista, el trabajo de L. Jáuregui se afirma como el digno heredero de aquellas temáticas que por ser austeras no dejan de ser fundamentales. Su estudio relativo a la Real Hacienda novohispana en la época de los intendentes viene entonces confirmar que aún quedan espacios abiertos para esta historia, institucional y fiscal, cuando es llevada a cabo con eficacia y maestría.

 Michel Bertrand Universidad de Toulouse- Francia


 

 

 

 

 

Categoría: 
Reseña
Época de interés: 
Colonial
Área de interés: 
Historia Económica

sobre Eric Zolov. Refried Elvis: The Rise of the Mexican Counterculture

Autor: 
Kristina A. Boylan
Institución: 
Latin American Centre/Modern History Faculty, University of Oxford
Correo electrónico: 
Síntesis: 

Eric Zolov. Refried Elvis: The Rise of the Mexican Counterculture, Berkeley and Los Angeles, California and London, England: University of California Press, 1999. vii + 349.

por Kristina A. Boylan

kristina.boylan@stx.ox.ac.uk

Latin American Centre/Modern History Faculty, University of Oxford


The Evolution of Mexican Rocanrol, or Mis Vecinos Explained.

 During a year of field research, a colleague and I rented a congenial apartment in a pleasant, lower-middle-class neighborhood in central Mexico City; the only proverbial flies in the ointment there were our next-door neighbors. We had been warned by the previous tenant (also a young, foreign, female student) that the family next door tended to pry, but she neglected to mention that they also enjoyed hosting fiestas, playing music -loudly- until all hours. Concerned about rising early to get to the archives on time, we investigated and found that the culprits were not the two children of the family, twenty-somethings closer to our age, but were their fifty-something parents. Several times, the father of the family answered our protests by shouting "TENGO FIESTA!", as if that were an adequate justification for our windows vibrating to their music. After a particularly nasty altercation, the parents exacted their revenge by calling our landlords to report: "There's a strange man staying in the apartment with those girls." Despite all attempts at explaining that my brother had come for a conference and a brief visit, we were roundly scolded by the landlords AND the parents for putting our moral standing into question with the rest of the building, if not the entire neighborhood. However, we achieved a certain detente the evening we attended the fiesta commemorating the renovations they had carried out in the apartment. My German roommate kept a straight face as the father asked her if she didn't think the kitchen looked "European." My turn to practice diplomacy came as he pointedly explained to me, the American, that not only was the inventor of color television a Mexican whose ideas had been stolen by the gringos, but so was Elvis Presley, who had had to hide his Latino identity to achieve success in the USA. The parents then demonstrated that they danced the jive far better than I ever could. In the interests of keeping the peace, I did not dare disagree, but for long afterwards wondered just what they had been on about.

Eric Zolov's Refried Elvis: The Rise of the Mexican Counterculture provides a rich explanation, not only about the late 1950s-early 1960s generation to which my neighbors belonged, but about the place that rock music and youth culture have had in Mexico for the past forty years in discourses of nationality, modernity, class, social customs, gender and family. Initially, rock-and-roll music was seen as a harbinger of modern culture, one that Mexico ought to have alongside other industrialized nations in Europe and the Americas. Zolov convincingly demonstrates that rocanrol threateningly violated the codes of the patriarchal, authoritarian 'Mexican family,' on the micro level, as young men and especially young women dispensed with traditions to try new lifestyles, and on the macro level, as alternative models of what it meant to be 'Mexican,' divergent from that offered by the institutionalized Revolution, emerged and were expressed in music, literature and other media. Post-1950 youth culture thus triggered authoritarian responses from patriarchally-organized institutions such as Mexico's ruling party, the Catholic Church and traditional families. Through meticulous research in a wide variety of archives, periodicals, business reports, films, recordings, and personal interviews, Zolov shows that time and time again the vehement censure of rocanrol and its accompanying youth culture was consistently couched in familial and gendered terms. Whether questioning the masculinity of Elvis Presley or the Beatles, whether decrying rising rates of divorce and women 'forced' to work outside the home or rising hemlines, the stern and ever-watchful state, like its parallels in the clergy and the 'fathers of the family,' acted to clip the wings of countercultural youth. Although Mexican rocanrol was not always overtly political, Zolov disputes the view that it was apolitical, instead documenting its continual controversiality. Contrary to the impression that Western commercial and consumer culture (mostly imported from the United States) had displaced Mexican Revolutionary culture and depoliticized the populace, Zolov argues that the "emergence [of the Mexican counterculture] also marked the beginning of a new ideological questioning of authoritarian practices, not its death knell" (p. 9). Repressive tactics often made outright political and social challenge difficult, if not dangerous; thus rocanrol may have seemed at times escapist, but it was neither a tool of the ruling regime nor of foreign agents. Mexico's own countercultural heritage, including 1950s rebeldismo, an 'Avándaro generation' contemporary to that of Woodstock, and student movements paralleling those in Czechoslovakia, France, the United States and other countries, has been silenced in official attempts to present the 'Mexican family' as seamlessly unified, at least until the economic crises and political upheavals of the 1980s and 1990s rent it. Though erased not only from textbooks but also from many annals of Mexican culture, Zolov has reassembled evidence from myriad, scattered sources to recount the history of the Mexican counterculture from its inception to its current forms.

