sobre John H. Arnold, Una brevísima introducción a la historia

Autor: 
José Manuel Morales Palomares
Institución: 
Facultad de Historia de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo
Síntesis: 
JOHN H. ARNOLD, Una brevísima introducción a la historia, México, Océano, 2003, 184 pp.
 
John H. Arnold es un historiador inglés que ha trabajado temáticas relacionadas con estudios de género, sexualidad, religión, creencias y herejías en la Alta y Baja Edad Media, en Inglaterra y Europa. Prueba de ese interés, son los textos: The Preaching of the Cathars (Brill, 1998); Inquisition and Power: Catarism and the Confessing Subjetc in Medieval Languedoc (University of Pennsylvania Press, 2001).
Una brevísima introducción a la historia es una obra de divulgación y debate reciente en torno al quehacer de los historiadores y la filosofía de la historia. El texto, publicado en inglés por la Oxford University Press en el año 2000, Editorial Océano lo tradujo a fin de hacerlo accesible al lector hispano. Aunque el trabajo se autoproclama como breve e introductorio, los temas que aborda abren interesantes vetas de análisis y debate. Es una invitación, o más bien una provocación para que, quienes no sepan a ciencia cierta qué hace un historiador, se familiaricen con esa extraña vocación por el pasado; y para quienes se dedican profesionalmente a ello, reflexionen sobre la labor que realizan y se sientan tentados a asentir o disentir sobre las diferentes maneras de resolver los problemas fundamentales de la disciplina.
A juicio del autor, se pueden escribir tres tipos de libros cuyo cometido sea introducir al estudio del quehacer histórico. El primero sería una especie de manual sobre cómo practicar el oficio. El segundo, un estudio filosófico sobre las distintas teorías del conocimiento y el lugar que ocupa la historia en cada una de ellas. Y el tercero, una polémica que fomente el interés y el acercamiento para estudiar el pasado a detalle. John Arnold no reclama la exclusividad de ninguna de las tres posibilidades, pero sí retoma algo de ellas a lo largo de su exposición. Muestra a su vez distintas visiones sobre la historia, el cómo se investiga y para qué sirve hacerlo.
En los primeros tres capítulos se plantean algunas preguntas básicas de la disciplina: ¿qué es la historia?, ¿cómo ha sido abordado el problema de la historia en el pasado? y, por último, ¿cuáles son las fuentes con las que trabaja el historiador? Los capítulos intermedios abordan el trabajo con las fuentes y el problema de las interpretaciones. Los dos últimos capítulos (6 y 7) discuten en torno al lugar y el significado de la historia, la verdad y la importancia del oficio. En cada uno el autor introduce, a manera de ejemplo, algún tema o tópico de la historia de Europa o de los Estados Unidos. Así, a la par que el lector lee los testimonios y documentos, fuente primordial para el trabajo del historiador, también conoce las dificultades e interrogantes a las que éste se enfrenta. Sin duda, es una estrategia didáctica bien lograda, en la que el trabajo de archivo sirve de soporte al análisis filosófico de la historia.
El primer capítulo relata un conflicto religioso entre cátaros y dominicos en una aldea de los Pirineos del sur, en la Francia del siglo XIV. Las graves acusaciones y sospechas de herejía sobre alguno de los monjes involucrados en el problema llevaron al descubrimiento de un asesinato. Esto, afirma el autor, es una “historia”: un recuento verídico de algo sucedido hace mucho tiempo pero relatado en el presente. Una vez más el pasado adquiere vida y tiende puentes entre el ayer y el hoy. Pero, advierte que los historiadores no pueden contar todas las historias del pasado, pues hay criterios de selección, ya por abundancia o carencia de evidencias, ya por la relevancia de tratar ciertos temas, descartando otros. Historiar implica la activa participación del sujeto interesado, no termina con la presentación de los datos, sino con su interpretación. Cualquier evento, al estar ubicado en un contexto temporal y como parte de una red de relaciones, supone siempre la problemática de la construcción de los significados. El quehacer de la historia empieza y acaba con preguntas, por ello nunca termina su revisión y reescritura.
El segundo capítulo considera el carácter retrospectivo de la historia y el hecho de que ésta también debe ser “historiada”. ¿Se puede mirar atrás, al inicio de la “historia” como profesión? La pregunta remite no sólo a los orígenes y cambios experimentados por la disciplina en distintas épocas y lugares, sino también al cuestionamiento de nuestras propias certezas y maneras de indagación. Por lo anterior, la historiografía adquiere relevancia fundamental en la discusión de la disciplina y su objeto de estudio.
