Víctor Manuel Castillo Farreras (1932-2021)

Autor: 
Alfredo López Austin
Síntesis: 

Cenceño. Con un calificativo que quiere abarcar su imagen desde la primera impresión hasta el contumaz trato cotidiano; que incluye el trato mismo, enfrentándose al carácter; que invade el intelecto lúcido, la moral estricta, la determinación recia, Víctor fue cenceño. Cenceño lo fue de hueso, de nervio, con voz de palabra parca o ni siquiera pronunciada (como rugido), de paso calmo (como pensado), de humo de tabaco, de ropa igual, día tras igual día. Tal vez en soledad fuera locuaz; pero lo imagino sumergido en reflexiones duras, también cenceñas, con frecuencia ásperas y dolorosas. Temprano trazó su vida con la escuadra de un dibujante; siguió la línea con realización en cada punto, sin meta, porque la recta se tiende al infinito.

En los distantes años sesenta iniciamos una relación de amistad fincada en el contexto del trabajo: Víctor y yo nos conocimos en el Instituto Indigenista Interamericano, y una de nuestras funciones comunes fue la edición de la revista de dicho organismo. No éramos ya demasiado jóvenes. Yo andaba cercano a los treinta años y Víctor hacía poco los había cumplido. Pronto advertimos que coincidíamos en nuestro gran interés por el mundo indígena, por nuestra dedicación al estudio de la lengua náhuatl y por nuestra inclinación al dibujo, arte en el que Víctor era ya un diestro ejecutante y yo —como hoy— un entusiasta y mediocre aficionado. El ambiente de la oficina se prestaba al desarrollo de nuestras inclinaciones; eran largas las pláticas que sosteníamos, por una parte, con el antropólogo Alfonso Villa Rojas y por otra, en sus frecuentes visitas, con el gran dibujante Alberto Beltrán. Ambos estábamos casados —yo ya era padre de dos muchachos— y la amistad que iniciaron nuestras respectivas esposas, Lucha y Martha, robusteció la relación familiar, sobre todo al propiciar habituales viajes a zonas arqueológicas.

Con el cambio de dirección en el Instituto Indigenista Interamericano, salimos de aquel organismo. El director saliente, Miguel León-Portilla, propició que continuáramos siendo compañeros de trabajo en el Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Nuestra situación, que había sido favorable, mejoró con nuestra pertenencia a la Universidad: allí seguimos editando, durante varios años, la revista Estudios de Cultura Náhuatl y los libros publicados bajo el sello del Instituto; intensificamos nuestra dedicación a la lengua náhuatl; investigamos en temas históricos de la antigüedad indígena, y ejercitamos la docencia. Dicha época estableció los cimientos de nuestras respectivas formaciones intelectuales. En la UNAM nuestro breve equipo había adquirido un miembro más: Josefina García Quintana. También nahuatlata, Josefina compartía plenamente nuestras aficiones, y una intensa interrelación nos impulsó a preparar conjuntamente a jóvenes estudiantes en el conocimiento lingüístico, que a nuestro juicio era indispensable para penetrar en la cultura y la historia antiguas. 

El equipo advertía una carencia en los estudios de nuestro medio. Sentíamos que la filosofía de la historia requería de una aproximación entre filósofos e historiadores. Pareciera que los discursos no eran suficientemente comunes desde ambas perspectivas. Creímos pertinente convocar a algunos filósofos interesados para robustecer un diálogo de aproximación. Todo esto era informal, sin reconocimiento laboral ni académico, lo que permitía actuar con absoluta libertad. Acudieron a nuestro llamado filósofos y antropólogos, con quienes integramos un equipo de discusión. Pertenecieron al grupo, entre otros, Carlos Pereyra Boldrini, José Luis Balcárcel, Francisco Javier Guerrero Mendoza y Gabriel Vargas Lozano. Considero que ningún otro grupo, de los varios que creamos a lo largo de nuestra vida universitaria, nos fue tan fructífero como éste. La diversidad de enfoques empíricos, de particulares formas de investigación, de formación filosófica, se debatía con libertad en la coincidencia única de que todos lo hacíamos desde un amplio enfoque materialista.

Transcurrieron los años, y el pequeño equipo mantuvo su unión en torno a una constante actividad académica. Llegó 1977, con su intensa lucha sindicalista universitaria. Víctor, Josefina y yo habíamos optado por la vía sindical. Nuestra posición interna en el Instituto se tambaleó: éramos los únicos tres sindicalizados, y defendimos con firmeza nuestros derechos laborales. Obviamente, nuestra posición política daba al traste con aquel ambiente académico propicio que habíamos tardado tanto tiempo en construir. Optamos por salir del Instituto para refugiarnos en otra dependencia universitaria de pensamiento más plural. Para ello debíamos contar con la aprobación de dos directores: el del Instituto de Investigaciones Históricas y el del Instituto de Investigaciones Antropológicas. Con el segundo no había obstáculo, pues estaba dispuesto a recibir al equipo completo de nahuatlatos. El de Históricas, en cambio, usando de un arbitrio que no necesitaba justificarse ni académica ni laboralmente, decidió romper la unidad del equipo y determinó que el remedio contra la rebeldía era separarnos para que sólo uno de nosotros emigrara a Antropológicas. Así decidió que el prescindible era yo.

 Aquella separación fue un golpe duro. Cada uno de nosotros se concentró en sus temáticas propias, ya sin el recurso del diálogo cotidiano. Los caminos profesionales se dividieron. Víctor, año tras año, fue profundizando sus conocimientos en la lengua náhuatl como vía de comprensión de la historia, la organización sociopolítica y la cultura de los antiguos nahuas. Para ello ahondó en la minuciosa y puntual traducción de los antiguos textos de los siglos xvi y xvii. Su historiador preferido fue, sin duda, Domingo Francisco de San Antón Chimalpain Cuauhtlehuanitzin, prolífico autor cuya obra proporciona abundante información de la vida política de los distintos pueblos nahuas del Posclásico Tardío. Con su absoluta entrega al estudio, Víctor alcanzó a ser un arquetipo del gran sabio que puntualmente llega día con día a su cubículo para sumergirse en una plática virtual con el remoto pasado, manejando, como nadie, los vericuetos gramaticales, los modismos, los significados profundos de una lengua distante. Apartado de la deslumbrante luz de los reflectores, de viajes y reuniones académicas, pendiente siempre de la total realización cotidiana, vivió plenamente el proyecto que hizo para sí con temprano trazo. 

Ni las concepciones de Víctor ni las mías me permiten hoy hablar de su descanso eterno. Ni Víctor sería él mismo en el descanso.

México, 16 de marzo de 2021

Alfredo López Austin

Categoría: 
Obituario