Refried Elvis opens with a detailed account of 1950s Mexico, when conservative forces in Mexico, terrified of the detrimental effect that rock music might have on the proper order of political, social and familial life, sought to contain rock-and-roll's rebellious side (chapters 1 and 2). Whether by elevating the cost of imported records and films, censoring Spanish translations of foreign hits (or not translating them at all), or, eventually, sanitizing home-grown products, it was insisted that in Mexico there would be no rebeldismo sin causa_ (p. 37). Although at times lyrics in English slipped by the censors (covers of popular foreign songs in English or Spanish were called 'refritos' (p. 72), hence Zolov's title), the only acceptable outlet, it seemed, was for youngsters to play their music loudly when they attended parties held at middle- and upper-class homes (pp. 84-85). They at least had their noise, or as my neighbor most likely said back then, "TENGO FIESTA".

Mexican counterculture did not remain in this restricted state. As Zolov demonstrates in chapter 3, both rhetoric of international exchange amongst 'modern' nations and individual interest kept a chink open for rock-and-roll influences from outside Mexico. Meanwhile, Mexico's working classes, not cowed by scoldings against immorality, kept playing their own music and supporting their own bands, despite arbitrary busts of dancehalls and basement clubs. Hints of 60s pop and psychadelia began to creep into the Mexican music scene, whether from imported Rolling Stones albums bought dearly or from reports from Huautla de Juárez, Oaxaca, where foreign hippies came in droves to try hallucinogenic mushrooms used in Mazatec religious culture (Elvis may not have been Mexican, but psilocybin, the organic model for LSD, was! p. 107). By 1967, La Onda was a widespread, identifiable trend; many young Mexicans sought to change their hairstyle, their clothes (their "ethnic" garb, notably, did not come from India, but were the huaraches, yaqui necklaces and embroidered shirts repopularized by countercultural tourists and then re-embraced by Mexicans), their reading material, and their attitudes towards social mores, notably in matters of authority and obedience (p. 113).

Chapters 3 and 4 examine the Mexican music scene during and in the wake of the 1968 student protests which were ended by the Tlatelolco massacre of 2 October 1968. Despite the fact that student demands did not fundamentally challenge the Mexican constitution or the upper echelons of social structure, from the outset, virtually every student protester was labelled a "hardliner". Women's participation in the protests was especially suspect; despite messages from music, literature and radical politics about their liberation, all-too-traditional assumptions about their activities in mixed, unsupervised company and their contravening parental, university and government authority brought especial condemnation upon them, from within and outside the student movement (one public employee commented on the whole affair, "Its the miniskirt that's to blame." p. 131). Also threatening to patriarchal authorities were the links which developed among upper, middle and working class students and activists; finding common ground in cultural idols and social protest, they occupied the university and sacrosanct public spaces such as the Angel of Independence and the Zocalo together (pp. 120-128).

The backlash against La Onda and related youth movements was fierce. One of the repercussions of Tlatelolco in Mexican popular culture was that, although a small segment of the student movement became more radicalized, many protesters became convinced that the oppressive political system, and the familial structure that paralleled it, were too powerful to be confronted. They opted to 'tune in, turn on and drop out,' calling themselves jipis (or further Mexicanizing the moniker to xipitecas), and joined foreign travellers on journeys to rediscover their own countryside. This move was widely criticized, both by conservatives ("Mexico needs men, not hippies," read one editorial) and by the Mexican left, which condemned the trend as escapist and a "cheap imitation" of the Western countercultural ideal it otherwise admired (pp. 132-134).