El tercer apartado intitulado “Cómo ocurrió en realidad: sobre la verdad, los archivos y el amor por lo viejo”, expone el desarrollo de la historiografía desde el siglo XVI hasta el XX; destaca los aportes fundamentales de académicos y pensadores que contribuyeron a la profesionalización de lo que hoy conocemos como “historia”. A partir de las líneas de argumentación referentes a la verdad, el manejo documental y la relación/distinción pasado-presente, John Arnold realiza un recorrido historiográfico que inicia con el trabajo emprendido por los anticuarios del siglo XVI, personas “con esa enfermedad poco natural de estar enamorados de la época pasada, y que entre más mohosas y podridas están esas cosas, más las aman” (p. 57). Ellos fueron importantes en el avance de la disciplina, ya que a través de sus compilaciones documentales se sistematizó gran cantidad de información, que posteriormente sería reutilizada bajo nuevos criterios de análisis. También merecen destacarse los postulados de los ilustrados europeos del siglo XVIII, las tesis principales de la filosofía alemana del siglo XIX, las propuestas metodológicas de Leopold Van Ranke sobre el manejo documental, aunque el autor reconoce que fue hasta el siglo XIX cuando la disciplina cobró mayor impulso luego de su institucionalización y posterior profesionalización, entrada la siguiente centuria.
Sin embargo, se ha pagado un precio por este desarrollo: cada vez se hace más grande la distancia entre lectores y textos redactados por historiadores académicos. El afán por lograr “la objetividad” en el análisis hace que los historiadores se excluyan de la historia que narran, separando su posición (de sujetos) respecto del objeto de investigación. Por último, la profesionalización ha dividido al gremio y provocado la particularización y especialización del objeto de estudio, de manera que cada vez es más difícil encontrar esquemas de interpretación y explicación globales.
“Las voces y silencios del pasado en el presente: el problema de las fuentes”, es el título del cuarto capítulo. En él se reconoce que los historiadores usamos evidencias para escribir la historia, y éstas pueden ser directas (primarias) o indirectas (secundarias). Dicha distinción es tan sólo un código técnico, útil para el trabajo, pero sin pretensiones filosóficas, porque es complicado definir la línea que las separa, pues las fuentes secundarias fueron alguna vez evidencia primaria. Ahora bien, ¿qué es una fuente? Cualquier cosa que haya dejado una huella en el pasado. La visión documentalista que prioriza los textos escritos ha sido rebasada por nuevas técnicas de trabajo que permiten el uso de un mayor número de vestigios. La historia comienza con fuentes, pero no termina ahí. También sabemos que la diversidad de fuentes posibilita análisis varios. Pero aún hay otras cuestiones pendientes de resolver, una de ellas es la validez de los documentos. Es necesario que los historiadores sean cuidadosos y maticen las fuentes, que presten atención a los vacíos entre lo que se dice y lo que se oculta, porque las fuentes no son documentos transparentes y llenos de inocencia; se escriben bajo circunstancias particulares y para públicos muy específicos. Como lo resume John Arnold:
Los documentos rara vez se proponen engañar al historiador pero pueden burlarlo si no está alerta... Las fuentes no hablan por sí mismas y nunca lo han hecho. Hablan en nombre de otros, que ya están muertos y no volverán. Las fuentes pueden tener una voz -o varias voces- que sugieren una dirección o que hacen surgir una pregunta, lo que nos conduce a otras fuentes. Pero no tienen voluntad: cobran vida cuando el historiador las reanima. Y aunque las fuentes son un comienzo, el historiador está presente antes y después, usando habilidades y haciendo elecciones. ¿Por qué este registro y no cualquier otro?... ¿Qué interrogantes seguir, qué caminos tomar? (p. 108)
 
Siempre hay preguntas nuevas por hacer a viejos temas ya estudiados. Siempre habrá nuevas perspectivas de análisis sobre los caminos ya recorridos, sobre todo porque hay espacios, omisiones y vacíos en las fuentes de información. Esto exige que el pasado sea revisado permanentemente.
El quinto capítulo centra su interés en la síntesis de abundantes materiales informativos. Escribir la historia no consiste en acumular una investigación sobre otra, hasta crear una gran muralla de conocimiento sobre el pasado; implica decidir las causas y los efectos de aquello que se estudia, comparándolo con lo que han dicho otros historiadores y, en última instancia, discutir qué significa la historia. ¿Qué tienen en común las diferentes opciones de acercarse al pasado? Distintos acercamientos conllevan énfasis disímiles. Las causas son simplemente un punto de partida desde el cual se decide retomar la historia, asumiendo el tipo de historia que se quiere contar. Los efectos, son el lugar donde, de manera poco clara en términos epistemológicos, nos acercamos a un probable final de la narrativa emprendida para la explicación de ese pasado. Es un proceso complejo. Por ello hay que reconocer que el resultado es provisional. De aquí se deriva una de las grandes responsabilidades del historiador: no asumir jamás que su forma de acercarse y estudiar el pasado es la única manera para contar la historia. Pero también hay implícito un compromiso para los lectores: no descartar los trabajos de investigación por imperfectos sino comprometerse con ellos, para mejorarlos y contribuir a una comprensión del pasado con menos omisiones.