Despite the backlash, a new musical genre emerged, called La Onda Chicana, in which native bands fused Mexican and Latin American elements with foreign counterculture. Groups such as La Revolución de Emiliano Zapata, División del Norte, and Reforma Agraria appropriated and subverted the state's iconic figures; they recorded original compositions as well as covers, achieving several international hits (pp. 169-171). National and transnational recording companies tentatively lent support, and new radio stations and a music magazine, Piedra Rodante (closely modelled on Rolling Stone) followed the scene. The success of La Onda Chicana was short-lived, plummeting precipitously after a mass concert held in September 1971 alongside a car race in Avandaro, Valle de Bravo, Mexico State. Zolov painstakingly combined periodical surveys, oral history, and detective work in private collections to reconstruct this event in Chapter 6, as it has been all but erased from popular memory. Avándaro bore strong similarities to the USA's Woodstock in that several hundred thousand people in miserable, rainy weather attended it. Avándaro also provoked an extraordinary backlash from government officials and social conservatives against drug use, bad language, sexual licentiousness (though the great majority of those in attendance were male), occasional mild political statements and other symbolic misdemeanours (such as waving tricolor flags with a peace sign replacing the eagle and nopal). Unlike Woodstock, the recording industry did not capitalize on the event, but again censored itself, bowing to state pressure to cease publication of any material from Avándaro, and to cut off the production, distribution and consumption of Mexican rocanrol in the interests of social stability (pp. 217-224).

Neither national nor transnational companies suffered much from this policy, as the proportion of their assets invested in La Onda Chicana was small. Instead, they promoted nueva canción, Latin American folk music. Although also imbued with statements of protest, this music was deemed "lo nuestro" and more acceptable by the Mexican authorities, who again sponsored folk music festivals, as they had in the 1950s to counteract the influence of Elvis Presley and his ilk (pp. 53-54). One of the main propellants of the new musical trend, ironically, was Americans Simon and Garfunkel's 1970 recording of the Peruvian "El Condor Pasa"; nevertheless many Mexican elites, students and intellectuals as well embraced nueva canción and rejected rock-and-roll as "imperialist" (p. 226). Rocanrol was driven back into the barrios and the hoyos fonquis, not able to compete in the mainstream with nueva canción or with foreign pop bands (which benefited from the restrictions on rock's development in Mexico), until the mid-1980s. Once again, a wedge had been driven between the youth of different classes, musical trends dividing the fresas and the burguesía from the nacos.

Before concluding his study on Mexican pop culture, Zolov brings in what at first seems to be an unrelated topic, the work of the United States Information Agency over the time period covered by Refried Elvis. Yet Chapter 7 is enormously useful in that it demonstrates that the USIA did not have a clue about what was going on in Mexican youth culture; nor was it ready or able to launch any imperialist plots via a cultural idiom such as rock-and-roll. The USIA dedicated substantial time and energy to composing Protestas y estilos , a Spanish-language pamphlet describing the protests and social movements of the 1960s in very sanitized terms. Never intended for wide distribution, its aim was to "explain America" to the Latin American elite youth who would grow up to be their country's cultural intermediaries. Zolov contends that Protestas y estilos validated La Onda in that, even in its careful terms, it presented trends in music and student activism that had identifiable counterparts in Mexico. It also underscored the USIA's failure to recognize the transformation of Mexican youth culture that had already taken place in its own cultural idiom (p. 245). There was no need for the USIA to 'inform' nor to 'convert' Mexican (and other Latin American) youth about dissent, "healthy" or otherwise (p.240). In light of the USIA's naive information campaign, the assertions made by the Mexican left and right that the USA was actively scheming to undermine Latin American or Mexican culture via rock music seem at best shrill.

In the Conclusions, Zolov adds a detailed postscript about the survival of rocanrol in Mexico, mostly due to the continued support of the urban lower classes, whose numbers swelled as Mexico's economic miracle went bust in the early 1980s. In the face of economic crisis, catastrophes such as the 1985 earthquake, and the delegitimizing of Mexico's political elite, rock music served a cathartic function. As Alejandro Lora (of "Three Souls In My Mind" and later the TRI) points out, while not 'conscienticizing' the people per se, listening to rock has been a way of confronting society and its ruling institutions. Punk rock did quite well in the barrios, as did local chavos banda. In the wake of economic and political crisis, the de la Madrid and Salinas de Gortari administrations sought the support of youth and were prepared to allow for a controlled form of youth culture, through sponsorship of recorded music and concerts by its Consejo Nacional de Recursos para la Atencion de la Juventud (CREA) and campaign promises to lift bureaucratic constraints on the holding of "cultural events." However, the government's efforts to incorporate rock, which for the most part it had vehemently excised over the past three decades, into its version of national culture, failed, as it could not compete with the autonomous Consejo Popular Juvenil and other independent groups and followings.

The lifting of bans on mass concerts and increased radio play benefited both native and foreign musicians, but several nongovernmental factors have contributed to the recently increased success of rocanrol. Youth and student culture now embrace a fusion of traditional corridos, nueva canción and foreign and national rock along with other genres. Rock music's appropriation of national events and symbols and its identification with protest movements such as the Zapatistas in Chiapas go almost unquestioned. Finally, rocanrol no longer has to face onslaughts from the Mexican left; its cultural critics have accepted the onda as part of Mexico's cultura or música popular.

Zolov's study is well-written and informative; sources ranging as widely as from RCA and DIMSA reports to interviews with ex-jipis are integrated into a highly credible, readable text. Like many historical works on Mexico, Refried Elvis mainly looks at that country's counterculture from Mexico City outwards, although Zolov admirably includes regional influences (for example, the influence of the Mazatec culture in Huautla, or the impact of rocanrol bands like Los Dug Dugs and Santana that honed their skills in Tijuana and the southwestern USA before reemerging on the Latin American scene (Ch.3) where relevant.

Zolov's call for further research to be carried out on Mexican rock music and counterculture might prove difficult, as Refried Elvis leaves the reader with few questions about the material it covers. It should inspire regional investigations, in-depth examinations of different contributors, and a closer look at rocanrol and alternative cultural expression during the 1980s and 1990s in historical perspective. As Refried Elvis only covers up to the 1970s in great detail, I wondered how the recent craze in música ranchera would fit into Zolov's paradigm. Possibly akin to the infiltration of country music in American yuppies' CD collections, with exhortations that it represents "the real America", música ranchera being played at universities and extolled as muy mexicana might be an attempt to absorb rural, working-class and migrant culture into the Mexican mainstream, to incorporate it into a 1990s vision of what it means to be "Mexican", as part of the continuing search for the 'real' Mexico. For this and for many other research topics, Refried Elvis will surely serve as a firm basis upon which to base further explorations.


Kristina A. Boylan

(August, 1999)

 

Categoría: 
Reseña
Época de interés: 
Los Años Recientes
Área de interés: 
Historia Intelectual

sobre John H. Arnold, Una brevísima introducción a la historia

Autor: 
José Manuel Morales Palomares
Institución: 
Facultad de Historia de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo
Síntesis: 
JOHN H. ARNOLD, Una brevísima introducción a la historia, México, Océano, 2003, 184 pp.
 