El capítulo sexto “Matar gatos o ¿el pasado es una tierra extraña?”, expone un problema epistemológico que ha dividido a los historiadores en dos grupos: los que aseguran que la gente del pasado era igual a nosotros y, por otra parte, los que creen que eran distintos. ¿Somos los hombres -más bien dicho las sociedades humanas- prácticamente iguales en todas las épocas? ¿Hay una naturaleza humana inherente a todos los pueblos en su devenir histórico? O por el contrario, ¿el pasado es un territorio tan extraño que los hombres actuaban de manera totalmente distinta a los de hoy?, ¿es difícil captar y estudiar esa situación?, ¿cómo “pensar el pasado” para no caer en graves errores metodológicos al escribir la historia?
Muchos han sido los intentos por presentar alternativas a esta problemática: el “espíritu de la época”; la “conciencia cultural”; la mentalité. Este último término se ha convertido en punto de referencia teórico entre los historiadores modernos. La mentalité fundamenta la idea de que el pasado es distinto del presente, y por lo tanto, se debe de encontrar una forma de analizar tales diferencias. Implica, además, otras dos tareas cognitivas: dividir el lapso de la historia humana en periodos, y saber cómo leer la evidencia histórica. El periodizar tiene sus riesgos, sin embargo es una herramienta importante para captar la forma en que instituciones y personas cambian. Leer las fuentes en forma de “extrañamiento” es esencial si se quiere descubrir qué pensó la gente y cómo lo pensó, aquí son relevantes los matices del lenguaje y evitar etiquetar con conceptos modernos las acciones e instituciones del pasado.
El problema con las mentalités es reconocer que la gente del pasado es tan distinta a nosotros, como nosotros lo somos de nosotros mismos. En ciertos momentos ellos -y nosotros- nos unimos alrededor de distintos patrones de comportamiento, y el historiador, en efecto, puede buscar dichos patrones, pero no son ni completamente iguales, ni completamente distintos de nosotros... una de las cosas que el historiador puede hacer es ayudarnos a reflexionar respecto de ambas partes de ese arreglo: mirar el pasado para ayudar a ver de nuevo el presente (p. 151).
 
Esto, necesariamente, lleva a replantearse para qué sirve la historia y por qué debemos ocuparnos en ella, que es la materia de discusión del último capítulo del libro. La historia, ¿es una ciencia o un arte? Enfocar así el problema implica soslayar de manera intencional tanto a la ciencia como al arte, ¿acaso la primera no involucra imaginación ni perspicacia? Por otro lado, ¿el arte no contiene ninguna observación precisa, ni tampoco oficio metódico? Este razonamiento supone dos clases de conocimiento: una verdad que está fundada en la significación y en la percepción, y otra basada en el hecho inerte y en la “realidad” prosaica. El asunto de fondo es resolver si el conocimiento histórico es subjetivo (depende del observador) u objetivo (es independiente de él).
En el desarrollo reciente de la filosofía de las ciencias se ha reconocido que la historia tiene ciertos rasgos que la hacen una disciplina muy particular, y no por ello menos científica respecto de otras áreas del conocimiento humano. Uno de ellos es que ninguna “verdad” histórica se puede pronunciar fuera de un contexto de significación, interpretación y juicio. Otra característica es que la “verdad” histórica es un proceso de consenso, puesto que lo que opera como verdad hasta un determinado momento, depende de una aceptación por parte del conjunto de los profesionales que la ejercen. Esto no significa que los historiadores debamos abandonar la idea de alcanzar la “verdad” en la historia ni tampoco conformarnos con contar hechos pasados. Al contrario, los historiadores deben esforzarse por hacer “hablar” más a las fuentes.
Abandonar la idea de una “verdad absoluta” y una “historia absoluta” no debe conducir al relativismo, donde cualquier versión de los eventos se toma con la misma validez que la otra. Y como muestra de ello hay muchos ejemplos. Para quienes niegan que el Holocausto aconteció, es abrumadora la evidencia del asesinato sistemático de judíos. Afirmar que nunca ocurrió es ocultar las voces del pasado, suprimir los testimonios que dan cuenta de ello. Pero mucho más importante que narrar tan terrible acontecimiento, es discutir el significado de este hecho en el contexto global de la historia de la humanidad; discusión que da paso al problema central de la filosofía y la teoría de la historia: ¿por qué es importante estudiar el pasado?
A las respuestas tradicionales sobre la utilidad del conocimiento histórico -aprender lecciones del pasado, proporcionar identidad, y descubrir el sentido de la existencia humana- John Arnold hace precisiones sobre cada una de ellas. Finalmente, propone tres razones alternativas para hacer historia y explicar su importancia: por placer, porque es algo con lo que se puede pensar y ayuda a estar más conscientes de nuestras vidas y para pensar de una manera distinta sobre uno mismo.
Las preguntas y problemas del quehacer histórico parecen ser siempre las mismas y las respuestas cada vez más diversas. John Arnold nos invita a reflexionar nuevamente en ellas y a buscar nuevas rutas para seguir perfeccionando este viejo y antiguo oficio de historiar.
José Manuel Morales Palomares
Facultad de Historia de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo
Categoría: 
Reseña
Época de interés: 
General
Área de interés: 
Historiografía