John H. Arnold es un historiador inglés que ha trabajado temáticas relacionadas con estudios de género, sexualidad, religión, creencias y herejías en la Alta y Baja Edad Media, en Inglaterra y Europa. Prueba de ese interés, son los textos: The Preaching of the Cathars (Brill, 1998); Inquisition and Power: Catarism and the Confessing Subjetc in Medieval Languedoc (University of Pennsylvania Press, 2001).
Una brevísima introducción a la historia es una obra de divulgación y debate reciente en torno al quehacer de los historiadores y la filosofía de la historia. El texto, publicado en inglés por la Oxford University Press en el año 2000, Editorial Océano lo tradujo a fin de hacerlo accesible al lector hispano. Aunque el trabajo se autoproclama como breve e introductorio, los temas que aborda abren interesantes vetas de análisis y debate. Es una invitación, o más bien una provocación para que, quienes no sepan a ciencia cierta qué hace un historiador, se familiaricen con esa extraña vocación por el pasado; y para quienes se dedican profesionalmente a ello, reflexionen sobre la labor que realizan y se sientan tentados a asentir o disentir sobre las diferentes maneras de resolver los problemas fundamentales de la disciplina.
A juicio del autor, se pueden escribir tres tipos de libros cuyo cometido sea introducir al estudio del quehacer histórico. El primero sería una especie de manual sobre cómo practicar el oficio. El segundo, un estudio filosófico sobre las distintas teorías del conocimiento y el lugar que ocupa la historia en cada una de ellas. Y el tercero, una polémica que fomente el interés y el acercamiento para estudiar el pasado a detalle. John Arnold no reclama la exclusividad de ninguna de las tres posibilidades, pero sí retoma algo de ellas a lo largo de su exposición. Muestra a su vez distintas visiones sobre la historia, el cómo se investiga y para qué sirve hacerlo.
En los primeros tres capítulos se plantean algunas preguntas básicas de la disciplina: ¿qué es la historia?, ¿cómo ha sido abordado el problema de la historia en el pasado? y, por último, ¿cuáles son las fuentes con las que trabaja el historiador? Los capítulos intermedios abordan el trabajo con las fuentes y el problema de las interpretaciones. Los dos últimos capítulos (6 y 7) discuten en torno al lugar y el significado de la historia, la verdad y la importancia del oficio. En cada uno el autor introduce, a manera de ejemplo, algún tema o tópico de la historia de Europa o de los Estados Unidos. Así, a la par que el lector lee los testimonios y documentos, fuente primordial para el trabajo del historiador, también conoce las dificultades e interrogantes a las que éste se enfrenta. Sin duda, es una estrategia didáctica bien lograda, en la que el trabajo de archivo sirve de soporte al análisis filosófico de la historia.
El primer capítulo relata un conflicto religioso entre cátaros y dominicos en una aldea de los Pirineos del sur, en la Francia del siglo XIV. Las graves acusaciones y sospechas de herejía sobre alguno de los monjes involucrados en el problema llevaron al descubrimiento de un asesinato. Esto, afirma el autor, es una “historia”: un recuento verídico de algo sucedido hace mucho tiempo pero relatado en el presente. Una vez más el pasado adquiere vida y tiende puentes entre el ayer y el hoy. Pero, advierte que los historiadores no pueden contar todas las historias del pasado, pues hay criterios de selección, ya por abundancia o carencia de evidencias, ya por la relevancia de tratar ciertos temas, descartando otros. Historiar implica la activa participación del sujeto interesado, no termina con la presentación de los datos, sino con su interpretación. Cualquier evento, al estar ubicado en un contexto temporal y como parte de una red de relaciones, supone siempre la problemática de la construcción de los significados. El quehacer de la historia empieza y acaba con preguntas, por ello nunca termina su revisión y reescritura.
El segundo capítulo considera el carácter retrospectivo de la historia y el hecho de que ésta también debe ser “historiada”. ¿Se puede mirar atrás, al inicio de la “historia” como profesión? La pregunta remite no sólo a los orígenes y cambios experimentados por la disciplina en distintas épocas y lugares, sino también al cuestionamiento de nuestras propias certezas y maneras de indagación. Por lo anterior, la historiografía adquiere relevancia fundamental en la discusión de la disciplina y su objeto de estudio.
El tercer apartado intitulado “Cómo ocurrió en realidad: sobre la verdad, los archivos y el amor por lo viejo”, expone el desarrollo de la historiografía desde el siglo XVI hasta el XX; destaca los aportes fundamentales de académicos y pensadores que contribuyeron a la profesionalización de lo que hoy conocemos como “historia”. A partir de las líneas de argumentación referentes a la verdad, el manejo documental y la relación/distinción pasado-presente, John Arnold realiza un recorrido historiográfico que inicia con el trabajo emprendido por los anticuarios del siglo XVI, personas “con esa enfermedad poco natural de estar enamorados de la época pasada, y que entre más mohosas y podridas están esas cosas, más las aman” (p. 57). Ellos fueron importantes en el avance de la disciplina, ya que a través de sus compilaciones documentales se sistematizó gran cantidad de información, que posteriormente sería reutilizada bajo nuevos criterios de análisis. También merecen destacarse los postulados de los ilustrados europeos del siglo XVIII, las tesis principales de la filosofía alemana del siglo XIX, las propuestas metodológicas de Leopold Van Ranke sobre el manejo documental, aunque el autor reconoce que fue hasta el siglo XIX cuando la disciplina cobró mayor impulso luego de su institucionalización y posterior profesionalización, entrada la siguiente centuria.
Sin embargo, se ha pagado un precio por este desarrollo: cada vez se hace más grande la distancia entre lectores y textos redactados por historiadores académicos. El afán por lograr “la objetividad” en el análisis hace que los historiadores se excluyan de la historia que narran, separando su posición (de sujetos) respecto del objeto de investigación. Por último, la profesionalización ha dividido al gremio y provocado la particularización y especialización del objeto de estudio, de manera que cada vez es más difícil encontrar esquemas de interpretación y explicación globales.
“Las voces y silencios del pasado en el presente: el problema de las fuentes”, es el título del cuarto capítulo. En él se reconoce que los historiadores usamos evidencias para escribir la historia, y éstas pueden ser directas (primarias) o indirectas (secundarias). Dicha distinción es tan sólo un código técnico, útil para el trabajo, pero sin pretensiones filosóficas, porque es complicado definir la línea que las separa, pues las fuentes secundarias fueron alguna vez evidencia primaria. Ahora bien, ¿qué es una fuente? Cualquier cosa que haya dejado una huella en el pasado. La visión documentalista que prioriza los textos escritos ha sido rebasada por nuevas técnicas de trabajo que permiten el uso de un mayor número de vestigios. La historia comienza con fuentes, pero no termina ahí. También sabemos que la diversidad de fuentes posibilita análisis varios. Pero aún hay otras cuestiones pendientes de resolver, una de ellas es la validez de los documentos. Es necesario que los historiadores sean cuidadosos y maticen las fuentes, que presten atención a los vacíos entre lo que se dice y lo que se oculta, porque las fuentes no son documentos transparentes y llenos de inocencia; se escriben bajo circunstancias particulares y para públicos muy específicos. Como lo resume John Arnold:
Los documentos rara vez se proponen engañar al historiador pero pueden burlarlo si no está alerta... Las fuentes no hablan por sí mismas y nunca lo han hecho. Hablan en nombre de otros, que ya están muertos y no volverán. Las fuentes pueden tener una voz -o varias voces- que sugieren una dirección o que hacen surgir una pregunta, lo que nos conduce a otras fuentes. Pero no tienen voluntad: cobran vida cuando el historiador las reanima. Y aunque las fuentes son un comienzo, el historiador está presente antes y después, usando habilidades y haciendo elecciones. ¿Por qué este registro y no cualquier otro?... ¿Qué interrogantes seguir, qué caminos tomar? (p. 108)
 
Siempre hay preguntas nuevas por hacer a viejos temas ya estudiados. Siempre habrá nuevas perspectivas de análisis sobre los caminos ya recorridos, sobre todo porque hay espacios, omisiones y vacíos en las fuentes de información. Esto exige que el pasado sea revisado permanentemente.
El quinto capítulo centra su interés en la síntesis de abundantes materiales informativos. Escribir la historia no consiste en acumular una investigación sobre otra, hasta crear una gran muralla de conocimiento sobre el pasado; implica decidir las causas y los efectos de aquello que se estudia, comparándolo con lo que han dicho otros historiadores y, en última instancia, discutir qué significa la historia. ¿Qué tienen en común las diferentes opciones de acercarse al pasado? Distintos acercamientos conllevan énfasis disímiles. Las causas son simplemente un punto de partida desde el cual se decide retomar la historia, asumiendo el tipo de historia que se quiere contar. Los efectos, son el lugar donde, de manera poco clara en términos epistemológicos, nos acercamos a un probable final de la narrativa emprendida para la explicación de ese pasado. Es un proceso complejo. Por ello hay que reconocer que el resultado es provisional. De aquí se deriva una de las grandes responsabilidades del historiador: no asumir jamás que su forma de acercarse y estudiar el pasado es la única manera para contar la historia. Pero también hay implícito un compromiso para los lectores: no descartar los trabajos de investigación por imperfectos sino comprometerse con ellos, para mejorarlos y contribuir a una comprensión del pasado con menos omisiones.
El capítulo sexto “Matar gatos o ¿el pasado es una tierra extraña?”, expone un problema epistemológico que ha dividido a los historiadores en dos grupos: los que aseguran que la gente del pasado era igual a nosotros y, por otra parte, los que creen que eran distintos. ¿Somos los hombres -más bien dicho las sociedades humanas- prácticamente iguales en todas las épocas? ¿Hay una naturaleza humana inherente a todos los pueblos en su devenir histórico? O por el contrario, ¿el pasado es un territorio tan extraño que los hombres actuaban de manera totalmente distinta a los de hoy?, ¿es difícil captar y estudiar esa situación?, ¿cómo “pensar el pasado” para no caer en graves errores metodológicos al escribir la historia?
Muchos han sido los intentos por presentar alternativas a esta problemática: el “espíritu de la época”; la “conciencia cultural”; la mentalité. Este último término se ha convertido en punto de referencia teórico entre los historiadores modernos. La mentalité fundamenta la idea de que el pasado es distinto del presente, y por lo tanto, se debe de encontrar una forma de analizar tales diferencias. Implica, además, otras dos tareas cognitivas: dividir el lapso de la historia humana en periodos, y saber cómo leer la evidencia histórica. El periodizar tiene sus riesgos, sin embargo es una herramienta importante para captar la forma en que instituciones y personas cambian. Leer las fuentes en forma de “extrañamiento” es esencial si se quiere descubrir qué pensó la gente y cómo lo pensó, aquí son relevantes los matices del lenguaje y evitar etiquetar con conceptos modernos las acciones e instituciones del pasado.
El problema con las mentalités es reconocer que la gente del pasado es tan distinta a nosotros, como nosotros lo somos de nosotros mismos. En ciertos momentos ellos -y nosotros- nos unimos alrededor de distintos patrones de comportamiento, y el historiador, en efecto, puede buscar dichos patrones, pero no son ni completamente iguales, ni completamente distintos de nosotros... una de las cosas que el historiador puede hacer es ayudarnos a reflexionar respecto de ambas partes de ese arreglo: mirar el pasado para ayudar a ver de nuevo el presente (p. 151).
 
Esto, necesariamente, lleva a replantearse para qué sirve la historia y por qué debemos ocuparnos en ella, que es la materia de discusión del último capítulo del libro. La historia, ¿es una ciencia o un arte? Enfocar así el problema implica soslayar de manera intencional tanto a la ciencia como al arte, ¿acaso la primera no involucra imaginación ni perspicacia? Por otro lado, ¿el arte no contiene ninguna observación precisa, ni tampoco oficio metódico? Este razonamiento supone dos clases de conocimiento: una verdad que está fundada en la significación y en la percepción, y otra basada en el hecho inerte y en la “realidad” prosaica. El asunto de fondo es resolver si el conocimiento histórico es subjetivo (depende del observador) u objetivo (es independiente de él).
En el desarrollo reciente de la filosofía de las ciencias se ha reconocido que la historia tiene ciertos rasgos que la hacen una disciplina muy particular, y no por ello menos científica respecto de otras áreas del conocimiento humano. Uno de ellos es que ninguna “verdad” histórica se puede pronunciar fuera de un contexto de significación, interpretación y juicio. Otra característica es que la “verdad” histórica es un proceso de consenso, puesto que lo que opera como verdad hasta un determinado momento, depende de una aceptación por parte del conjunto de los profesionales que la ejercen. Esto no significa que los historiadores debamos abandonar la idea de alcanzar la “verdad” en la historia ni tampoco conformarnos con contar hechos pasados. Al contrario, los historiadores deben esforzarse por hacer “hablar” más a las fuentes.
Abandonar la idea de una “verdad absoluta” y una “historia absoluta” no debe conducir al relativismo, donde cualquier versión de los eventos se toma con la misma validez que la otra. Y como muestra de ello hay muchos ejemplos. Para quienes niegan que el Holocausto aconteció, es abrumadora la evidencia del asesinato sistemático de judíos. Afirmar que nunca ocurrió es ocultar las voces del pasado, suprimir los testimonios que dan cuenta de ello. Pero mucho más importante que narrar tan terrible acontecimiento, es discutir el significado de este hecho en el contexto global de la historia de la humanidad; discusión que da paso al problema central de la filosofía y la teoría de la historia: ¿por qué es importante estudiar el pasado?
A las respuestas tradicionales sobre la utilidad del conocimiento histórico -aprender lecciones del pasado, proporcionar identidad, y descubrir el sentido de la existencia humana- John Arnold hace precisiones sobre cada una de ellas. Finalmente, propone tres razones alternativas para hacer historia y explicar su importancia: por placer, porque es algo con lo que se puede pensar y ayuda a estar más conscientes de nuestras vidas y para pensar de una manera distinta sobre uno mismo.
Las preguntas y problemas del quehacer histórico parecen ser siempre las mismas y las respuestas cada vez más diversas. John Arnold nos invita a reflexionar nuevamente en ellas y a buscar nuevas rutas para seguir perfeccionando este viejo y antiguo oficio de historiar.
José Manuel Morales Palomares
Facultad de Historia de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo
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Historiografía
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